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A la ciudad le duelen los ojos… (Primera parte)

Por Darío Zalapa Solorio


A José Luis Bello

… eso pensó Andrés cuando salió de su casa arrastrando los pies. Andrés, debo decirlo, era un apático: indiferente. Tipo tierno pero con puños duros. Lo conocí hace unos días en el billar de la colonia. Yo degustaba una cuba de Don Pedro y él me veía con curiosidad desde el otro lado del salón. Había poca gente: dos parejas de tipos, aparte de nosotros, que jugaban carambola en las mesas del fondo. Dada la hora, intuí que Andrés era de mi calaña; cualquier persona que esté en el billar a las once de la mañana en un martes es porque, seguramente, no tiene trabajo.

Andrés, cuya mirada me inquietaba, sólo estaba ahí. Fumaba un cigarro sin filtro y no hacía nada. De vez en vez se le perdía la mirada en las mesas del fondo, o cuando pasaban unos jeans ajustados frente al negocio, o cuando yo sorbía de mi vaso. Si yo terminé ahí fue por una razón estúpida: debí llegar a las diez a la casa de  mi novia. Debí, porque no lo hice: eran las diez y media cuando tocaba su timbre. Ella se limitó a no abrirme la puerta. Ni tardo ni perezoso me dirigí al billar a pensar, cuba en mano, que debía (o debo) conseguir un empleo pero, claro, a mí también me interesaban más las partidas de carambola y los jeans estrujados, como a Andrés.

Después de media hora ya comenzaban a molestarme los ojos de Andrés. Ha de ser puto, pensé, y decidí largarme de ahí. Pagué. Salí. Habré caminado unas dos cuadras cuando, el que pensaba maricón, tocó mi hombro. En verdad tenía mirada de enfermo (no mental, para nada, su mirar era tierno como el de un perro faldero). Enfermo de los buenos: lo que debía ser blanco en sus ojos era amarillo y el puntito negro de en medio estaba como fracturado. Quiero decir que, ya de cerca, el pobre Andrés, más que miedo, daba lástima.

Contrario a lo que se podría pensar después de todo lo que he contado, Andrés no se puso a llorar ni me predicó la palabra de ninguna religión. El muy cabrón tenía una manopla en la mano derecha, misma con la que me clavó un puñetazo en la quijada. Eso no me dolió tanto. Lo que me puso de rodillas, y a babear como iguana, fue el otro golpe que me enterró ventajosamente en la boca del estómago. Éste sin manopla: eran nudillos de piedra los suyos. Ya en el suelo, el cabrón me surtió tres patadas en las costillas. Después sacó un cigarro, lo encendió y se sentó junto a mí, mientras yo agonizaba en posición fetal. Terminó de fumarlo y yo aún no podía recuperarme de la madriza. Ya me había hecho polvo y seguía ahí, no podía querer otra cosa más que hablar conmigo, pensé.

Atiné. Cuando se me pasaban los dolores y me sentaba a su lado, en la banqueta, me ofreció un cigarro. [No fumo, gracias. Te lo pierdes, me dijo. Te ves enfermo, neta. Algo así, nada grave. No mames, tus ojos dan miedo. Verdad que sí. Jódete; dime qué quieres; lana no tengo. No seas pendejo, que me dice. Entonces, que le pregunto. Me tengo que morir. Pues mucho gusto. Sí verdad. Y a mí qué. Me vas a ayudar. Yo no mato ni a una mosca. Ni te defiendes de una mosca (risas exageradas). Pinche loco. Ya te jodiste, ahora me matas. No. Sí. Por qué. Ya no hay nadie. Dónde. En ningún lugar. Estás drogado, verdad. Es neta. Explícate].

Según Andrés, sólo recordaba haberse ido a dormir una noche. No sabía cuánto tiempo pasó, pero juraba que había sido mucho. Despertó y no había nadie. Todo a su alrededor era viejo y empolvado y él era diferente: viejo y empolvado. Confundido, salió a la calle y no reconocía nada. Mucha gente, mucho ruido, aire pesado. Caminó hasta no saber dónde estaba. Se iba haciendo tarde y seguía sin tener recuerdos o algo que pudiera orientarlo. [Cosa de locos, pensé]. Así llegó a una plaza pública cualquiera, se sentó y vio pasar lo que quedaba de día.

Según el mismo Andrés, eran las seis de la tarde cuando el aire comenzó a parecerle pesado. Me juraba que todo se puso amarillo: amarillos los carros, la gente, los edificios aledaños a la plaza, los perros que cruzaban la calle; todo. Se asustó. Pensó en correr pero era seguro que todo era igual en cualquier parte a donde fuera. Dijo que sólo fueron unos minutos, después todo regreso a ser como antes. Bueno, no tanto: para él, la gente tenía cara distinta. Todos caminaban cansados, jorobados y a huevo. Dijo que un anciano se sentó frente a él y que, después de observarlo por un rato, el viejo dejó de moverse. Andrés pensó que estaba muerto y mejor se fue de ahí.

Al comenzar a caminar se notó cansado. Fue a una tienda y pidió cigarros pensando tranquilizarse con el humo. Claro, no tenía dinero, así que salió corriendo apenas pusieron el paquete en su mano. Corrió hasta donde su cansancio (inexplicable) se lo permitió. Llegó a un mercado viejo. Se adentró en los pasillos y durmió en el primer recoveco que encontró. Al despertar al día siguiente (el día que nos conocimos), Andrés apenas tuvo fuerza para caminar hasta el billar.

dario.zal.lit@hotmail.com

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