Por Darío Zalapa Solorio
Así fue cómo Andrés llegó al billar. Aturdido, y sin saber qué carajos le estaba pasando al mundo (o a él), se metió en el primer tugurio que encontró. Antes de mi llegada, Andrés tenía escasos cinco minutos en el lugar, y el dueño ya lo veía con mala saña. Fue cuando me vio llegar, y pedir mi cuba, que se animó a abordarme. El porqué me eligió a mí nunca me lo dijo, y en realidad no me interesaba saberlo. Creo que el hecho de que te digan “oye, tienes tan mala pinta y te ves tan jodido que te creo capaz de matar alguien”, no le gusta a nadie.
Cuando él notó que me asusté pensaba salir corriendo del lugar, pero aguardó. Luego yo salí y me fue siguiendo. Mientras me veía la espalda fue que maquiló todo el plan que me contó (el que se resume a: matarlo). Andrés no entendía nada: no sabía siquiera si todo era real o un sueño, o si alguien lo había drogado, o si estaba en un universo paralelo, o si era el producto de algún cuentista loco que lo utilizaba como personaje de una historia sin sentido. Miedo, tenía. Por eso su manera de actuar: golpearme.
El tipo ya no quería volver a sentir lo mismo que la tarde anterior. Quería morir, lo pedía a gritos (literalmente: me agarró por el cuello de la camisa, me dio un par de sacudidas y me gritó entre litros de saliva que lo matara antes de las seis de la tarde, hora en que la ciudad se rompía, según él).
Calmado, y con los ojos llorosos por el humo de su cigarro-tras-cigarro, medité bien la situación. Si todo lo que él me contaba era cierto, yo no perdía nada matándolo. Podría experimentar uno de los mayores pecados: asesinar. Nadie se daría cuenta y podría ir feliz por la vida sabiendo que maté a un don nadie. Podría también sacar un poco de todo el coraje interno que tenía mientras lo estrangulara, o le disparara, o lo descuartizara, o lo golpeara hasta desfigurarle el rostro. Maneras de matarlo sobraban. La cosa era: ¿y si no era cierto?
Montones de ideas también me llenaron la cabeza. Qué tal que era un espía secreto de alguna compañía que buscaba asesinos en potencia; qué tal si se trataba de una mala broma de mis amigos; qué tal si en verdad era un loco que aprovecharía cualquier descuido mío para matarme él primero; qué tal si era enviado por mi madre para saber si su hijo era un hombre de bien.
Mientras yo divagaba entre hacerlo o no, seguíamos sentados en la banqueta donde él me había partido la madre. Él no paraba de fumar y de verme con esos ojos fracturados. No sé cuántas horas pasaron; no sé cuánta gente caminó frente a nosotros. Sé que eran ya las cuatro de la tarde, y que, angustiante o no, debía darle una respuesta. No obstante, cada minuto que pasaba yo lo notaba más lento, más ambiguo. Era como si yo tampoco quisiera que se dieran las seis de la tarde.
[Mira, cabrón, vámonos sincerando: si es cierto lo que me dices, nada te cuesta darte un tiro en la cabeza. Y yo de dónde chingados saco una pistola; no te digo que no tengo nada, y que ya no hay nadie. Cómo no: levanta la cara: mira toda esa gente: también puede matarte: dile a ese vagabundo que viene para acá: él seguro te dice que sí. Ni madres, tienes que ser tú. Y si te digo que no. No puedes decirme que no. No me chingues. Mira, si se dan las seis, y sigo vivo, te va a cargar la verga. Y dale, ya te dije que no; total, espérate, igual te mueres a las seis. Se siente horrible, neta, mátame, por favor].
Para este punto, más que ternura me había exasperado el tal Andrés. Ahora sí tenía ganas de matarlo para que así se callara de una buena vez.
Sentado en la misma banqueta, una idea absurda me invadió ahora la mente. Era más bien una sensación; algo así como un miedo. Pero miedo de esos que le dan curiosidad a uno. Como no querer que pase algo pero querer estar ahí para verlo y sentirlo. Si era cierto (seguía cuestionando la teoría de la ciudad rota y amarilla de Andrés), me tocaría verlo en cualquier punto donde estuviera. Pero, ¡carajo! A mis veintitrés años nunca había visto que la ciudad se pusiera amarilla, o que se quebrara; vamos, ni siquiera había escuchado tremenda pendejada en boca de nadie. Pero la sensación seguía ahí y no podía dejar de preguntarme qué pasaría a las seis de la tarde. Que tal que yo matara a Andrés, y entonces ya no pasara nada.
Entre divague y divague le dije: mira, aquí a la vuelta hay una placita pública, de ésas donde van los enamorados a fajarse. Camina para allá, espérame una media hora. Yo necesito pensar si lo hago o no. Si me decido a hacerlo, necesito conseguir cómo. Mi abuelo tiene rifles, creo que es la opción más indicada. Vive aquí cerca, a diez minutos. Caminaré hasta su casa, lo pensaré, y regreso. Si te digo que no, te quedará poco más de una hora para buscar otra opción. ¿Te parece?
Que me dice que sí. Luego me abrazó y entonces sí lloró. Entre balbuceos me dijo que era su única esperanza, que no lo dejara esperando. Se levantó y se fue caminando hacia la placita. Yo me quedé sentado hasta verlo dar vuelta en la esquina.
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