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A propósito de los 400 años de Don Quijote de la Mancha

Cuando el mal ocurre…

Ilustraciones de Antonio Saura
Ilustración de Antonio Saura

Por Omar Arriaga Garcés

La segunda parte de Don Quijote de la Mancha cumple este 2015 nada menos que cuatro siglos de haber visto la luz; desde entonces, miles de páginas, millones de páginas se han escrito a través del transcurrir de las generaciones, no conforme con ello el autor de este apunte cree que puede añadir algo a lo ya añadido. Iluso.

En el primer capítulo del Quijote el narrador refiere con prontitud cómo antes de salir a las aventuras el enjuto hidalgo piensa en su nombre: don Quijote, pero como Amadís hacía honor a su patria al añadir “de Gaula”, así él decidió tomar el “de la Mancha” para honrar al sitio donde nació.

Acto seguido compara a su caballo con el de Alejandro Magno y el del Cid Campeador, Bucéfalo y Babieca, y como el suyo le parece ser más principal que aquellos, el primer rocín del orbe, decide ponerle Rocinante.

Pero el caballero andante debe estar enamorado y antes de partir piensa en la moza labriega que vive en la comarca y es oriunda del Toboso: Aldonza, la dulce, por lo que en confluencia con aquella heroína de Fernando de Rojas en la Celestina, Melibea, le acomoda el hidalgo en armonioso Dulcinea, y “del Toboso”.

En esta escena triple se halla presente el germen de la parodia, bien moderno por el que se nos identifica aún hoy día: don Quijote es una versión pálida e hilarante de los caballeros andantes de los cuales leyó en libros, pobre y sin hacienda, pero aun así -como se ha dicho hasta el cansancio- que busca desde su perspectiva “valores” más altos y más nobles en una ficción, que los que existen en torno de sí en aquel momento.

Su montura es un viejo animal, igual de flaco que el dueño, no comparable ni al de Alejandro ni al del Cid; su dama -que ni siquiera sabe de su existencia-, la del amor galante y platónico, la del amor cortés, a la cual se busca para ofrendarle una rosa al pie del castillo, es una mujer del campo que labra los surcos junto a los puercos (sin querer ofender, puesto que así se llaman).

Ese mundo, como se ha apuntado muchas veces en relación a la obra de Cervantes, es el nuestro, donde los “valores” y búsquedas que hacemos desde nuestra propia perspectiva, nada tienen que ver y no conectan con lo que nos rodea.

Con todo, el narrador se pone en el lugar de don Quijote, al burlarse de él con él padece y comparte su sino, es generoso incluso en la desgracia y tiene la asombrosa capacidad de salir de sí mismo para verse reírse de cuanto acontece.

Cuando se pierde esa posibilidad, cuando somos tan ridículos como para que nos espante vernos al espejo, así sea un espejo mágico, ocurre eso que se llama el mal.

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Valores más nobles y más altos que los de los demás llevan nuestra exploración constante en el mundo, pero ¿qué podemos construir si no somos capaces de abandonarnos y ver cuanto nos ocurre desde la perspectiva del otro y reírnos de nuestras pretensiones?

¿No genera una mirada de piedra el querer imponer nuestra visión de las cosas a los demás, porque la consideramos más buena y valiosa y noble, porque creemos conocerla y es nuestra?

El mal, señores y señoras, es el bien que corrió para llegar más velozmente a su meta -porque tiene metas el bien- y se tropezó de camino y se convirtió en un guijarro más de ese empedrado de buenas intenciones.

Entonces, ¿qué mal puede hacer ese que sueña y que sabe que sueña y se sabe ridículo pero aun así prefiere seguir soñando?, ¿cuál es el mal del que puede salir de sí mismo, reírse de sus actos y compartirlos con los otros?

Esa pregunta me inquieta en cuanto leo las primeras páginas de ese libro, porque en ellas se esconde una mirada que no duerme.

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