Por Darío Zalapa Solorio
Luego, cuando me acuesto de lado, los alacranes se me salen por una oreja y me entran por la otra. Ya no hay moral, dijo mi padre. Ya no hay dinero, dijo mi madre cuando murió mi padre.
Lo enterramos en el patio trasero. Uno hace lo que puede con lo que tiene, dijo mi madre. Por ser el único hombre, me pusieron a cavar el pozo donde lo pondríamos. Tres metros, para que la peste no fuera a meterse en la casa, dijo mi madre. Tomé la pala, escupí al viento [como si él tuviera la culpa], y me santigüé antes de empezar. Dos horas me tomó hacer el agujero; luego, con ayuda de mis hermanas, pusimos su cuerpo dentro y volví a meter la tierra en el pozo, pero en diferente orden, supongo. No pasó una semana cuando mi madre mandó poner, con no sé qué dinero, césped artificial en el patio. Uno de los recuerdos más felices que tenía [ése de niño en el que me veía lleno de lodo] se desvaneció cuando vino el jardinero y plantó eso parecido al pasto. Yo insistí en llevarlo al cementerio y ponerle una lápida bonita para visitarlo los fines de semana y ponerle flores. No tenemos dinero para la nostalgia, dijo mi madre. Dinero no, pero ganas sí, pensé. Y todos los días iba al jardín y me echaba a un lado de la tumba (nunca encima); le ponía las noticias en el radio, le tocaba la guitarra, le leía panfletos publicitarios que me daban en la calle. Pareces loco, dijo mi madre, pero no me importó. Como me tocó ser el menor de la familia, fui testigo del destino que tomaron mis hermanas: la que se fue a la universidad y la que se casó con Pancho [que, como yo, escupe al viento; no sé si a él también le duela mi padre]. Así me quedé solo con mi madre; él es Abel, vivirá con nosotros un tiempo, dijo mi ella. Como se la pasaban cogiendo, y yo ya tenía edad para saber qué era eso, tuve que buscar un lugar donde no se escucharan sus gritos. Lo encontré a medias: cuando llegaban y se metían en su cuarto, yo salía corriendo al patio y me recostaba de lado sobre la improvisada y ya casi olvidada tumba de mi padre; la oreja que quedaba sobre el pasto intentaba escuchar algo, un frágil suspiro que mi padre, dos años después de muerto, exhalara sólo para hacerme saber que seguía al tanto de mí; la otra, que quedaba expuesta, oía los gemidos de Abel y mi madre. Si una, a sus años, sigue teniendo sus necesidades, dijo mi madre; mi hermana, la de la universidad, y que también tenía edad para saber qué era eso, hizo cara de asco; me miró con lástima. Pero Abel trajo consigo algo parecido a una sequía, y en el pueblo no llovió durante meses. Si el pasto es artificial, no entiendo por qué fregados se está secando, dijo mi madre. Yo sigo visitando el intento de tumba todos los días, cojan o no mi madre y Abel, y a veces me quedo dormido toda la tarde en el patio. La última vez, antes de mudarnos, mi madre salió a despertarme y, apenas me vio tirado, pegó tal grito que las vecinas no tardaron en asomarse. Pasó que un alacrán se me metía por la oreja. Pasó que estás pendejo, dijo mi madre, por eso la semana que entra nos vamos con Abel, en su casa no hay jardín ni esas porquerías rastreras.
Nos fuimos y dejé ahí mis recuerdos y el jardín. Los alacranes no, ésos me entran por una oreja y me salen por la otra. Ya no hay moral, dijo mi padre antes de muerto, cuando mi hermana le presentó a Pancho como su novio. Pancho también escupe al viento, mi madre no.
dario.zal.lit@hotmail.com
Imagen: Still del cortometraje «El mimo y la mariposa negra»