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Bañarse solo (cuento)

Por Alejandro Salvador Ponce Aguilar

 

Mi mamá es una mujer muy bonita. Muchos hombres voltean a verla cuando pasa. Ella se delinea los ojos, se pinta los labios, se pone sombra en los párpados. Le gusta utilizar faldas cortas y zapatillas altas.

oscuro

A mi mamá siempre le ha gustado brillar, por eso utiliza blusas deslumbrantes. Los hombres a veces le dicen cosas que no entiendo muy bien y las señoras en la escuela, a la hora de la salida, la miran de arriba abajo como admirando su belleza. A mí me gusta que me vean con ella, por eso cuando viene por mí me abalanzo sobre sus piernas.

Desde hace tiempo he tenido un sueño casi siempre igual. Estamos yo y mi mamá en el comedor de una casota. Comemos papas a la francesa acompañadas de vino. De repente, alguien toca la puerta. Es él. Siento miedo como cuando uno camina entre el pasto alto y se encuentra una tarántula. Entonces le susurro a mi mamá que ya viene. La tomo de la mano y le digo que se esconda, que yo voy a hablar con él. Cruzo el cuarto y corro a través del comedor hasta el patio. Todo está oscuro como si fuera de noche, sólo que debe ser una noche sin estrellas porque no se ve nada. Abro el zaguán. Él se baja de su carroza, es tan alto que no alcanzo a ver hasta dónde llega. Su sombrero, alto como gorro de panadero, parece hecho de engrudo.

Me tiemblan las piernas pero me quedo quieto. Mi mamá depende de ello. Él es un vampiro. Sonríe mostrando sus colmillos y se quita sus gafas redondas y negras. Me explica que ya es hora, viene por mi mamá y se la tiene que llevar. Yo le digo que no, que si quiere le regalo unas donas de chocolate, pero que por favor no se la lleve. Le extiendo la bolsa que traigo en la mano y le digo que allí tiene cinco donas, que se vaya y nos deje en paz. El vampiro me agarra del cuello con sus guantes de piel y me aprieta. Mi mamá sale corriendo y le dice al vampiro que se va a ir con él, si primero me suelta. Él obedece. De pronto, unos perros rabiosos corren hacia mi mamá y le ladran. Ella se defiende como puede. Yo me quedo tieso mientras la muerden y la avientan y la tiran. Los perros la rodean uno por uno y le lamen la cara. Después se orinan, se ríen y babean. Mi mamá se pone a llorar y yo no puedo soportar los aullidos de los perros.

Me despierto. Todo está oscuro. En la calle los perros ladran. Me lanzan sus aullidos como piedras a un espejo. Me acurruco en mi mamá. Ella se despierta un poco, me abraza y me besa la frente.

He tenido esta misma pesadilla desde hace un año o dos. Cuando era más chico no me daba cuenta de muchas cosas, pero ahora que ya voy a cumplir once años, el mes que viene, ya sé de la ingenuidad de los niños. Nada entienden, todo lo chupan o lo rompen, todo preguntan y nada escuchan. Todo lo ven a su modo. Por eso me he esforzado en descifrar mi sueño, para saber qué quiere decir y así demostrar que ya no soy niño, que estoy madurando. Me he pasado largas horas pensando en mi sueño y he llegado a una conclusión: todavía no soy tan maduro como a veces creo.

Cuando los niños de la tarde salen de la escuela, mi mamá les vende donas de chocolate. Como yo voy en el turno matutino, puedo acompañarla a vender siempre y cuando termine mi tarea. Salimos de la casa como a las cinco de la tarde y vamos a la panadería de don Román. A mí me gusta un montón el pan de dulce: bísquets y bigotes lo mismo que conchas y cuernitos.

Pero lo que más me gusta es el pie de frutas. Siempre que acompaño a mi mamá le pido uno aunque ya sé que me dirá que no por falta de dinero. Don Román es muy amable, le da a mi mamá una charola llena de donas de chocolate para que las venda y no le cobra nada. Aquí están tus donas Yanirita, y al rato vienes para que te dé tu virote y tu lechita. Don Román sonríe y mi mamá se sonroja un poco. Yo creo que a mi mamá le da pena que él se tome tantas molestias por nosotros.

Las donas se venden bien. Para cuando los últimos niños todavía esperan a sus mamás o caminan rezagados, ya no sobra ni una. Entonces caminamos a la casa. Ella está cansada y se acuesta en el sillón. Le quito los zapatos y le masajeo los pies un cuarto de hora, hasta que se queda dormida. Al rato se despierta, se quita el pantalón y se pone una falda muy pegada al cuerpo. Se arregla y se perfuma.

Más tarde tocan el zaguán. Debe ser don Román. Es él. Viene por mi mamá para que le devuelva la charola con las dos o tres donas que a veces sobran. A mí no me gusta que se vaya y me deje solo. Antes me ponía a llorar hasta que don Román me tranquilizaba. Mi mamá me dice que me vaya a ver la tele o a dormir, que no tardará mucho, que nada más es un ratito. Obedezco a regañadientes.

Me quedo despierto junto a la ventana esperando a que mi mamá regrese. Los perros comienzan a aullar. Me tapo con las cobijas hasta la cabeza. Mi mamá no llega. A mí me da sueño. Los perros aúllan. A veces no sé si estoy durmiendo y mi pesadilla ha comenzado. Si logro permanecer despierto y pegado a la ventana, a los lejos veo aparecer de a poco dos figuras: son mi mamá y don Román. Es noche y hace frío. Me pregunto si mi mamá no sentirá que se le congelan las piernas con esa falda tan pequeña. Corro a ponerme el pijama. Bajo corriendo las escaleras para abrir la puerta. Don Román le dice algo a mí mamá en el oído, se ríe y se despide con un beso en la mejilla. Mi mamá le da las gracias por todo y él le responde: Gracias a ti chiquita, gracias a ti. Don Román me regala un pie de frutas como los que a mí me gustan. Lo acepto y le doy las gracias. Antes de irse, don Román le da a mi mamá un litro de leche.

Entramos a la casa y mi mamá se desviste, se quita la falda y las zapatillas, se desmaquilla y me abraza. Me dice que me quite las calcetas para que se me vayan enfriando los pies. Nos metemos a bañar y el vapor es nata flotante, brota de la piel de mi mamá. Las gotas de agua rebotan en el piso de azulejo en azulejo. Mientras ella talla su inmenso cabello, yo abrazo sus piernas y me bebo el agua que resbala por sus muslos.

Después de bañarnos, merendamos. Yo me como mi pie de frutas saboreando los trocitos de kiwi, de fresa y de durazno. Don Román es muy amable. Antes no me gustaba que mi mamá saliera en la noche con él, sólo aceptaba porque me prometía un pie de futas. Pero ahora que ya crecí, me doy cuenta de todo. Don Román no viene a recoger la charola de pan ni le regala a mí mamá donas para venderlas nada más porque sí. Cómo no me di cuenta de la desnuda realidad. Por eso regresa exhausta y con el labial corrido por los márgenes de su boca. Por eso el maquillaje se desliza por sus pestañas y nunca faltan las duchas nocturnas. De día mi mamá vende donas, de noche se va con don Román y prepara el chocolate para el otro día.

—Hijo, ya casi vas a cumplir los once, ya va siendo hora de que te bañes solo.

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