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Barroco mexicano

Aunque el esqueleto fueron tres obras de Antonio Vivaldi -el compositor de Venecia que llegó a competir contra Giuseppe Tartini por ver quién era más virtuoso con el violín-, la novedad del programa la constituyeron dos piezas que permanecían perdidas desde el Virreinato.

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Cortesía FMM Miguel Bernal Jiménez

Se trató de la “Sinfonía en mi bemol mayor” del también italiano Antonio Brioschi (1725-1750) -“que pudo haber trabajado en Milán o sus alrededores”-, cuya partitura halló Drew Edwards Davies, de la Universidad de Chicago, en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Durango, lo que quizá aliente la eventual esperanza de hallar alguna de las tragedias perdidas de Sófocles en las ruinas de algún templo de Bohemia aún no descubierto -aunque los años y los materiales perecederos en que se registraron aquellas obras no estén de nuestro lado.

Otra obra extraviada y que apareció por sortilegio en Durango -sí, en Durango- fue la también “Sinfonía en sol mayor”, del igualmente italiano Ignatius Dominicus Orontius Joseph Pascali Gerusalemme et Stella, nacido el año del señor de 1707 en la ciudad de Lecce -en una de cuyas carreteras el poeta mexicano José Carlos Becerra se mató en 1970-, mejor conocido como Ignacio Jerusalem, quien llegó al Virreinato de la Nueva España a la edad de 36 años -en 1743-, presentó un examen de oposición para ser maestro de capilla de la Catedral de México y, tras lustros trabajando ahí, murió a los 62 -en 1769. Pero vamos por partes.

-El concierto

El programa -mucho menos aburrido que este texto- fluyó rápidamente desde el inicio, con la interpretación sui generis que la Orquesta Barroca Mexicana (OBM) hizo del “Concierto Pensieri Adriarmonici No. 12”, del también veneciano Giacomo Facco; obra que no desmerece en lo más mínimo las de Antonio Vivaldi y que los ocho músicos ejecutaron con instrumentos “no” de la época, sino mexicanos, guiados por la vihuela y el guitarrón, en busca de la “conexión mexicana” entre música italiana y barroco americano.

Siguió, en segundo término, la mencionada obra de Brioschi, que la concurrencia de la Biblioteca Pública de la Universidad Michoacana el pasado domingo aplaudió, colmada por la cadencia y galantería de la composición del muerto apenas a los 25 años, y colmada también por el breve espacio de centímetro y tres cuartos que había entre cada silla del público.

Como haya sido, se llegó pronto -demasiado pronto- a “El verano”, segunda parte de “Las cuatro estaciones”, ese concierto programático que Vivaldi (1678-1741) escribió y por el que se le recuerda incluso en este país, aun y cuando compuso una ópera -“Moctezuma”- sobre la caída del Imperio Mexica, como bien nos ilustra el cubano Alejo Carpentier en su novelita “Concierto barroco”.

Abrió la segunda parte el “Concierto para violonchelo RV413”, también de Vivaldi, que en el episodio que narrábamos al comienzo tuvo un duelo con Tartini por ver quién tocaba mejor el violín; el Tartini que en 1713 soñó que el diablo interpretaba una sonata junto a su lecho, que el músico italiano se puso a transcribir en cuanto despertó y que por su belleza y virtuosismo es conocida como “El trino del diablo”, o “Sonata para violín en sol menor”, ya quitándole el halo demoníaco de corte Paganinesco, contra el que Vivaldi compitió.

La inédita “Sinfonía en sol mayor”, de Jerusalem, llamado en su tiempo “el milagro musical”, llenó el recinto de luz con sus notas, que en el tiempo en el que vivía eran comparadas a las del maestro de la capilla de Madrid, si hemos de prestar alguna fe en esta época incrédula a la Wikipedia.

Antes, el director de la OBM, Miguel Lawrence, había dicho que el de Morelia era el concierto más importante que brindaban y, si hubiera sido una corrida de toros, el respetable habría tenido que formar una ola blanca con sus pañuelos para que los del traje de luces se llevaras dos orejas y rabo, o dicho de otro modo, el recital fue superlativo y no había manera de que mejorara.

Aun así, en rueda de prensa previa, Lawrence sintió ganas de excusarse por tocar música del barroco con instrumentos actuales -debería venir a ver como cada sábado inauguran la Catedral de la Antigua Valladolid -hoy Morelia-, y en lugar de escuchar música del periodo las bocinas avientan un pastiche medio eufónico de Vangelis, de la película “1492” de la “Conquista del paraíso”, cuando bien nos va.

Dijo el director de la OBM: “Lo más importante de la música antigua son los conceptos estéticos, más allá de las cuestiones de fidelidad al instrumento… Hemos tenido críticas malas de los puristas, pero la música barroca no la pueden secuestrar”.

Con una ejecución en que la luz brotaba a borbotones cada que violines y violonchelos pulsaban las cuerdas, culminó el recital con “Concierto en la menor RV445”, de -adivinaron- Antonio Vivaldi, del que Carpentier dice en su “Concierto barroco”, gustaba rodearse de bellas aprendices durante la lección de música, como si se tratara de ángeles pintadas en una iglesia italiana que de improviso hubieran cobrado vida al comenzar la melodía. Ángeles, aunque quizá del color del cabello del cura veneciano.

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