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Beirut en México

Una crónica de FValenzuelaM

Aún retumban en mis oídos las notas del trombón, del ukelele, del acordeón y la mandolina. Todo fue muy rápido, quizá demasiado breve, tal vez todo ha sido muy cabrón para ser real. En ese enorme salón había mucha gente y el precio de las cervezas  se elevó como el polvo en una calle sin pavimento.

Y con todo y eso me he bebido la cerveza más cara de mi vida. También he escuchado a una banda de Nuevo México que toca como los ángeles, como unos ángeles malvados que agarran sonidos de aquí y allá para diluirlos en nuestros oídos, sonidos que huelen a banda de viento mexicana y a la vieja Europa del Este.

Bebo mi cerveza (la más cara del mundo) poco a poco, le doy un pequeño sorbo mientras el líder de la banda interpreta algo que se llama La Llorona y algo que se llama Santa Fe y algo más que se llama Goschen. Con esta última me he perdido un poco. No un poco, quizá debo decir demasiado. He fijado mi vista en un rostro, es el rostro de una mujer delgada que observa a los músicos y llora tras repetir la letra. Tal vez esa chica está exagerando, no debe enviar sus lágrimas al suelo sólo por una canción, y sin embargo, me gusta verla así, con esos ojos húmedos que reflejan la fragilidad de una hembra desprotegida.

Empieza a circular un fino olor a hierba. Es momento de mezclar la belleza del sonido con la sutileza de un buen porro. Le he querido compartir a un camarada pero él rechaza la oferta, no así un desconocido que me guiñe el ojo. Me han dado ganas de tumbarlo al piso, de patearlo, pero luego recuerdo que estamos disfrutando del baile balcánico y la danza oaxaqueña, así que mejor me desprendo del cigarrillo y dejo que el desconocido fume una, dos y tres veces, que sienta el viaje, que vuele como el acordeón o que se aviente al precipicio como si fuera un elefante con pistolas.

No va ni la mitad del concierto pero ya he bebido toda mi cerveza y he fumado todo el porro. Me queda sentir los efectos, no de esas drogas baratas, sino el efecto de la música. Uno acude a esos lugares para escuchar, para dejarse llevar por los instrumentos o por la voz o por la oscuridad o por las luces o por la nada o por la gente o por las paredes o por la finitud de la vida. En realidad uno nunca sabe a qué va, pero ahí está uno y estamos todos.

Ahora se ha terminado el concierto. Se ha terminado de verdad. Quiero decir que en un primer momento se había “terminado” pero luego los músicos regresaron. No han tardado mucho en hacerlo. Así han tocado unas cuatro o cinco piezas más y entonces sí se marchan para siempre. Nadie sabe a dónde van. Si ahora se están duchando o si ahora beben un whisky es algo que nadie sabe, porque todos nos retiramos de ese salón que ahora apesta a cerveza rancia, a la cerveza más cara del mundo.

Twitter: @padrino_inmoral

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