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Borges, el encantador de las serpientes

Omar Arriaga Garcés

 

 

Hasta el propio mundo puede considerarse un mito

Salustio

 

 

Muerto hace 25 años en Ginebra, Suiza; Jorge Luis Borges Acevedo nació un 24 de agosto de 1899, hace 112 años, en Buenos Aires, entre las calles Suipacha y Esmeralda.

Heredera de una tradición inmensurable que se dio a la tarea de transformar durante toda su vida, abarcando literaturas de los orígenes más diversos, la obra de Borges es en sí misma una nueva catedral desde la que se domina un mundo, totalmente distinto a eso que denominamos la realidad.

Acaso haya sido Borges el máximo exponente de la literatura española del siglo XX, junto a aquel escritor mexicano del que este año también se conmemoran cinco lustros desde su fallecimiento, estoy hablando de Juan Rulfo.

Vayan las siguientes líneas, exiguas e insuficientes, en memoria de ese hombre que pudo haber sido Homero en otra vida, pues consideraba que la literatura fantástica era otra rama de la metafísica: que «pudo sitiar Troya, ser Ulises, Jasón, Jesucristo».

 

 

Se corre el riesgo de quedar reducido a mera condición de simulacro cuando se habla de una figura tan célebre y señera como la de Jorge Luis Borges Acevedo, a la que casi todos los hombres de letras del siglo pasado en lengua española, incluso en otras varias lenguas, han glosado.

Ese Borges ficticio de los relatos que saca de sus casillas a Umberto Eco y a otros insignes eruditos que persiguen en esta realidad la pista de algún objeto mágico nunca encontrado (el zahir, el aleph, el libro de arena); ese no menos memorable Georgie, como al parecer era conocido en casa, que afirma que la escritura, la suya, “empieza por una suerte de revelación… Es decir, algo me es dado, y luego ya, intervengo yo”.

Se convocan sus propias palabras con la reserva de quien no puede afirmar nada en última instancia sobre la identidad de un escritor porteño que quizá no sea sino el pseudónimo mejor logrado del también cuentista argentino Adolfo Bioy Cazares, como algunas eminentes figuras del mundo literario quisieron creer en este finado siglo XX, sobre todo en Italia.

Y es que con Georgie no caben sino las especulaciones, y tal vez sea dentro de este terreno, en el cual desarrolló una de las dos caras de su escritura (la de las ficciones literarias), donde probablemente valga la pena emplazarse para intentar una aproximación a su obra.

La otra cara, la de las confesiones rotundas a media luz, en voz baja, del todo en la obscuridad de ser auténtica su ceguera, la dejamos como asignatura pendiente para cuando sintamos que, inexorablemente, el tiempo, implacable, nos desgasta:

[…] de estas calles que ahondan el poniente

una habrá, no sé cuál, que he recorrido

ya por última vez, indiferente

y sin adivinarlo, sometido

A quien prefija omnipotentes normas

y una secreta y rígida medida

a las sombras, los sueños y las formas

que destejen y tejen esta vida.

 

Versos de “Límites”, poema de hálito atroz y banal como la propia vida, la ficción de cualquier hombre que habita el mundo o la representación de una sombra en un teatro sobre el viento armado. Líneas atroces donde se sintetiza la angustia existencial del ser humano, animal de conocimiento impune que lleva a cuestas por este despeñadero ––en una época privada ya no sólo de dios, sino de la idea de dios––, su propia unidad, como una esperanza que no termina nunca de cumplirse, como una yegua corriendo a mitad de la noche que no se detiene jamás.

Pero, y si hubiese de ocurrir tal milagro, como muchas veces lo afirman los artistas modernos, entonces sólo ocurriría indicativamente, como un milagro solitario, mas por ello mismo, como un miserable milagro, tal cual lo expresa Henry Michaux; motivo suficiente para refutarlo y, asimismo, considerar dichos versos como banales, toda vez que no ostentan sino la marca de su extinción y de su imposibilidad.

Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.

Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,

hay un espejo que me ha visto por última vez,

hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.

Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)

hay alguno que ya nunca abriré.

Este verano cumpliré cincuenta años;

La muerte me desgasta, incesante.

(Julio Platero Haedo, Inscripciones, 1923; publicado por Borges en El hacedor, 1960).

 

Si encima se sabe que en “Límites” se trasluce otro poema más viejo de título homónimo (“Límites”) que el propio Borges rescata del naufragio, del tiempo que preconiza y del cual se duele, el juego de la identidad multiplica sus posibilidades y, por ende, es fácil perderse en sus entrañas: el yo más íntimo no sería sino una consciencia cambiante por momentos, que podrían ser expresados como una serie de puntos diacrónicos en el espacio, aparentemente sin relación entre sí. Vivimos un mundo atroz y banal a un tiempo: la identidad, se nos sugiere, es como un juego de espejos.

Sin embargo, de recordar unas palabras inscritas hace miles de años a la entrada del santuario griego de Delfos, “Conócete a ti mismo”, tal vez acuda a nuestra mente que el humanismo radica en observar las limitaciones propias y respetarlas, yuxtaponiendo este plano de realidad (como hacía el enceguecido porteño, por lo demás, apolíneo) a los diferentes planos que empiezan a surgir tan pronto profesamos una postura proporcionada y original frente al mundo que nos rodea. Esa misma variabilidad e inconstancia abre la puerta a la igualdad, la consonancia, la analogía y la correspondencia y la proporción. ¿Dónde radica el cambio? La cura estaba en el veneno: “los dioses que antes te golpearon, ahora te levantan”, escribe Sófocles en el Edipo en Colono. Es un misterio.

¿Quién podría dudar a estas alturas que es más lo que ignoramos del universo que lo que se puede asegurar con certeza de él? Sencillamente, la sombra de una distancia como un billón de años luz o la duración de una era geológica de este planeta, se ciernen sobre nosotros para tratar de conseguir un mínimo de entendimiento, tan sólo, del lugar que estamos pisando en este momento que nos viene a través de millones y millones de siglos, parafraseando a Walt Whitman.

 

A diferencia de los antiguos hindúes que con convicción sobrehumana poblaron el tiempo y el espacio con maravillosas cosmogonías, me resulta imposible concebir en términos que me sean dados, cifras tan astronómicas, materia prima de la que, no obstante, Jorge Luis Borges hace gala mediante un lenguaje desesperadamente detallado que confiere la sensación de estarse internando como un minúsculo grano de arena en la infinidad de una playa desierta y encantada.

En tanto la realidad nos rebasa y accedemos a los materiales secretos del simulacro, vedados a los hombres de las antiguas culturas, paradójicamente, vamos tomando consciencia de lo que las palabras de Arthur Rimbaud señalaban, al articular que “hay que ser absolutamente modernos”, lo que no quiere decir sino que “todos los caminos conducen a Roma”, premisa del cuento “La muerte y la brújula” de la que Borges parte para dar aliento, un mordaz, un satírico aliento, a esas inmensas representaciones que desde sus textos nos miran con ojos que, ciertamente, llegan más allá de lo que llamaríamos humor, pues no puede soslayarse que del otro lado de la línea humorística yace agazapado un horror indescriptible.

Sea tal vez éste el motivo por el que su lectura (que se confiesa de una vez por todas imposible) deja la impresión de que el autor de estas ficciones le está faltando el respeto a la “realidad” del lector, palabra que, como asevera el editor italiano Roberto Calasso, nada quiere decir ya si no viene entrecomillada.

Mas aunque así fuese, y la lucidez y la inteligencia dejaran de molestarnos porque sentimos que ofenden nuestro precario entendimiento del mundo, hay otro Borges, más humano a final de cuentas, el de las confesiones a media luz, que le responde a Nietzsche, cuando éste habla de una crueldad necesaria entre los hombres, que el tiempo de la crueldad ha pasado y que cualquier tipo de barbarie debe ser erradicada entre nosotros.

Ese Borges que aparece a cuentagotas y por destellos al través de su obra, como cuando al pie de la escalera le dice a la fotografía de Estela Canto, muerta varios años atrás: “soy yo, Borges”, ése es el que, definitivamente, hace posible la encarnación en este mundo de las palabras fabulosas contenidas en unos libros tan singulares y que, sin embargo, a veces pasan por lo que deberíamos encontrar en la realia (sin comillas, pero subrayada).

Con ese Borges que se jacta de lo leído y no de lo escrito, que se declara hombre entre la raza de los hombres, y al que ningún asunto humano le es ajeno, es con el que yo, personalmente, prefiero quedarme.

 

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