Un mexicano en Los Ángeles busca el sueño americano: acudir al concierto de una de sus bandas noventeras favoritas. A continuación, la crónica de una gran noche orquestada por Bush.
Gavin Rossdale es famoso por ser el esposo de Gwen Stefani, la hermosa vocalista de la extinguida banda No Doubt. Probablemente esa sea la primera línea de su curriculum. La segunda es ser, desde 1992, el frontman de la banda Bush.
Y algún papel en alguna película. Cuando Bush tuvo sus grandes éxitos, hace algunos 18 años, era imposible pensar que en México tendríamos los conciertos que hoy día se reciben con tanta frecuencia. Por consecuencia, cuando uno tenía 17 años y muy poco dinero, era casi imposible pensar que Bush o cualesquiera de las bandas que uno amaba en ese momento podrían ser vistas en un concierto en vivo. Hoy, muchos años después e igual sin dinero, ha sido posible.
Acercándome al metro, empecé a observar a varias personas, en sus 30 tardíos o sus tempranos 40. No pensé de inmediato que fueran a Bush. En uno de los recientes conciertos que presencié, el de The Horrors, había en su mayoría jóvenes de 20 y tantos. Hasta ahora entendí, que la edad se mide con los conciertos. ¿Cómo fue que pasó el tiempo, tan pronto? ¿Cómo pasamos del MTV al Spotify? Who knows, who cares.
Gracias a Spotify es que en casi cualquier momento puedo escuchar alguna de sus canciones, que siguen siendo mis favoritas. Solo alguien de mi generación sabría qué quiero decir si canto Make up your mind, I need some help, to find this mind… Si bien en los 90 llegaron a los primeros lugares de ventas, Bush vino a menos y finalmente se dispersaron en el 2002. En el 2010 volvieron a reunirse, aunque solo se la banda original quedaron Gavin Rossdale y Robin Goodrige (baterista). A diferencia de otras bandas cuyos miembros murieron o simplemente se cayeron tan mal entre ellos que no pueden volver a verse, Bush (o la mitad de Bush) pudo reunirse con nosotros, con el pasado.
Era sábado. Pensé que tendría todo el tiempo del mundo, pero en realidad el tiempo siguió volando, así como vuela cuando se consume a esa mosca codiciosa. La noche no debería ir tan rápido, pensé. Ya había oscurecido cuando todavía cenaba en el Daisha, un restaurante japonés a donde siempre (que tengo dinero) voy y donde siempre me preguntan «¿cuántos son?» y donde siempre respondo «uno». La primera vez me indigné, la segunda me resigné y ahora ya ni siquiera contesto, solamente sonrió y afino mi dedo índice.
Mentira, siempre digo uno con amabilidad, esperando un día decir dos. Después de la cena tenía que caminar a casa y luego al metro. En Los Ángeles no tener coche es casi sinónimo de ser anormal. El anormal de mí tuvo que calcular el tiempo de comida, de caminata a mi casa, de caminata a la estación del metro, de traslado de la estación Studio City Station a Wilshire/Vermont, de traslado a la pequeña línea púrpura (de dos estaciones, pero que está en construcciones para dentro de unos 20 años, cuando ya no necesitemos coches y todos podamos flotar) y de la línea púrpura bajar en Wilshire/Western y cruzar la calle. Una hora y media después de haber cenado, estaba por fin frente al Teatro Wiltern. Un edificio art-decó, de esos que abunda por esta zona de Central LA. Wilshire es una avenida llena de presente y pocos recuerdos, aparentemente. ¿Se habrá detenido Bukowski por aquí, alguna vez? Seguramente a vomitar, me respondí.
Entré al edificio construido en 1931, sosteniendo en la mano mi teléfono del Siglo XXI. Gracias (si es que hay que agradecer) a la tecnología, no tuve que imprimir mi boleto y mostré mi pantalla. El amable joven de saco rojo me dejó pasar. Frente a mí, la primera gran noticia de la noche: una barra con cervezas que sí saben a cerveza. Y entonces me enfrenté con el primer obstáculo de la noche, como si fuera un protagonista de esas películas que escribo. Una de las tradiciones/leyes más estúpidas de este país es pedir una identificación a una persona que evidentemente tiene más de 21 años.
Hace mucho que dejé los veinte y los extraño de vez en cuando (como hoy), pero lo que en definitiva no añoro es tener que mostrar mi licencia para comprar una cerveza. De hecho, creo que en México nunca fue necesario. O a lo mejor sí, para entrar a algún antro. Hoy tengo 36 y sigo sin entender por qué piden una ID para comprar una cerveza. ¿Acaso va a venir un inspector, me va a ver y creer que tengo menos de 30? En resumen: what’s the fucking point? Sin embargo, el juicio o sentido común no existe en este país. La cerveza es negada. En el camino me doy cuenta que otros empleados canjean pulseras a cambio de certificar que la persona tiene mayoría de edad.
El olor a viejo sube hasta el segundo piso. Un balcón rodea la recepción. Arriba, un par de hombres vestidos como croupiers de casinos, reciben a la gente, invitándolos a participar en alguna especie de rifa. A la izquierda, mi salvación: una barra. Me dirijo con la seguridad con la que se dirige un joven de 17 años, esperando no ser cuestionado por su edad. Veo las pulseras de las otras dos personas frente a mí: ninguna es igual a las de mayoría de edad. Respiro aliviado. La rubia detrás de la barra (solo rubia, no era ni muy guapa, pero tampoco muy fea) me pregunta qué quiero, le digo lo primero que se me viene a la mente tras escanear la oferta: Heineken. No me pide ID. Respiro aliviado. Pago y voy a buscar mi asiento. El primer trago sabe a gloria, pero el resto no tanto.
Subo a mi lugar. El teatro está dividido en dos partes. Por haber comprado el boleto unos días antes, apenas alcancé lugar en el «mezannine», es decir, las gradas. Preferí un lugar junto al pasillo. Siempre quiero estar cerca de salir huyendo. Al llegar, una fila antes del la última, encuentro un grupo de hombres y mujeres, todos en sus 30. Un tipo blanco, con gorra y sudadera está sentado en mi sitio. Hey, I think this is my seat. le digo sonriendo. Él sin problemas se levanta y se sienta en la fila de atrás, se excusa diciéndome que no sabía cuál era su lugar, solo quería estar sentado con su esposa. Mi corazón de pollo me hace cambiarle el lugar de nuevo. Me siento atrás, en la última fila. Solo hay una pared y una ‘exit door’ tras de mí. Mejor, así nadie me patea el respaldo.
Una banda cuyo nombre desconozco y no me interesa averiguar, llena el silencio y nos distrae mientras viene Bush. La Heineken sabe amarga. Me dan ganas de tirarla, pero 15 dólares no pueden ser tirados a la basura, así que deberán irse uno por uno, amargamente por la garganta. El esposo, la esposa, se lo pasan de lo lindo. Unas amigas de ellos, feas y con mucho entusiasmo, parecen tener una sola misión en la vida: las selfies. Con flash. Una y otra vez.
Se retira la primera banda y recorren una pared ficticia. Pienso que viene Bush, la gente corea pero muy pronto me doy cuenta que aún hay que sufrir más en la tierra. Una porquería llamada Theory of a deadman le hace su luchita. Lo peor: tiene fans. Enojado voy a la barra a comprar otra cerveza. Llego con la rubia y entre las opciones encuentro una ‘Lagunitas IPA’. No es lo mejor, pero no será como la Heineken. Heineken? – recuerdo el grito de Dennis Hopper en la película Blue Velvet (Lynch, 1986): Heineken? Fuck that shit! Pago y vuelvo a mi sitio. Una cerveza que sí sabe a cerveza. Solo cabe esperar.
Hay gente que llega tarde porque su abuela se murió. Otra porque se le descompuso el coche. Y otra porque es parte de su filosofía de vida. Es probable que esta última haya sido mi suerte. Por no haber estado en mi asiento original, recibo el torbellino de una madre con sus hijos, sobrinos u lo que fuera. Los niños se sientan en el asiento en el que no debía estar yo. Me da mucha pereza ir a buscar el asiento del tipo con gorra que se sentó con su esposa, y más flojera me da pedirle mi lugar. Sobre todo porque no quiero estar en las esquinas de las selfies. Así que me trago el segundo trago amargo de la noche y me hago a un lado, justo donde está la puerta de salida.
Y es aquí cuando la juventud, el carisma, eso que le llaman «la vibra» y todos los recuerdos que acompañaban la palabra Bush se vienen encima, agolpados todos, como una marea que rompe en el cuerpo y la memoria. Qué importa la cerveza amarga y no tener lugar, cuando Rossdale empieza el concierto con Sound of Winter, de la más reciente producción. Todo queda atrás. Es posible volver el tiempo.
La camisa plateada de Gavin brilla solo la primera canción. Después se descubre y queda vistiendo una playera con una manga blanca. Su brazo ‘riffea’ la guitarra como hace 18 años. O tal vez más rápido. ¿Cómo es posible que siga siendo tan joven y mantenga tanta energía? Después de Mick Jagger e Iggy Pop, hacía tiempo que no veía un «veterano» tan prendido. Luego viene Bodies in Motion, también reciente, que muestra un video en el escenario: imágenes de Los Ángeles con los lyrics insertados entre los escenarios. Ridículo, pero tierno.
Y entonces el primer momento esperado. La puerta al pasado ha sido abierta. Everything zen, la guitarra ronca, como cuando sonaba en los 90, como sonaba el grunge. O post grunge. Cantamos entonces: Everything zen, everything zen, I don’t think so! Guardo la energía de aplausos porque sé que vienen cosas mejores. De inmediato el riff que no puede ser más que el de The chemical’s between us. Uno viene a cantar. A unos asientos, un tipo de poca barba y mucha panza, como yo, canta a todo pulmón. Qué bueno encontrar un similar, alguien que no vino a tomarse selfies. Siguen This house is on fire y The Gift. El teatro pulsa como si fuéramos todos adolescentes. ¿Hay algo mejor, después del sexo, que un buen concierto? Y entonces, uno de los mejores momentos de la noche.
Pero antes, me pregunto yo: ¿Cómo hace la gente para arruinarme mis mejores momentos? La chiquillada que se sentó en el lugar donde yo estaba decide irse. Justo cuando empieza Greedy Fly, una de mis canciones favoritas, no solo de Bush. Lárguense, quise gritarles, pero la educación que uno debe mostrar no puede superar las ganas de cantar. O tal vez sí. Por fortuna se van pronto y no tengo que ser grosero. Do you feel the way you hate? Do you hate the way you feel? El teatro grita. Todos nos hemos entregado a la sinceridad y entusiasmo de Gavin Rossdale. ¿Cómo hace para cantar como si tuviera 18 años menos? No lo sé.
Siguen Just like my other sins y The only way out. La gente aplaude, pero son las canciones viejas las que venimos a escuchar. Y entonces otra de sus favoritas, que hacía 10 años no tocaban: Mouth. Nada duele como tu boca, dice la canción. Y es cierto. En tantas historias de amor he dejado esa canción, como ese dolor de los besos, de las mordidas, de las noches. El mundo nace en una boca. O un mundo nace con un beso, diría Paz. Aprovecho para correr a la barra y regreso lo más rápido que puedo, ahora con un whiskey.
Swallowed continúa y después Surrender. Letting the cables sleep me recuerda que el remix de Café del Mar era mejor, pero la canción sigue siendo entrañable: whatever you say it’s all right, whatever you do it’s all good. Y una parte que no recordaba: I’m a stranger to this town. Sí, soy un extraño en este pueblo. Ese soy yo. Prizefighter es la siguiente canción y entonces llega el final de la primera parte. Little things, con toda la emoción de ver a Rossdale bajando del escenario, entre la gente, en la zona A, donde no alcancé boleto. Qué carajos, me digo. Bajo hasta el balcón, para verlo cerca, aunque sea desde arribita, a unos metros. Rossdale se pasea entre la gente. Qué chévere, qué lindo, qué chido, qué guay. Qué buena persona, me digo. Subo, sonriendo. Llego a mi asiento y pienso que qué privilegio haber estado ahí abajo. Y entonces…
¡Gavin Rossdale sube a las gradas! Viene desde abajo, corre entre todos, canta Little things, little things… La canción se extiende como espuma entre todos, mientras Gavin canta y canta entre la gente. Todos le toman fotos, algunas lo besan. Y he aquí que la ironía es la madre de todas las circunstancias: Gavin Rossdale sube corriendo justo hasta el sitio donde yo iba a estar sentado originalmente y se lanza a abrazar a las adictas al selfie. Era tanta la emoción que no sentí envidia. Pensé en acercarme, pero tenerlo a un metro fue suficiente. Gavin sigue, tan prendido como chaval en su primera tacha, se va a otras partes de las gradas y después baja al escenario. Termina la canción y Bush sale. Todos aplaudimos. Por obviedad, Bush regresa.
El encore empieza con Machinehead. Otro clásico que hace reventar el teatro. No puede caber tanta felicidad, aunque no venga con esposa o pareja para compartirla. Y entonces, otra gran sorpresa. El mítico tema Once in a lifetime de los Talking Heads. Gavin brinca y brinca por todo el escenario. Yo brinco desde mi lugar. Los gringos, ignorantes como deben ser, no la cantan. Suficiente, me digo. Bajo hasta el balcón, para de cerca poder ver el final. Y entonces, Glycerine. Hago aquí una pausa para una nota personal: cuando Glycerine estaba de moda, yo estaba enamorado de una chica llamada Paola. Y me prometí que un día aprendería a tocar y cantar esa canción y se la llevaría de serenata.
Me aprendí la canción, pero nunca se la canté. Así que ahí estaba yo, frente a Gavin, quien cuenta su anécdota de Glycerine, su canción más personal: “Yo conocí a una chica aquí en los Ángeles y me vine a vivir aquí. Un día estaba en la 101 en mi auto y pensé en esta canción”. Todos gritamos en júbilo. La chica era, obviamente, Gwen Stefani. Un tipo a mi lado me dice: ¡Yo vine a verla a ella! – Pues suerte, a ver si sale, le digo. El único suspiro de la noche dura lo que la canción.
Sí, el amor dicta bellas canciones. Y Gwen Stefani es probablemente la fuente de la juventud.
Así termina el concierto. Tomo un último trago y camino a la salida. He aprendido a decidir con qué sabor quedarme. No solo cuando como, también cuando veo una película, voy a un concierto o estoy con alguien. Prefiero vivir mi vida como si fuera una película. Total, solo tengo una. Así que prefiero salir del teatro apenas empieza la última canción: Comedown.
Mientras camino hacia afuera, sonrío al tipo que originalmente no me vendió una cerveza. Le digo salud y salgo hacia la fría noche de Febrero, hacia la ciudad de los Ángeles, hacia Wilshire Boulevard, a recorrer las calles con mi sombra, escuchando los últimos acordes del concierto. Y la canción que dice que no me quiero bajar de esta nube, si me ha llevado todo este tiempo descubrir lo que necesito.