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Camilo Lachino: el amor por la música es incomparable

El reencuentro con Camilo Lachino sucede después de muchos años, tantos, que nos cuesta trabajo recordar dónde nos conocimos.

-Fue en un taller de cine, le digo, y entonces vienen las anécdotas.

Pero esta conversación no será para hablar de cine, de lo que tanto sabe Camilo, artista visual que ha colaborado para un sinfín de largometrajes, documentales, cortos y ficciones. Es para conversar sobre lo que más le apasiona: la música, y en especial, la música tradicional mexicana.

“Crecí en una familia a la que le gustaba mucho el arte. Un par de tíos se dedicaban a la cerámica y a mi papá le gustaba el son jarocho, el arpa paraguaya”, cuenta para comenzar una conversación en el Centro de Morelia.

Pero el joven Camilo quiso dedicarse a las artes visuales. Estudió en la Ciudad de México y rápidamente se enroló con producciones de cine, teatro y televisión. La música, empero, siempre lo persiguió, como una advertencia de destino inevitable. Uno de sus primeros trabajos, recuerda, fue como mesero del bar La Rockola, en Coyoacán. Ahí estaba la erupción del rock mexicano: Las Insólitas Imágenes de Aurora, Rockdrigo González, Botellita de Jerez, Kenny y Los Eléctricos.

De Guerrero a Veracruz

En su casa siempre había una guitarra, la que se enseñó a tocar de forma lírica. Un instrumento que le servía como fuga, mas no como algo a lo que quisiera dedicarse. Recuerda que su primer contacto directo con la música la tuvo en Guerrero, en la tierra caliente, pues debido al trabajo de su padre -académico nicolaita- vivió en Iguala, en Chilpancingo, en Ixtla, en Acapulco. “Juan Reynoso era la estrella de la Universidad de Guerrero”, recuerda Camilo, así que a sus escasos siete años ya andaba metido en fandangos donde abundaba mezcal del bueno. Aquel estado vivía, cuándo no, momentos difíciles, una guerrilla encabezada por Lucio Cabañas y en consecuencia una militarización a más no poder.

Ya en su edad adulta, metido de lleno en las artes visuales, Lachino emprendió un viaje a Veracruz con una amiga cineasta, sin saber que le sacudiría todas sus ideas. Llevaba una cámara para grabar un documental sobre son jarocho, pero entonces vino el trancazo:

“Eso marcó un parteaguas en mi vida, estamos hablando por ahí del año 2000 que anduve por Santiago Tuxtla, Minatitlán, Tlacotalpan y desde luego el puerto”. Esos viajes se extendieron casi dos años, por lo que pudo conocer a fondo el movimiento jaranero. “Mi amiga me regaló una jarana, comencé a tocarla y me quedé a vivir ahí más de tres años”.

Se fue acercando a los músicos tradicionales: nahuas, popolucas, mestizos… “Me di cuenta de todo el valor cultural que tenía el son jarocho y fue que dejé atrás 20 años de trabajo en las artes visuales para estar más tiempo en Veracruz. Quería aprender a tocar esa música de origen barroco, a conocer la lírica, la poesía”.

Eran épocas de irse a los fandangos, que se extendían por varios días. Conoció y convivió con músicos como Gilberto Gutiérrez, Ramón Gutiérrez, Licho Oceguera, Son de Madera, Chuchumbé… “Poco a poco te das cuenta que no sabes nada de la música tradicional hasta que no estás en el trabajo de campo. En los ranchos, con la música campesina, en la fiesta campesina, cuando oyes a los poetas campesinos, que son fabulosos”.

De Jalisco a Michoacán

Es sabido que los artistas tienen espíritu nómada. Luego de esa experiencia en Veracruz, Camilo partió a Guadalajara, donde inauguraban un posgrado en Etnomusicología, dirigido por Arturo Chamorro Escalante. Aunque no era un alumno formal, se integró a ese círculo, interesado en la teoría y protagonizando fiestas de son jarocho. Al ser michoacano, una pregunta que constantemente le hacían era si tocaba música de esa región, por lo que comienza a investigar, a leer a autores como Jorge Amós, Jesús Jáuregui, al propio Chamorro y a Álvaro Ochoa Serrano.

Tras esa experiencia, regresa a Michoacán para retomar su actividad en las artes visuales, solo que en su camino se atraviesa David Durán Naquid, Gerardo Méndez y Jorge Amós. Ese grupo organiza el Primer Encuentro de Son Raíz, en Pátzcuaro, por ahí del 2010. Entre los invitados estuvieron Mono Blanco, Los Cultivadores del Son, Guillermo Velázquez y los Leones de la Sierra de Xichú, Serafín Ibarra y Los Carácuaro. Serían los años en que se gestó la asociación civil Música y Baile Tradicional, que también organizó el Campamento para Guachitos, encuentros formativos para niñas y niños de aquella frontera donde se encuentran Michoacán, Guerrero y Jalisco.

Camilo Lachino
Fotos: Cortesía Camilo Lachino

Así como Guerrero sufrió su guerrilla, en el Michoacán de los dosmiles se vivía la guerra contra el narco, encabezada por el presidente Felipe Calderón. “Andábamos en Apatzingán, Tiquicheo, Huetamo, Arteaga, Coalcomán”, en la zona más caliente de la tierra caliente. Recuerda cómo en un campamento en Lázaro Cárdenas estaban rodeados de tanques: “En Tiquicheo teníamos dos gobiernos; en la mañana abría el palacio municipal, cobraban el predial, hacían sus trámites. Pero a las siete de la noche llegaba el otro gobierno, el de los narcos. Cerraba el palacio y se abría el antro”. Lo más bello de esa experiencia, dice Camilo, fue comprobar que los llamados guachitos se convirtieron en ingenieros, en artistas, que viajaron por el mundo gracias a que quisieron más al arte que a las camionetas.

Encaminado en el terreno sonoro, se fue comprando distintos instrumentos: un violín, una guitarra de golpe y una vihuela. Pero el arpa se convertiría en su instrumento predilecto, en su acompañante por distintos proyectos artísticos. Nunca deja de tocar, de “darle al instrumento”, pero afirma que para entender a la música tradicional hay que partirse en tres: tocar, leer e ir al campo. “Cuando estudias a la música tradicional de Michoacán, descubres que ahí andaba la música barroca, la música negra, lo indígena, el sincretismo”.

Me cansé de la chatarra

Camilo cuenta otra de las razones por las que decidió entregarse de lleno a la música tradicional. Mientras viajaba a Veracruz, fue a la isla de Tacamichapan, donde se realizaba un fandango con un grupo local. Sin embargo, no había tanto público. “¿Pues dónde está el resto del pueblo?, se preguntó, y la respuesta lo hirió de sobremanera: era la hora de la telenovela, una de Televisa en la que él trabajaba y a la que todos le prestaban atención. “Me di cuenta que en efecto todos estaban pegados al televisor en vez de disfrutar de sus tradiciones. Supe que estaba trabajando para el diablo y ese día me decidí a abandonar a todas las producciones de televisión. Me sumé a las organizaciones no gubernamentales, a las asociaciones civiles, a los colectivos, a los proyectos independientes”.

Maracumbé

Uno de los problemas a los que Camilo se enfrentó cuando quiso iniciar en la música es que los artistas con formación le hacían el feo, no lo dejaban tocar. “Hay mucho celo en esto, por lo que me acerqué a los jóvenes, empecé desde abajo, como aprendiz, a tocar todos los instrumentos. La forma de aprender la música campirana es más lírica, consiste en observar e imitar, lo que algunos consideran bueno y otros no tanto”.

Con Dante Mejía, Esteban León, Emilio Ochoa y Tsiueriti Barera Soto formó hace tres años el grupo Maracumbé, especializado en sones de la Cuenca de Tepalcatepec. Recientemente se integró Diana Figueroa, multiinstrumentalista que con voz “le agregó lo único que nos hacía falta”.

Camilo asegura que el movimiento jaranero en Veracruz tuvo repercusiones en todo México y parte del mundo. Se replicó en la Huasteca Potosina, en la Tierra Caliente, en Hidalgo, en San Luis Potosí, con una respuesta masiva de jóvenes. “Eso detona otros procesos sociales de identidad, es la cultura que hay en México y es extraordinaria”.

Luego de trabajar en la formación de varias generaciones de niños, siempre con resultados positivos, asegura que ese tipo de experiencia proporcionan herramientas para creer que se puede educar de forma distinta, no con el sistema educativo actual, sino uno que genere a un ciudadano consciente y participativo.

La charla concluye con la promesa de otro encuentro, uno en el que, con un poco de suerte, haya fandango, sones, mezcal, baile y nada de virus.

 

 

 

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