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Carilla: la cazadora de cadáveres

Carilla: la cazadora de cadáveres

Cerca de donde vivo hay un jardín. Tiene un lago y el agua que se estanca forma charcos. Pájaros, tortugas, roedores, peces, muchos árboles. Los perros corren por la hierba como si estuvieran en el paraíso, aun cuando haya un basurero al lado, del otro lado de la reja. Corren bajo el sol de la mañana y surgen francas en sus rostros unas enigmáticas sonrisas, como de seres que comprenden todo.

Pero he ahí que en una de las lindes del terreno aparece una rata muerta. Carilla no es la única, pero sí la primera que se aproxima para oler y buscar llevarse al hocico el cadáver. Un grito evita que realice sus deseos. Continúa trotando, como si lo que quisiera es ir a la esquina, donde está un pequeño mirador. De todas maneras no me interesaba, parece decir. Blanche la sigue sin prestar mayor interés. Galleta y Teodora, sin embargo, no dejan de olfatear en torno el diminuto cuerpo, aunque finalmente ceden cuando divisan a las primeras dos en la lejanía.

La siguiente semana, el lunes, la rata ha desaparecido de ese rincón, sólo para yacer boca arriba, sobre el pasto, en el camino principal. Otro perro ha debido arrastrarla. Su aroma es ya más intenso y penetrante, imposible de soslayar, como si esperara volverse inolvidable para los demás organismos que respiran. No obstante, su cadáver no merece un nuevo examen. O eso creo yo.

De regreso, luego de pasear por el lago y recorrer el jardín, mis ojos se posan sobre Carilla: está revolcándose en la hierba, pero no en cualquier punto sino en el sitio en que yacen los pequeños despojos. Mis gritos, esta vez, no surten efecto y Carilla se mantiene con alegre despreocupación en su tarea. Cuando finalmente llego hasta ella, ella comienza a pasear bajo los árboles y tan pronto vuelvo la vista hacia atrás veo a Teodora y a Blanche repitiendo su operación, como si buscaran que el olor del cadáver se les adhiriese.

Si antes sólo lo habían olisqueado, ahora que está en plena descomposición lo siguen como un tesoro a poseer. ¿Quieren decirse entre sí algo mediante ese aroma? ¿Necesitarían en una hipotética situación que nadie más los detectara por su propio olor? Porque quien generalmente se embadurna la cara con lodo o pintura -como un fantasma- y el cuerpo con heces y residuos, es un cazador.

Entre las historias de Artemis -diosa virgen, señora de las fieras, cazadora por antonomasia- aparecen dos cazadores. Seguramente hay más, pero dos por encima de todos: Orión y Acteón, que se convierten en presas. Una vez que el primero es abatido, la diosa pasa más de nueve días llorándolo. De Acteón, se dice, ya muerto, Artemis no ve el cadáver porque los dioses no deben entrar en contacto con la muerte. ¿Sería por el olor? ¿Orión no olería a nada?

En la India, el soma -esa planta que podía hacer remontarse a los mortales hasta el cielo- es lo más preciado. Hoy nadie la conoce, nadie sabe a qué se referían los textos védicos cuando al soma hacían alusión, porque la planta desapareció hace siglos. Y, pese a todo, en un pasaje extraño, se dice que un dios reprendió a otro porque en presencia de un cadáver éste se cubrió la nariz, diciéndole el primero que no debía hacerlo porque se trataba del olor del soma: la putrefacción, la carroña, el olor de la sustancia única, lo más preciado.

Galleta es más discreta que las otras, pero no por eso menos entusiasta. Se ha quedado hasta atrás y, en secreto, mientras Teodora corre detrás de su pelota de fieltro por el jardín, se ha vestido con la fragancia de la víctima. Lo sé porque aunque no la he visto, al llegar a casa tiene el mismo olor.

 

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