ANTIHÉROES
Guillermo Mejía-Lara
The Night Stalker
Ricardo Leyva Ramírez nació en El Paso, Texas, cuando recién arrancaba la psicodélica década de los 60. Según los vecinos, este niño de cabello rizado era alegre e inofensivo, uno de esos mocosos del montón de los que uno se imagina no pasará nada. Pero la adolescencia, esa estúpida etapa por lo que todos pasamos, marcaría un giro en el destino de nuestro antihéroe.
En ese estado de pubertad convivía con Mike, su primo, el ex combatiente de guerra, un sujeto que tras haber estado en Vietnam se la pasaba presumiendo los actos de tortura a los que sometía a sus víctimas de combate, principalmente mujeres, cosa que probaba con polaroids que evidenciaban todo. Maravillado, Richard se propuso hacer hasta lo imposible por superar la maldad de su ídolo. Y lo logró. Ambos pasaban las tardes consumiendo drogas y asaltando granjas para sacrificar ganado, pero lo espeluznante llegó cuando Mike se enfadó con su mujer, quien lo recriminaba por no conseguir empleo. El ex militar tomó un revólver, lo apuntó pacientemente a la cara de su cónyuge y simplemente le voló la piel. Richard lo observaba todo, e incluso la sangre le salpicó los cachetes.
La Bestia se le metió al corazón un 28 de junio de 1984. Esa tarde abrió con relativa facilidad el departamento de la señora Jeannie Vincow, de 79 años, una apacible habitante de la calle Glassel Park en Los Ángeles. A la mañana siguiente su hijo la encontraba literalmente destrozada, con el cuello desecho por decenas de puñaladas. Durante el resto del año no se supo de otro ataque, pero en marzo de 1985 volvió a las andadas, ahora pescando a la también latina María Hernández. Apenas estacionaba su auto cuando Ramírez le disparó a la cara. Cayó de manera precipitada, pero por gracia del destino no murió en el instante, así que como pudo subió a su departamento. Demasiado tarde; el malévolo chicano acababa de asesinar a Dayle Okazaki, su roomie.
Desenfrenado, manejó su auto sin rumbo fijo hasta que se topó con la menudita Tsai-Lian Yu, a quien sin piedad alguna le descargó el revólver. No pasó ni una semana cuando otra vez no soportó la furia y entonces elegía al matrimonio Zazzara como su nuevo blanco. Se conformó con matar de un plomazo al señor Vincent, pero con Maxine sacaría toda su saña; la policía encontraba un cadáver en estado indescriptible. Era el momento de atar los cabos y llegar a una conclusión: un asesino serial estaba asechando la ciudad. El misterioso personaje regresaba un 24 de mayo y repetía el modus operandi: balazo certero en la cabeza del marido; tortura sanguinaria contra la dama, a la que sin embargo dejaba vivir. Fue así que acudió a la policía para describir al culpable de su viudez: moreno, alto y de aspecto mexicano. Una semana después el asesino se encontraba en la cama de la señora Ruth Wilson, a quien amenazó con matarla si no le entregaba todo el dinero y pertenencias del depa. Frustrado por no hallar gran cosa, procedió a violarla, y cuando estaba a punto de mandarla al otro mundo, inexplicablemente se apiadó de ella.
Durante los siguientes meses la ola de violencia siguió imparable, sin que la policía pudiera detener a la bestia mexicoamericana. Pero sus días de locura terminaban cuando acudió a una colonia hispana para hacerse de un nuevo auto; apenas metía las llaves al Mustang cuando su legítimo dueño, Faustino Piñón, lo increpó hasta llegar a los golpes. De ahí siguió una persecución callejera que terminaba con el latino esposado y llevado a prisión, donde lo identificaban como el asesino serial angelino. Tras un largo juicio, fue condenado a la pena de muerte; la cámara de gas asfixiaría sus maltrechas fantasías.
Machete Murderer
Nadie mejor que un tal Juan Vallejo Corona para encarnar el esfuerzo del migrante mexicano; aquel que con sudor y esfuerzo logra salir adelante y alcanza el llamado american dream. Contratista de tiempo completo, recibía a cuanto ilegal le pidiera ayuda, convirtiéndose en una suerte de protector de mojados. Hasta ahí todo marchaba como guión de película chicana aspiracional, pero el argumento tomaba otros rieles cuando un granjero de origen oriental descubre un misterioso hoyo en su huerta, misma en la que trabajaban campesinos contratados por el mexicano. Corría el 19 de mayo de 1971. Pensaban que alguien se estaba pasando de listo, que había invadido el terreno para enterrar basura, pero la sorpresa vino al extraer un cuerpo que en vida respondía al nombre de Kenneth Whiteacre, un homosexual confeso. Las averiguaciones indicaban que el sujeto había sido apuñalado, que su cabeza fue literalmente triturada.
El segundo hallazgo ocurrió apenas cinco días después, cuando en la misma huerta de durazno es hallado el cuerpo de Charles Fleming. Entonces la policía, un tanto despreocupada con el primer caso, se puso las pilas e inició una exhausta búsqueda que finalmente los llevó a descubrir una escalofriante tumba colectiva. Poco a poco los cadáveres iban saliendo de entre la tierra, todos con una característica en común: había sido asesinados con un machete. La primera sospecha vino cuando una nota de venta a nombre de Juan V. Corona apareció al lado de uno de los difuntos. Ahí estaba una clave, pero habría que buscar más indicios. Y éstos aparecieron. Testigos informaron que a Corona se le sabía de ciertos romances con otros hombres, y para colmo, se halló un expediente médico que lo señalaba como esquizofrénico. En tanto, la cifra de cadáveres exhumados rebasaba la veintena: ninguno de ellos era mexicano.
Cuando se encontró un recibo bancario a nombre del contratista entre las ropas de otra víctima ya no había dudas. El jefe de la investigación incriminó públicamente a Corona, pero no contaba con una serie de argucias legales que harían lentísimo el proceso judicial. Además, las investigaciones arrojaban que fuera de su pasado clínico, el sospechoso era un padre de familia normal, un contratista ciertamente querido por sus empleados. Su machete no registraba rastros de sangre, y las llantas de su camioneta no coincidían con las marcas de la huerta. Para colmo, las balas de su única pistola no eran del mismo calibre que las que habían perforado a varios de los infortunados. Así pasaron varios meses, con el sospechoso en la cárcel, por si las dudas. Luego de un mundo de diligencias, el juez lo encontró culpable de 25 asesinatos, condenándolo a igual número de cadenas perpetuas. Ya condenado, Corona fue atacado por cuatro internos que casi le sacaron el ojo izquierdo. Hoy en día sigue refundido en la cárcel, esperando a que el destino lo alcance y lo lleve a otro mundo.