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¡Copa, raya, paliza!

Hacer planes con amigos cuarentones siempre es complicado. Si no es el trabajo, es el cansancio, la enfermedad, la mujer celosa, los hijos demandantes o la hueva. Asistir a un concierto, como lo hacíamos antes, parecía una misión imposible.

Varios se quedaron en el camino. A uno le pegó el dengue, a otro no lo dejó la esposa, otro se volvió loco, y al último lo anexaron. Los caminos a la perdición no siempre son fáciles.

En mi caso tampoco lo era. Tenía a mi cargo las veinticuatro horas a mis dos hijos. No es poca cosa. Su carácter escandaloso, desequilibrado y salvaje asusta a quien habite lejos de las cavernas.

Pero una noche antes, y mientras manejaba rumbo a mi casa, recibí un mensaje de Paco donde me comunicaba que a una morra le había dado dengue y que su vato se quedaría a cuidarla. Dos lugares quedaban vacíos, uno de ellos, incluso, con la mitad del transporte pagado. Todavía no estaba convencido, faltaba algo. Seguí manejando. Una cuadra antes de llegar a casa, el mensaje cayó del cielo. Triángulo de Amor Bizarro cantaba  en la radio: “Esclavo del siglo veintiuno/Bienvenido a los cuarenta, deja ya de llorar/No abandones a tus amigos/Vuelve a la droga que olvidaste en el cajón/Una noche más/Una noche más…”

Las posibilidades de que una canción de TAB sonará en la radio eran escasas. Recordé una frase que mi abuela se fusilaba de la Biblia: “La fe viene como resultado de oír el mensaje”. Volteé a ver al cielo. ¿Quién era yo para atreverme a desobedecer un mensaje divino?

Respiré aliviado.

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Valeria se quedó con la abuela. Nico me acompañó. Asunto resuelto. Llegamos un poco tarde porque, ¿a quién chingaos se le ocurre que las ocho de la madrugada es buena hora para llevar a cabo alguna actividad? Íbamos a un pinche concierto, no a cumplir una manda a la Basílica. La bronca de las personas viejas es que ya no duermen, empiezan de ideáticas y con manías molestas desde muy temprano. Otro problema es que después de los cuarenta la vida es un poco triste.

Verlos bañados, frescos, descansados, con ropa y calzados cómodos, fue lamentable. Nadie de nosotros estaba crudo, ninguno olía a humo de cigarro, nadie tenía una cerveza en la mano. Ausencia de espíritu rebelde. Adiós al rock. Lo más sensato era dirigirnos a Valle de Bravo y meternos a uno de esos retiros de meditación budista. Al fin y al cabo que la vida de charlatán siempre está al alcance.

Sólo era cuestión de enderezar el camino. Gilpi sacó de su mochila un mezcal que sabía a madres, pero que sirvió para darnos un poco cobijo, alivio. Una cura para las heridas de tiempos menos aburridos. También sacó unos tamborcitos de tamarindo con pequeñas dosis de felicidad. El líquido y el tamborcito no sólo liberaron las obligaciones impuestas por la edad, sino también los rencores. A la cabeza me vino una frase del abuelo Fante: “Descubrí que respiraba, que veía horizontes invisibles.

El odio por mi padre desapareció. Amé a mi padre, aquel pobre diablo resentido y obsesionado”. El trayecto se hizo corto, para eso sirve el mezcal –y los tamborcitos-, para trasladarnos rápidamente a otra dimensión.

Copa raya paliza

En Atlacomulco hicimos una parada en la birria de borrego. Nico demandaba comida. La molestia de cargar con gente sobria o menores de edad, es que siempre tienen hambre o extraños antojos. “Papá, de postre se me antojó una crepita de nutella con fresas”. Me abstuve de darle un sape.

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Sin contratiempos y con unas pachitas de tequila entre los huevos —y tamborcitos de tamarindo-,  ingresamos al Pabellón Oeste, un recinto pequeño, acústicamente peor que su padre, el Palacio de los Deportes. Los Messer Chups estaban terminando. Para entonces ya habían tocado Kate Clover y Lost Acapulco.

Nico, como si se tratara de un inspector de bares y puteros, caminó hacia el escenario, fue al patio de comidas, revisó los baños. “Lo imaginé peor, papi”, dijo. Sin perder detalles, también observaba a la tribu que se iba aglutinando. Su mirada era expectante y sorprendida. No lo culpaba, demasiada gente fea reunida ante los ojos de un niño.

Cargar con menores de edad o personas que experimentan la sobriedad, es que además de conservar un apetito como las hienas, poseen una sed insaciable e inútil. Mal lugar para ser sobrio o menor de edad. Porque un refresco costaba noventa pesos, la botellita de agua cincuenta y la caguama doscientos diez. Pero a diferencia del refresco y el agua, la cerveza, a cierta edad, inflama, te obliga a orinar mucho, y pronto, la sustituyes por un fuertecito.

“Te voy a comprar una cocacola, sólo te pido un favor, disfrútala, tómatela lenta, no hay prisa”. De nada sirvieron mis consejos para economizar y prevenir la diabetes infantil, en menos de cinco minutos, Nico ya se la había chingado. “Quiero otro, pá”, dijo como si cooperara.

Vimos a Satan´s Pilgrim. Luego a Man or Astro man? Ambas agrupaciones son el mejor ejemplo de cómo ejecutar la música instrumental. Bandas inspiradas en los sonidos californianos de los años sesentas, en Dick Dale y Link Wray, en The Trashmen, en las película de horror de serie B. Grupos que han sobresalido por su originalidad, definiendo un sello propio dentro de un género que parece ser tocado idéntico, y sobre todo, grupos que han logrado perdurar a pesar de la industria y las tendencias musicales.

Uno de las cosas que convencieron a Nico en acompañarme fueron las funciones de lucha libre. Si algo ha caracterizado al Wild O´Fest, es que desde 2016, además de surf y garage, incluyeron ese tipo de peleas. Pero Nico esperaba ver a Místico, a Volador Jr. y Soberano Jr., a Titán. Nada de eso ocurrió. Sólo luchadores chafas y desconocidos. Para compensarlo tuve que comprarle un snack que costaba ciento cincuenta pesos.

Haber contratado una niñera hubiera salido más barato, pensé. El vaso incluía un pedazo de pepino y otro de jícama seca, papitas, chingo de gomitas, todo bañado en un coctel de salsas y colores alucinantes. Un combo ideal para poner a prueba el omeprazol que traía en la bolsa. En la bolsa traía otras cosas, pero más valía mantener la cordura.

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Uno de los momentos que, mis amigos y yo, estábamos esperando, era la actuación de Wau y Los Arrrghs!!!, Quince años habían pasado desde la primera vez que algunos de nosotros los vimos. Quince años en que perdimos cabello, ganamos peso, nos vino el reflujo, la ansiedad, tuvimos hijos, nos rompimos las rodillas, sobrevivimos una pandemia, algunos se volvieron locos. Quince años de una amistad sólida y verdadera. Bailamos Delincuente, coreamos Niña, Nunca la quise, Copa, raya, paliza, y como chavo de onda que le gusta el rocanrol, junto a Nico, slameamos Demolición, un himno al desorden, a la vagancia, a la locura.

La presentación de Wau y Los Arrrghs!!! dejó eufórico a todos, con ganas de más chingadazos, pero ya no estábamos para esos trotes. El pobre de Nico, que entró confiado al baile de energúmenos, yacía en el suelo como un escarabajo, panza pa arriba, era un chico atrabancado, no había dudas, pero no dejaba de ser un crío. Fui a recogerlo. Me invadió la culpa. ¿No se supone que un padre tiene hijos para cuidarlos y protegerlos?

Comenzaba a arrepentirme de haberlo traído. Odín se acercó para ponerme una mano en el hombro de  “todo está bien”. Me dijo “ni te quejes, seguro estabas bien morrito cuando te llevaron a tu primer concierto». Hice memoria. Según algunas fotografías, tendría unos cinco años cuando mis padres me llevaron. Aunque se corría el rumor de que mi madre me había dado a luz en un concierto del Three Souls.

Foto: Wild O´Fest

Era momento para descansar. El pedo es que los organizadores nunca piensan en las personas mayores, en lo importante que resulta sentarte, tomar aire, recargar la espalda en un sitio digno. En el patio de alimentos encontramos un espacio y nos sentamos con Nico. Recargué mi cabeza en su hombro, el olor que desprendía todavía era dulce. Cuando era bebé, el olor de su cabeza me producía paz, tranquilidad, sueño. Podía distinguir el olor de su cabeza a dos kilómetros. Lástima que era un niño viejo, estaba a un estornudo de convertirse en adolescente, oler agrio, llevar la contra, no querer ir conmigo a ningún lado; ser un maldito dolor de cabeza.

Seguían los padrinos del garage: The Sonics. Un grupo de punk que surgió antes de que existiera el punk. Sin ellos, grupos como los Ramones, Sex Pistols, The Stogges, Nirvana, White Stripes, The Hives, Black Keys, entre otros, no se hubieran concebido. Fue la primera banda que convirtió sus defectos en virtudes.

Pioneros del sonido callejero, con letras provocativas, guitarras eléctricas apurando la distorsión a otros niveles. Abrieron su presentación con el cover de Eddie Cochran, C´mon Everbody, y a partir de ese momento, unos señores de más de setenta años se dedicaron a repartir cátedra sobre el escenario. Un repertorio de absoluta crudeza con cortes como Have love will travel, Strychnine, Cinderella, Psycho y The witch. The Sonics nos recordó que el rocanrol en vivo debe ser una experiencia brutal, descarada, ruidosa, atrevida.

Poco tengo qué decir de The Mummies y The Ghasly Ones. Los escuché de fondo. Estaba inmerso en otros asuntos. Formados, con Nico, en filas que duraban más de una hora para una perra torta y media hora para un refresco (otro). Acostados como vagabundos, mientras él se comía su torta de salchicha, y yo le tomaba a la pachita de tequila como teporocho, me habló de su escuela, del nuevo disco de Peso Pluma, de una niña que le gustaba, tres años mayor que él, de las ganas que tenía de llegar a casa y estar en su camita. De todo hablaba, menos de los grupos que estaban tocando y su nueva experiencia. ¿Acaso no es el verano la estación del descubrimiento?

El balbuceo de Nico, el tequila, el olor a marihuana, el tamborcito de tamarindo, me arrullaron. Comencé a escuchar el rumor del mar. Me vi caminando, sobre la orilla de la playa, con una rubia, tomados de la mano. Tenía la boca entreabierta, los labios pintados, los ojos azules y los pechos frondosos, blancos, casi transparentes. La sujeté de la cintura. Quedamos estrechados bien juntos. Cuando estaba por besarla, Nico me gritó al oído: “¡Papá, ya están tocando unos enmascarados!”. Salté asustado. Modorro, caminé al escenario. Sentía el cuerpo pesado, viejo. Los Straitjackets sonaban pulcros, perfectos. Sonaron Pacífica, Casbah, Kawanga!, Driving guitars (cover de The Ventures).

Una pausa. Aplausos y chiflidos de algarabía al ver a Danny O Grande colgarse la guitarra, quien padece de mieloma múltiple desde hace años, enfermedad que lo tiene en el semi retiro. Con Danny tocaron lo mejor de su compilación: Calhoun surf, Rockula, State fair, University Blvd, Jet Set, Itchy Chicken, o sea, una espléndida actuación de rock a la vieja usanza. Y un final de antología: Surfin Bird de The Trashmen, rola infalible para el baile y el desenfreno, una última dosis de adrenalina.

Foto: Wild O´Fest

Entre el alboroto, perdí de vista a Nico. Fui a buscarlo al baño, al patio de comida, a la barra de bebidas. Nada. La gente comenzaba a desalojar el pabellón. Me preocupé. Volví al baño. Grité su nombre. Paco me ayudó a buscarlo. Regresamos a los baños. Nada. Imaginé al Cártel de Tepito reclutándolo en sus filas. El corazón se me aceleró. Caminé a la salida. En la puerta de acceso, Nico, tirado, dormía quitado de la pena en el suelo pegajoso, lleno de mugre y bacterias. Lo abracé y casi se me sale una lágrima. “Es hora, hijo”, le dije.

Los cuarentones y el crío

Salí, junto a mis amigos y Nico a la calle. Afuera ya nos esperaba el chofer. Entramos a la van. Tarareaba ¡Copa, raya, paliza! Teníamos hambre y sed. Pero era más fuerte el cansancio y las ganas de acostarse. Nos acomodamos cada uno para dormir. Seguí tarareando ¡Copa, raya, paliza!  “Otro tamborcito de tamarindo, plis”, dije. Nadie respondió nada. La camioneta avanzó. Cerré los ojos. Ojalá viniera la rubia, fue mi último deseo, antes de empezar a roncar.

 

Foto superior: André Dulché, tomada del sitio Pólvora

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