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Cuento: El clóset perfecto

Desperté poco antes de las cinco de la mañana. He dormido tres horas, a lo mucho. Estoy en el baño, frente al espejo. Mi reflejo evoca el recuerdo de mi abuelo; pienso en él, en el pregón que ha sustentado durante toda su vida: el baño a primera hora.

Yataklardan Sokaklara
Imágenes: Yataklardan Sokaklara

Dice que las malas intenciones son ahuyentadas a base de jicarazos de agua fría. A veces tengo malos pensamientos, pero no tan escalofriantes como para merecer el chapuzón. Hoy, sin embargo, estoy dispuesto a zambullir mi esquelética figura. Fumo un cigarrillo mientras el agua brota del grifo y eleva su nivel. Caray, creo que no deseo hacerlo, muy en el fondo pienso que es una idea horripilante.

Me despojo de la bata y sumerjo mis pies, poco a poco, hasta quedar en cuclillas. Mil millones de alfileres aguijonean cada centímetro de mi cintura hacia abajo. El agua está como a mil grados bajo cero. Tiemblo. Me inclino hacia atrás. Los picoteos arremeten contra mi nuca. Me estremezco; las emanaciones de mi cuerpo simulan la neblina que sube del asfalto en un día soleado después de una escuálida llovizna. Supongo que tengo la apariencia de un espectro. Cierro los ojos. Pienso en Mariana pero su imagen se rehúsa aparecer; quizá el tintineo de mi cuerpo se lo impide. Me incorporo de nuevo e intento encender un cigarro, quiero adormecer mi conciencia a base de tabaco pero ni siquiera puedo sujetar la cajetilla; mis dedos se han agarrotado. Afortunadamente he hecho la incisión antes de sumergirme. Dos cortes certeros, profundos. La sangre deja una estela rojiza en la superficie de la tina.

El cansancio me vence poco a poco. Cierro los ojos. Mi respiración es entrecortada. Al fin, veo a Mariana; su silueta recortada por la luz incandescente del  medio día. Lleva puesta la falda negra, la de anoche; los mismos tacones, altos y agudos. El frío me despierta a pequeños intervalos. Aun así, me empeño en cerrar los ojos y evocar las imágenes de todo lo ocurrido.

No debí regresar demasiado pronto; pude llamar a Mariana y advertirle que el concierto se había cancelado. Una llamada telefónica, sólo eso y quizá en un futuro nos habríamos casado; habrían llegado los hijos y la casa y el carro y tal vez un par de perros junto con todas esas cosas que llegan con las nupcias; me habría enterado después, muchos años más tarde, cuando el compromiso de los hijos y la rutina del matrimonio hicieran parecer el desliz como un acontecimiento insignificante y lejano, casi irreal. Heriberto y los muchachos me invitaron al Exceso. Decidí regresar a casa con Mariana. No quería ver a otras mujeres. Heriberto, sobre todo, fue el más insistente. Es bueno que mires otras viejas, un taco de ojo no le cae mal a nadie, me dijo.

Naturalmente llegué a casa antes de lo previsto. Distinguí tímidos rayos de luz asomándose indecisos por los resquicios de la puerta. Mariana ha encendido  veladoras, pensé. Esbocé una sonrisa. Me felicité por la elección. Compré una botella de vino tinto y un ramo de rosas. Quería sorprender a Mariana, deseaba hacerlo, era mi intención. Sujeté el picaporte. La puerta cedió. Escuché sonidos guturales, distantes, como el de esas películas atrevidas que Mariana tiene que ver por prescripción; se lo indicó su terapeuta para combatir la disminución exponencial de la libido. Eso me lo dijo el día que la sorprendí tocándose frente a la computadora. No hice ningún reclamo, ni siquiera quise saber el nombre del terapeuta, de alguna manera sospechaba de su padecimiento pues en los nueve meses que vivimos juntos nunca hubo intimidad. El vestido negro estaba sobre el sofá; el sostén y las bragas dispersos por el suelo.

Me excité. Llamé en voz alta: Mariana… Mariana. La reverberación de los gemidos opacó mi voz. Fui a la cocina y agarré un par de copas. Sobre la mesa, al lado de la computadora, había una botella de Red Label casi vacía. Qué raro, pensé, Mariana no toma whisky, le resulta intolerable desde la borrachera en casa de Minerva, la noche en que la conocí. Llené las copas con vino tinto y fui a la recámara. La penumbra del cuarto era casi total. Los sonidos aumentaban a medida que me acercaba. Quise descifrar el origen de los ruidos pues el televisor estaba apagado. Encendí la luz. La claridad me reveló a Mariana y a Minerva contorsionándose en un extraño ritual.

El espectáculo me dejó estático, petrificado; no supe cómo reaccionar. Creo que estrellé las copas contra el suelo; o creo que no hice nada. No logro recordar. Tampoco recuerdo las súplicas de Mariana. Me abrazó del cuello y se balanceó como un péndulo de mí. Era la primera vez que la veía desnuda, la única. A Minerva ni siquiera la miré.  Llamé a Heriberto por teléfono. Le dije lo que acababa de presenciar. Después de todo él tenía derecho a saber. Quedamos en vernos a dos cuadras del Exceso, en Las Estacas. Ahí no hay viejas, me dijo, para que no te vayas a asustar pinche maricón.

El taxi duró veinte minutos en atravesar la ciudad. Heriberto sonreía, incluso podría afirmar que no había asimilado la noticia. A su lado estaba un hombre joven de barba densa y oscura. Hablaban y reían como viejos conocidos. Yo nunca escuché hablar del Barbas a pesar de la estrecha relación que teníamos Heriberto y yo desde que éramos niños. Ambos se abastecían de una botella de whisky que había sobre la barra; yo pedí tequila. El Barbas permaneció en su sitio con la sonrisa estúpida y la mirada lánguida que tienen los que abusan del alcohol.

Tomé el trago de un jalón. Todavía me sentía alterado. Reiteré a Heriberto lo ocurrido. Él se limitó a escuchar, como si mi relato le fuera una historia ajena. Me esmeré en los detalles con el afán de compartir la indignación. No fue así. Él miraba al Barbas; el Barbas lo miraba a él; ambos se miraban entre sí. Sonrieron. Luego de surtir su vaso, Heriberto me dijo que él ya lo sabía, incluso me confesó que hubo ocasiones en que él mismo incitó a su esposa para que lo hicieran con Mariana frente a él. Frente a ellos. Se tomaron de la mano. Sentí náuseas, repulsión. Quise vomitar. Intenté golpear a Heriberto pero el Barbas interceptó el puñetazo. Creo que estrellé la botella contra la barra o contra el suelo. Los comensales apenas se inmutaron. La rocola tocaba una canción sobre una mariposa que abría sus alas a cualquiera o algo así.

Salí dando tumbos contra dos o tres mesas. Caminé por más de dos horas hasta la casa de mi abuelo. No quise tomar un taxi a pesar de la brisa gélida que me golpeaba en la cara. Quería aspirar el aire putrefacto de la ciudad. Seguramente era más puro que en mi interior. A pesar de la hora y lo prolongado de mi ausencia —creo que más de ocho meses—, mi abuelo no se sorprendió al verme. Nunca lo hace. Se limitó a clavarme su mirada. De algún modo intuía mis propósitos pues me entregó el rosario que traía colgado al cuello. Eso nunca lo hace, jamás se desprende de él. Se lo regaló mi abuela en su lecho de muerte, hace más de diez años. Reiteró lo del baño de agua fría, me lo dijo con tanto ahínco que me estremecí. Luego me besó en la mejilla. Es la única vez que mi abuelo me ha besado.

¡Carajo! ¡El rosario!, lo he olvidado sobre la cama. No quiero que mi abuelo interprete el descuido como un desaire. Intento incorporarme pero es inútil.

Es inútil incluso recordar cómo vine a dar al hospital del Seguro Social. Veo el logo desde la cama fría donde estoy. ¿Quién me trajo? ¿Quién me puso aquí? No lo sé. Mi abuelo está a un costado, sentado en una silla de metal oxidado, con el rosario en la mano. Parece dormido. El balanceo de su cuerpo y el movimiento de sus labios, sin embargo, me indican que reza. Intento agitar los brazos para llamar su atención.

Es en vano. Hay tres hombres de bata blanca detrás de él. Algo se dicen. De pronto mi abuelo se incorpora y viene hacia mí, coloca el rosario sobre mi pecho, toca mis ojos y mi frente y me hace la señal de la cruz; luego se persigna él mismo y voltea hacia los hombres y les hace una seña de asentimiento. Uno de los de bata, el más alto, tiende sobre mí una especie de sábana verde, descolorida y olorosa a humedad.

Vaya, al menos este trapo me hará un poco soportable este frío infernal.

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