Por Mauricio Orozco Vázquez
Frente a su inerme cuerpo se posaba -con una actitud de enfermo mental,
de idiota o de zombie parrandero- ella, sin nombre, con aura gris y espumosa,
y en su mano un artefacto. Una daga y mil palabras eran suficientes, las tácticas de asesinato son muy variadas.
No te muevas, le decía, te ayudaré a ser libre. Su mirada de hiena lo asechaba.
Ese amor que tú sientes por mí es un sueño. Y le ataba las manos.
Esto ha terminado, te amo, pero el fin llegó. Sus labios malditos se retorcían en palabras de fuego, de hechicera.
Ya te maté una vez y has vuelto, te mataré dos veces y si regresas lo haré de nuevo, pronunciaba sin un gramo de expresión en el rostro.
Así estarás mejor, pequeño, yo lo sé. Y le rasgaba la ropa; acción de la daga, y el corazón; acción de las palabras.
Te amo, le decía, y le rebanaba el vientre.
Te amo, y le sacaba los ojos.
Te amo, eres el amor de mi vida,
y la vida le arrancaba.
Te amo, aunque sólo seas un cadáver.
Te amo.
Foto: Mariana Barreiro.