Por Alejandra Quintero
Es al primero que veo cuando entro a la sede de la conferencia; nos reconocemos a lo lejos, sonrío y él hace un movimiento con la cabeza. El saludo tiene todavía un sabor a Chicali, el último lugar donde coincidimos. Una chica llega para avisarnos que la charla está por comenzar, mientras seguimos hablando de los cigarros electrónicos y el sabor del tabaco.
Cuando entro, Alejandro Almazán ya está en el pódium, frente a él, estorbando en la pequeña mesa, un arreglo floral, de esos que adornan los eventos importantes. Con esa naturalidad en su manera de hablar y de quien sabe cómo ganarse la atención de un público joven, comienza a hablar de la importancia de este tipo de eventos, sobre todo para los jóvenes que se dedican a las carreras enfocadas a los medios de comunicación; “No es una carrera fácil, hay que leer, leer mucho, y hay quien no se lee ni la mano”, recomienda y afirma.
La plática, enfocada a la prostitución infantil, comienza en forma. Nos cuenta, a grandes rasgos, la experiencia de su primera crónica enfocada en este tema, relacionada con Tijuana y que publicó en Milenio Semanal. Las noches interminables como consecuencia de imágenes vivas, venidas directamente de las historias recabadas en esa investigación. Habla de Alejandro, el líder de los niños que se prostituían, del que se ganó su confianza después de algunas pruebas para saber si era “banda”. Tiempo después regresó al mismo lugar para saber qué había sido de esos chicos, pero Alejandro había muerto, a causa del VIH.
En un tono mesurado pero confianzudo, comienza a hablar del inicio de Acapulco Kids, crónica que de alguna manera lo trae a Morelia ahora. Relata fragmentos, cómo inició la investigación, lo difícil que fue, hasta anímicamente, infiltrarse para conseguir datos, la cruda y hasta asquerosa realidad que hay detrás de ese destino turístico. Recuerdo entonces un Acapulco que vi en el 2009, exactamente el mismo lugar del que habla Almazán, pero ahora cubierto de una cortina gris, sucia, que pesa. Escucho como con un eco la experiencia en que termina la crónica, su encuentro con la policía, la indiferencia de quien recorre las calles del puerto para dar seguridad a la población. Algo me regresa, los chicos de atrás mumuran un “pinches policías”; no es la primera vez que escucho esto, creo que su indignación no llega más allá, la situación social les resulta ajena. Miro sus gestos mientras Almazán dice que “como sociedad nosotros creamos estos monstruos”.
Alejandro quiere seguir charlando, pareciera que desea inculcar algo en los jóvenes que lo escuchan, habla de las cicatrices que le deja cada una de las investigaciones, de la oposición entre sus emociones y su trabajo, de no abandonar nunca la ética, la responsabilidad del título de periodista a pesar de los riesgos. Recalca otra vez la necesidad de leer, de informarse, de reunir esas características que los lleven a realizar un trabajo responsable; “la paciencia es el único recurso renovable”.
Se refiere a la crónica periodística como medio informativo, no como fin. Entre malas palabras manifiesta que cuando considera que el material recaudado no es suficiente, se vuelve la materia prima de su trabajo literario. Escucho otra vez a los mismos chicos de atrás, –¡ah, chilango!… ¿sí es chilango, no? –.
No puedo evitar reír un poco, como si solo los chilangos usaran groserías en su cotidianidad. No, pero tal vez se refieren a su desenfado. Pareciera que quiere revelar un par de secretos que sirvan a su propósito de ese día, que no olviden la importancia de contar historias para recuperar el oficio del periodismo, y que la gente se acerque a los medios escritos.
Ya casi termina la charla, más de hora y media ha pasado muy rápido. En la sesión de preguntas, para lograr interactividad entre los presentes, Almazán recomienda entregarse a la profesión y aprender a escuchar. Sus palabras suenan a un llamado a la conciencia social: “la indolencia es lo que hunde a la pinche sociedad”; los chicos se preguntan entonces si el periodismo sirve de algo, como para resolver casos sociales: “No”, responde Almazán. Pero sí ayuda a levantar la voz, pienso.
Pareciera que nadie quiere irse del auditorio, la atención sigue centrada en él. Escuchar al público me hace pensar si hay interés por el oficio o por el morbo que la violencia genera. Tiene razón, todos deberían leer, deberíamos hacerlo. No queda duda.
Todos salen de auditorio, esperan al periodista, quieren hablar con él, tomarse alguna foto. Yo sigo pensando en los chicos de atrás, me han dejado marcada. – ¿Putativo?, ¿Qué es eso? Nunca había escuchado esa palabra–.