Revés Online

Diario de un viajero IV: me pierdo

Por Juan Martínez Prau

Estoy consciente de que no veré cosas que en una visita a Portugal se deben ver. Pero no vengo de turismo. No he visto monasterios, mucho menos esos lugares que todo mundo pone en su itinerario; sólo un mirador por casualidad y un par de plazas, algunos teatros, unas callecitas que salían al paso. Sin embargo, otra cosa es cierta. He pasado por un malecón en la noche y nada, salvo unos cuantos foquitos en zig zag, eran visibles. Querían dar a entender algo así como la forma de un puente. No bastó eso, con todo, para que no pudiera darme cuenta del chico entre italiano y árabe que de pronto se corta de la multitud y viene directo hacia mí, preguntando, “¿hachish?”, en una lengua extraña.

Me dirigí a la zona donde estoy quedándome y entré en un pequeño local de comida. En la televisión, la noticia de que el escritor Luis Sepúlveda y su esposa visitaron Portugal y les dio coronavirus. Están hospitalizados. Él de gravedad. He querido dar un par de vueltas más antes de regresar a mi cuarto de hostal, en el que hay unas doce camas, al menos diez con ocupantes: yo y un coreano, un portugués o francés, no logro distinguirlo, y siete indios del estado de Tamil Nadu que vienen a buscar trabajo a la ciudad.

Supongo que deben ser las relaciones establecidas hace cientos de años con ese país por los marineros portugueses, pero hay mucha gente de la India camino al denominado Barrio Alto de la ciudad, además de unos cuantos restaurantes y locales comerciales cerrados que tenían nombres como Jaipur o Bangla Indian Food. Los mareos han dado inicio. Su intensidad me preocupa, pero después ceden. Conceden una tregua.

Después de Coimbra mi estancia en Madrid fue meramente testimonial, lo más notable será decir que no me pareció ya la urbe sombría y desagradable que vi siete años antes durante siete días, cuando hasta un gato muerto encontré en Malasaña. Ahora se supone que era invierno y como tal soplaba el viento, pero no se tenía ya la sensación de desamparo y de inexorabilidad de antes, cuando aparecía como una mole de edificios sin sentido, obscura, agreste, cara y sucia, aunque quizá esté exagerando simplemente ante mi primera impresión de Europa.

***

Madrid, algo fría, fue no obstante bella y gris mientras pasaba, porque tras intentar dormir más de ocho horas para alcanzar un autobús a las seis de la mañana, algo me despertó a las tres y me dijo vete, si te quedas más no llegas a la estación. Lo más notable, como comenté, será decir que Madrid a las tres y quince de la madrugada parecía hermosa mientras me dirigía a Atocha. Y es que hay un cambio radical para que Europa de pronto haya cambiado tanto.

En aquel entonces a mi teléfono se le terminaba muy rápido la batería y no podía conectarme sino ahí donde un negocio, un bar o un restaurante tenían Internet. Hoy en cada esquina y hasta en ese búho hay wi-fi, lo que facilita mucho las cosas para no perderme en exceso, no tener que llevar una bitácora precisa de lo que visitaré el día siguiente y no apuntar cada calle y cada plaza por las que se debe pasar para encontrar el hotel. Tal vez también sea menos tímido, como cuando un inglés me pregunta si esa es la parada del autobús y yo le respondo que me dejé inquirirle al chófer a qué distancia está la segunda, y entonces su pregunta se vuelve providencial porque de no haber sido por él, habría yo también perdido la conexión.

De Madrid voy a Zamora y llego temprano, tan temprano que pienso detenerme un momento en un pueblo, porque de todos modos Sabino, el anfitrión de la casa en la que me quedaré, sale a las cuatro de la tarde del trabajo. Sin embargo, Toro no es tan hermosa como me han contado ni como dicen las guías de turistas ni sus personas tan amables, así que de inmediato me voy y me pierdo en la estación de autobuses, apenas una hora después de llegar, tras cuatro escupitajos o gorjeos que no me parecen algo casual ante mi pasada.

Me pierdo

Me pierdo en las calles de Zamora, me siento en plazas, como un panecillo, luego otro, después desayuno, visito una librería y estoy a punto de comprar un libro cuando me digo que no tengo espacio en mi mochilita de ocho kilos que ya lleva nueve, llego al castillo y no veo casi nada de gente ante el aire que sopla a rachas endemoniadas.

Si así está el viento aquí cómo estará en el Mar Cantábrico, en Ares y Mugardos, ése donde se desarrolla la película de Julieta, de Almodóvar, donde ahora mismo El Brujo Villazón anda perdido. Tengo frío, el aire me hace ponerme mi chamarra y una chamarra encima, sobre mi ropa térmica y mi ropa normal, pero en unos momentos comienzo a transpirar y al quitarme alguna prenda el viento me cobra la humedad que trasluce a través de esa abertura en mi traje. Es horrible, no hallo el punto medio para no sudar o no sentir frío.

Por fin, hacia las cuatro de la tarde, busco la dirección de Sabino en el celular y me dirijo a ella, pero como no tengo wifi apenas al haber salido del rango del Internet de un restaurante me pierdo y camino en dirección contraria a donde se supone que debía haber ido. Cuando estoy de vuelta en la Plaza de Viriato, camino al Río Duero, recapacito sobre ello y vuelvo mis pasos, exactamente en sentido contrario de donde he salido. El domicilio de Sabino se eterniza, se supone que debía haber llegado hacía unos minutos pero paso una calle y luego otra y no aparece el nombre de su dirección y sí en cambio pesa más y un poco más la mochila en mi espalda. Al divisar la siguiente esquina por fin me doy cuenta de que estoy en La Artiga.

Toco el timbre pero nadie atiende a pesar de que son las cinco de la tarde y cuarto. Me siento en las escaleras y en no más de cinco minutos aparece Sabino a las afueras del edificio. ¿Juan?, pregunta. Asiento con la cabeza. Que si tengo mucho aquí, cinco minutos; no, que de verdad le diga cuánto tengo. Cinco minutos. Que porqué no fui al café al que me indicó pasar por las llaves para no tener que esperar. No tenía Internet, no vi el mensaje. Muy velozmente empezamos a simpatizar. Me deja bañarme y meter mi ropa sucia en la lavadora. No le diré a Eugenio, cuando llegue de La Coruña, que yo ya he lavado.

Sabino va por las llaves que se supone tenía que haber recogido yo. Cuando regresa me dice que no debo ponerle calor al agua de la lavadora porque se encogerá la ropa. La extiendo en una estructura de metal como la que Julio tenía en Bilbao y la que he visto que muchos españoles usan para poner a secar su ropa. La ropa tarda en secarse. Veo cómo Sabino empieza a prepararse para salir. Irá por un trago, me dice. Pero también está bajando una bicicleta del muro de una de las habitaciones. Es ciclista y quiere ir en bici por el trago. Me invita. Acto seguido empieza a bajar otra bicicleta del muro de enfrente.

Imagen: Flickr/Simon

TE PUEDE INTERESAR:

Diario de un viajero III: Intocables

Salir de la versión móvil