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Diario de un viajero V: Sabino

Por Juan Martínez Prau

Sabino merecería un capítulo aparte, pero la emoción de recorrer la ciudad en la noche, luego de que me presta una chamarra para no morirme de frío por el aire del Río Duero, es una experiencia inenarrable. Vamos a un bar. Pedimos vino y cerveza. Después, vamos a pinchar algo, a comer. Es un bar gijonés en el que pedimos calamar y papas, y en el que escancian la sidra a la manera de Asturias desde la parte de arriba, en un recipiente de metal. Sabino está más animado que nunca y habla de su familia, de su gusto por las bicicletas y de una teoría que tiene: alguien -acaso un extraterrestre- realizó unos patrones en el suelo del océano, una especie de dibujo gigante que quizá sea un mensaje en un código que aún no se descifra.

Le menciono a Sabino mi desagrado por los escupitajos en Toro y me dice que hay persones estupides en todes partes. Su forma de hablar es específica de una zona de Asturias, de un pueblo en especial y juega a poner el final de todas las palabras con la letra e, exagerando un poco el efecto. Por eso hemos recalado en un bar alla Gijón. Antes de medianoche nos dirigimos a la estación de autobús por Eugenio, que viene de su conferencia en La Coruña. Caminamos a la casa y sobre una de las bicis situamos la maleta de mi colega para arrastrarla. El trayecto, como en el día, se me vuelve a hacer largo.

El día siguiente nos despertamos tarde, vamos a Puebla de Sanabria, un pueblo que está cerca de Zamora, y casi no vemos a Sabino, que se ha ido a pasar el día con su hija de doce años. Pero en la noche, como a “El Brujo” le duele la garganta, Sabino y yo salimos con una amiga suya a tomar más sidra y pinchar algo. Regresamos antes de medianoche porque al día siguiente hay que tomar un autobús a Palencia.

ESTACIÓN DE PUEBLA DE SANABRIA

No obstante, como dice un amigo cercano, el hocico se me prende. Sabino pide canciones mexicanas y le pongo en el teléfono un repertorio de buenos lugares comunes. José Alfredo Jiménez, Chava Flores, “El triste” de José José, la discusión cantada que en Dos tipos de cuidado tienen Jorge Negrete y Pedro Infante, algo de Maldita Vecindad y de Juan Gabriel. El tiempo desaparece. Sabino aporta un whisky y seguimos bebiendo hasta la madrugada, cuando mi organismo no puede más y me obliga a devolver el estómago. Pobre Sabino. Qué van a decir sus vecinos, sin mencionar que le tocará limpiar el baño.

Esto hace enfadar a Villazón, que es como una especie de madre (peor que una madre), porque reclama más atención y más respeto que una, aunque sin dar mucho a cambio. Ni mi madre es tan contenciosa ni tan beligerante como él. Está molesto por no haber salido la noche anterior, tal vez porque cuando la invitación a salir le fue extendida y él la rechazó aduciendo dolor de garganta y el comienzo de una infección nadie tuvo a bien insistirle.

En fin, está molesto porque dice que se nos hará tarde y que estoy muy ebrio, en lo cual tiene razón. Su extensión corporal no debe ser mayor de las plantas de los pies a los cabellos parados que tienen más de un metro con cincuenta centímetros y, sin embargo, ostenta una supuesta autoridad moral que ya hubiera querido Napoleón. Esa autoridad, por supuesto, se la autoconfiere él. Porque la grandeza se mide de la cabeza al cielo, decía el desterrado en la Isla de Santa Elena.

Cuando es ya de noche y vamos en el autobús, varias horas después, yo sigo mareado, completamente ebrio. Llegamos a Palencia y Villazón monta una escena porque el sitio en el que vamos a quedarnos está fuera de la zona centro de la ciudad. Ni siquiera parece periodista. Uno está acostumbrado a sitios muy lujosos cuando comparte algún momento con los corruptos que ostentan el poder, pero también a los más austeros, por no decir mórbidos, miserables, abyectos.

Un poco de distancia ni siquiera llega a eso. “El Brujo” reclama por haber querido ahorrar en el hospedaje, pero en cambio no ha aportado nada. Jamás creí que Eugenio fuera así, pienso, pero después me digo que no es cierto, ya lo había visto hacer dos o tres desplantes de este tipo, como si fuese una clase de rockstar incomprendido. Le digo que tiene una deuda de más de cinco mil pesos y que es el menos indicado para estarse quejando.

Tras caminar unos minutos para empezar la pesquisa de la dirección al que vamos pide un taxi. Pero tampoco tiene efectivo para pagarlo. Es una plaga este Villazón. Acomodaticio, aburguesado y exigente. Tan ni siquiera hemos buscado aún el domicilio de Fatima Ospina porque llueve y él ya está en un centro comercial. Le dice a una empleada que le envíen un taxi que terminaré pagando yo porque él no trae ni un euro. Hace frío.

Me siento mareado, pero esos mareos no son ya por el alcohol. Damos con el domicilio. Un bonito agradable, no tan lejos como Eugenio quisiera pero sobre el cual dice que no volverá al día siguiente, porque pagará un hotel para los dos en el centro de Palencia para no tener que movernos demasiado cuando tomemos al día siguiente otro autobús. Como si esta ciudad fuera muy grande. Por mí no hay problema, en tanto él pague y no intente descontármelo a mí de lo que ya me debe. No quiero discutir con él: no quiero darle pretexto alguno para no pagarme.

A la mañana siguiente, luego de que la mujer del cuento de la “Casa inundada” de Felisberto Hernández nos recibiera, esta Fatima Ospina, “El Brujo” paga un Uber y partimos al hotel. Es lo mismo, pero Eugenio siempre está compitiendo y peleando por todo, y diciendo que es una víctima, equiparándose a las mujeres de la lucha feminista de las que dice son víctimas, al igual que él pero sin reconocerlo, a pesar de que él sí las reconoce a ellas.

Nunca había pensado esto de Villazón pero me parece, como nunca antes, un duende insoportable y absurdo, un tipo horrendo al que no le importa otra cosa que no sea él mismo. Es el contrapunto del sujeto de Zamora, Sabino, tímido y pensando siempre en los demás antes que en él. Supongo que también de ahí viene la molestia de “El Brujo”, pues ha tenido que desacreditar a nuestro anterior huésped en varias ocasiones como para sentirse mejor, diciendo que Sabino no es una buena persona sino que le gusta que lo traten mal, que lo pisen, lo cual lo haría sentir bien: “le gusta que lo maltraten para poder decir, mira qué bueno soy. Así hay gente”, explica Eugenio, quien, ahora caigo, siempre que no es el centro de atención, como un niño pequeño, hace berrinche.

***

En la noche, en el hotel, hay que subir cuatro pisos para llegar a la habitación. Tengo mareos y agruras, a pesar de que he comido con relativa facilidad. No tengo diarrea. ¿Habré ingerido algo echado a perder? Después de lavarme los dientes y ver al duende maldito dormido en su cama, yo mismo -cansado por el periplo- cierro los ojos.

No recuerdo exactamente dónde estoy pero es mi casa, ¿cuál casa? No lo sé. No sé si en la que vivo actualmente o en la de Mixcoac. En esas me encuentro cuando siento que desde atrás alguien me toma por el cuello y no puedo respirar. Entonces tengo consciencia de que son unas uñas puntiagudas las que se me clavan y unas manos cadavéricas y con piel arrugada las que me aprietan.

Trato de soltarme y halo con todas mis fuerzas sus brazos escamosos y, cuando logro hacer suficiente presión, veo el rostro de mi abuela que dice querer “que se mueran ya para que me acompañen más rápido”, refiriéndose a mí y a mi familia. Despierto empapado de sudor pero con frío. Son las cuatro de la mañana y el primer pensamiento que viene a mi mente es que ésa no puede ser mi abuela. No pongo demasiado interés en las reacciones febriles de mi cuerpo. En la fiebre.

Al día siguiente le cuento al egótico de Eugenio la pesadilla y responde que en la madrugada una mujer gritó en las escaleras y que se escucharon pasos de personas corriendo hacia dónde ésta se hallaba. Vagamos un rato por Palencia, tomamos el desayuno y luego vamos a la estación de autobús, ubicada a menos de seiscientos metros. Trasbordamos a otra estación a las afueras de la localidad y en menos de tres horas y media llegamos a Vitoria, en cuya terminal nos está esperando Fatima Martínez en su coche para llevarnos al domicilio del nuevo alojamiento.

Vitoria-Gasteiz me recuerda una urbe mexicana, pero no sé cuál exactamente. Es más bien como una anexión de pedazos de distintas ciudades. Tiene un centro que me parece pequeño pero con algunos parajes ocultos que se bifurcan y se enroscan como cuellos de serpientes. No hay tantos turistas, a no ser por el Casco Viejo.

Por la noche, cuando ya quiero dormir, Eugenio insiste en que se quedó de ver con Sophia López, una amistad de México. Vamos a la terminal de autobuses a esperar su llegada. Sin embargo, en la estación lo que aparece es un abogado de 38 años que se llama Osvaldo, pero cuyo pseudónimo en las redes sociales es precisamente Sophia López. Junto con él aparece una mujer brasileña, de su círculo más cercano, Maria Paula Uchoa, amiga suya de un doctorado que hace en Euzkadi.

Aunque soy de la idea de irse temprano a descansar, los conocidos de “El Brujo” resultan ser mucho más agradables que él mismo y es una delicia hablar con ellos de América Latina, aunque fatalmente el tema que más tocan es la política. De camino a casa de Fatima Martínez está todo frío y obscuro, pero la ciudad es bella, aunque posee cierto grado de decadencia.

Apenas con tiempo para descansar, me despierto y vamos otra vez a la estación para tomar el último transporte antes de la partida de Eugenio. No han pasado ni diez días y él hará escala en Irlanda para ya regresarse a México. Qué bueno que me regreso pronto, para que no vayan a decir que mi gripa es otra cosa, comenta “El Brujo”. Llegando a Bilbao pide un taxi. Lo acompaño hasta el aeropuerto y no sé si me he librado de un peso muerto o si, por el contrario, pese a sus muchas tonterías y su narcisismo sin término, acabaré por sentirme solo. No tengo tiempo de pensar en ninguna de las dos posibilidades porque los mareos vuelven. Ni por un instante he pensado que la fiebre o los mareos tengan algo que ver con el corona virus.

Paseo un poco por la ciudad, me pierdo por sus calles, pero no tengo tiempo ni ganas de recorrer sus sitios históricos, sus paseos turísticos, aunque a veces coincida con turistas europeos que me vean de soslayo y con una mueca de desdén, seguramente porque empecé a sudar de nuevo o bien porque a leguas se nota que no soy de ahí o quizá porque piensen que soy pobre, y tal vez acierten. Por el momento, sólo me cuido de comer, de vagar, de anotar esto y aquello.

Se ha ido mi colega de profesión y comienza mi estadía de verdad, a solas, durante más de seis meses. Aunque es cierto que veré a Etxeberria en breve. Hay que ponerse a leer y a trabajar, no todo es turismo académico, como dijera un encantador profesor de la universidad, ya muerto, quien por cierto era del País Vasco. Hay que escribir y ver a Leopoldo. El proyecto no va a hacerse solo. Hay que escribir y soltar la mano. Comienzo a tomar mis impresiones sobre el viaje. Esta es apenas la segunda parte de esas impresiones. Apenas van escasos diez, once días de trayecto. Caigo en la cuenta de que faltan más de 180, aproximadamente. O ése es el plan. Porque ya se sabe que uno planea cosas y la vida es lo que ocurre mientras uno está planeando.

Imagen superior: Flickr/Fernando García

*Agradecemos al portal La Vida Útil por compartir estos diarios del viajero. 

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