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El corazón del aire II

Un hombre deprimido y un globo desinflado como signo de algo que ya terminó; la existencia concluyendo con las palmas y el aliento… aquí, la segunda parte de un relato escrito desde la soledad de una habitación desordenada.

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Por Omar Arriaga Garcés

III

Se había quedado en su cuarto el tiempo suficiente para darse cuenta que era tonto seguir deprimido, así que decidió salir y hacer cuanto había evadido hasta entonces. Quiso hacer las paces con Tandres, que yacía en el sillón, apachurrado y opaco.

Entonces se percató de que no parecía ya una circunferencia, sino una especie de llanta ponchada en el auto de un basurero. Su color azul estaba más concentrado pero al mismo tiempo había perdido parte de su resplandor primero. Cerca del nudo tenía algunas como abolladuras, y marcas, tal si un humo proveniente quién sabe de dónde se hubiera congelado en su piel azulenca. A decir verdad, parecía contristado, como si se tratara del planeta que viene acercándose a la tierra en una de las películas del director danés que había visto con su amigo el globo.

Se recriminó a sí mismo por haberse dejado vencer por la nostalgia de algo que no existía y quiso terminar de golpe con el sufrimiento de su amigo. Una extraña forma de la dulzura. No obstante, todavía quedaba aire suficiente como para que no terminara sus días hecho una piltrafa polimérica. Vaciló un momento sobre cuál entre los distintos métodos sería el mejor, y resolvió apretarlo con sus propias manos hasta que reventara. Al menos así su existencia concluiría como había comenzado: entre sus propias palmas y con su propio aliento. Sin embargo, no pudo seguir adelante con ese acto de amor, pues pensaba que todo ser se aferra a existir por arduos que sean sus días. Así había muerto su perro entre sus manos cuando niño, porque le había dado cáncer y no podían operarlo a causa de su corazón: en las radiografías había salido que tenía un defecto congénito y que éste era más grande de lo normal, por lo que una operación para extirparle los tumores malignos acabaría con él. Que viva lo que sea necesario, pensó, ahora en referencia a Tandres. Más le hubiera valido acabar con su vida.

Casi cuando no le quedaba aire en su pulmón, ella decidió presentarse en la casa. Le preguntó por el viaje y, de hecho, él se dio cuenta que se había olvidado por entero del mismo: iba a salir unos cuantos días al Caribe, pero ni siquiera se había presentado en la estación el día de la salida. Hablaron un poco sobre lo que habían hecho hasta entonces, a él no le sorprendió verla; ella, en cambio, se sintió rara al ver lo descuidado que estaba el apartamento de él. Se sentó sobre la cama ya que no había otro espacio disponible y quitó ese pedazo de goma azul, aventándolo al suelo. Él miraba con los ojos hundidos, presa del marasmo aún. Le dijo que no podía seguir viviendo con esa ley implacable del deseo que dictaba cada uno de los actos de su relación. Como el hecho de ir a buscarle cuando ya había decidido que no lo vería. Le dijo que lo mejor era no verse más y seguir cada uno con su vida, como dos líneas paralelas que, no obstante, nunca llegan a tocarse y que a pesar del efecto óptico se distancian aún más en el horizonte, perdiéndose del todo. Le dijo que podían ser amigos, quizás, en otra vida, “cuando seamos gatos”. La referencia a esa cinta le pareció de mal gusto, pese a su tristeza.

Imagen: Art, Love & Joy

Él escuchaba y asentía, pensando ya sólo en Tandres y en su suerte. Estaba debajo, en el piso, agonizante. Dejó de oírla por un momento y fue por Tandres. Ella tomó de pronto un tono arrogante, como de animal acosado por los cazadores, que con el último aliento está dispuesto a matar si es necesario, y preguntó a quién pertenecía aquel globo, de dónde había salido. Seguramente es de alguna de esas fiestas a las que vas, le imprecó, una de esas fiestas…, volvió a repetir, pero no terminó la frase. Y él entendía lo que ella quería decir: una de esas fiestas como aquella en la que Paula los había presentado. Nunca había dejado de pensar que aquel acontecimiento había ocurrido con ella, pero que quizá si no hubiera estado presente en esa fiesta se habría dado con cualquier otra persona. Había algo cierto en esa forma de pensar, pero también algo radicalmente equivocado.

Si se habían encontrado, por principio de cuentas, lo había decidido aquel azar; quizá habría inclusive besado a esa chica del pañuelo rojo en la cabeza o comenzado a salir con otra, pero, como le sucedía generalmente antes de su última relación, podía conocer a una persona interesante, que pensara que por tener muchas películas y libros, esto era ya suficiente para hablar y para enamorarse, para tenerse confianza y mantener una relación. Nada más alejado de su realidad.

Habría podido besar a otra mujer aquella noche, pero tarde o temprano se habría encontrado con ella, era algo que debía pasar y, aunque no creía en el destino o en encuentros predeterminados de antemano, sabía que su amiga Paula la habría llevado de cualquier modo a otra reunión y se habrían conocido, con resultados semejantes, ya que esa misma fuerza los impulsaba a los dos, puesto que ambos tenían historias parecidas.

Con todo, los dos tenían un mismo presentimiento: el tiempo se les acababa. Su pacto primero estaba roto y debían crear uno nuevo o sucumbir y alejarse en definitiva. De quién es ese globo, de dónde lo sacaste, volvió a preguntar ella, y le arrebató esa forma geoide no más grande que un melón. Él trató de recuperar a Tandres y lo asió como pudo, pero ella lo jaló y terminó rompiéndose. Oh, el famoso globo acaba de romperse, dijo ella con sorna, sin saber que se trataba de un globo que él había encontrado en su auto luego de haber ayudado a cambiar las cosas de ella a su nueva casa. Si eso es lo que quieres por mí está bien, contestó él ahora también con tono arrogante y a la defensiva, desvaneciendo de golpe los humos de la tristeza. Eso es lo que quiero, respondió ella de la misma forma, tomó su bolso y salió con celeridad, sin preocuparse por cerrar la puerta al salir.

IV

Estaba ahí sobre la cama ese pedazo de plástico, partido a la mitad, como un chicharrón índigo sin mayor razón de ser. Sin resplandor alguno. Lo extendió y sintió por dentro, quiso quitarle las arrugas pero era imposible, no volvería a ser igual: los átomos y las moléculas que lo unían estaban destruidos; a sus partículas elementales, sin embargo, les parecía estar y no estar, a un mismo tiempo, como si se tratara de un pequeño punto abandonado de una mar infinita de impasible materia al que nada importa. No obstante, en este mundo, en el mundo de lo que llamamos experiencia, aquello cuanto resplandece y de pronto se desgarra tiene pocas posibilidades de volver a brillar o a unirse. Hasta la luz parece volverse vieja… Entonces empezó a rememorar los momentos que había pasado con el globo, los lugares a los que Tandres lo había acompañado, las tonterías que habían hecho, y la completud y el dolor que ese despojo de juguete infantil le había hecho experimentar durante días y noches sucesivos en los que pensaba en ella. Le rindió luto durante algunas semanas, no salió de casa ni probó bocado durante algunos días, y contempló sus restos dúctiles y finos noches enteras. Otra vez la estrella de la melancolía lo seguía, pisando su sombra. No obstante, en vez de enterrar a Tandres lo tiró a la basura, ya que había aparecido un día de la nada y a la nada había de volver: ni siquiera ella se había percatado de que era ése un globo que ella misma traía entre sus efectos personales. Qué caso tenía guardarlo o enterrarlo, a final de cuentas.

V

Un día, luego de mucho tiempo a solas, ya sin Tandres, salía del apartamento cuando encontró un papel tirado. Era una carta. Estaba algo cariada y la tinta, borrosa. Era de ella. La abrió y leyó con rapidez. Se despedía. Le hacía un resumen de la relación como ella la había sentido y le pedía que por favor no la buscara más, a pesar de que le confesaba tener una afección cardíaca. Por eso, por ese motivo, te juro que no puedo vivir más así; no quiero sentir tanto esta felicidad inminente que lo cubre todo ni esta tristeza excesiva que me aplasta. Prefiero una vida alegre y sencilla. Te amo, pero no me busques más.

Recordó aquel instante, pasada la medianoche, en que tenía escasos doce años, cuando su perro, víctima de un problema en el corazón, moría en sus manos, dando la batalla hasta el último aliento. Recordó aquella película en la que un perro espera a un hombre que nunca volverá porque ha muerto de un paro cardíaco en la escuela en que daba clases. Recordó su muerte, siempre a la espera. Recordó al perro de Alejandro Magno lanzándose a la batalla por él y brindando su vida. Recordó no haber llorado ni siquiera cuando sus abuelos murieron. Recordó a Tandres que se había convertido en algo más que en su mejor amigo, en su thymos, esa parte suya, ese órgano sensitivo del cuerpo con el que Aquiles platica en silencio y con el que consulta qué será mejor hacer, de cara a un destino inexorable. Recordó que todos esperamos como perros una absolución que quizá nunca llegue. Se sintió, en cierto modo, perro, y pensó que esa carta era el principio de una espera interminable, de un perdón que nunca llegaría, de una flor cortada desde el fondo que no se marchitaría nunca en su mente pero a la cual no volvería a ver, mucho menos a sentir. Sintió que somos fantasmas de nuestras propias sensaciones y que nunca se es demasiado buen perro. Pensó que, de alguna manera, siempre estaría ahí, esperando a Tandres y esperando aquellos días con ella que sintió jamás acabarían. Se sintió ese perro en la estación de trenes sin saber si un día regresaría ésa a la que desde siempre perteneció, se sintió ese perro mirando por la ventana, sintió que su propio corazón se le moría en las manos y no podía hacer nada para salvarlo. Pensó que el azul es el más hermoso de los colores que existen, porque es el color del océano y es el color del cielo, y es el color más cálido de todos porque en él la propia tristeza no puede mirarse a sí misma, albergada como está en un corazón que no sabe que envejece y se arruga con cada latido.

Imagen superior: RALPH HUTCHINGS/DAVID SANGER/LEO CHAPMAN

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