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El cuarto sellado

Por Ricardo Murillo

Los días después de la muerte de su esposa, Beatriz, fueron extraños. Se lo habían advertido. “No entres al cuarto”, tenían razón. Lo que la mató no fue humano, él estaba seguro. En su declaración solo decía: “Me ordenaron que lo hiciera”.

Llegaron incluso a considerarlo demente y barajearon la idea de encerrarlo en un psiquiátrico, pero no lo hicieron. Un día, simplemente, lo dejaron libre. Nadie supo por qué, la explicación oficial se amparaba en la falta de pruebas. Muchos protestaron: “El asesino no debe estar libre”. Con pancartas, afuera de la estación de policía, exigían justicia, pero eso no les importó a los policías que separaron a la multitud sin tocar un pelo de Adrián, el empleado apresado “injustamente”. Muchos años después, lo que pasó realmente sigue siendo un misterio.

Un día simplemente se metió en la bañera y arrojó un tostador en ella, fue una muerte instantánea, pero más misteriosos fueron los motivos que lo llevaron a hacer eso, digo, un hombre “inocente” no tendría remordimientos, ¿verdad?

Interesado por este caso investigué la escena del crimen, varios años después de lo ocurrido. La casa fue saqueada por los policías en busca de “evidencia”, claro.

La casa quedó vacía. “Los policías sí que hicieron un buen trabajo”. En esos días no pensaba mucho en las consecuencias, me metí en aquella casa, era de noche, creí correcto ir a esa hora para escuchar las famosas voces, pero lo que encontré fue un silencio que calaba los huesos, y un frío que me haría suplicar por un abrigo de invierno.

He tenido muchos errores, lo sé, pero abrir esa puerta fue el peor que pude cometer. No la abrí de manera tradicional, lo admito, una ganzúa, un estetoscopio y listo. En su interior no había mucho, sentí que fue un desperdicio de tiempo, pero sí encontré un pequeño cofre, y si mis actividades me han enseñado una cosa es que si hay algo importante debe estar en “el cofre”, joyas, una pistola, una carta íntima de mucho valor.

Cuando finalmente me animé a abrirlo, me sorprendió la nada, el vacío en su interior, o bueno, por lo menos no había nada que creyera importante, únicamente una muñeca de trapo que probablemente perteneció a alguna niña del siglo pasado, porque se presumía muy antigua. La saqué del cofre y me fui a casa. Me dispuse a dormir sintiéndome confundido: “esto fue un desperdicio”.

Hoy por la mañana, me di cuenta que la muñeca no estaba. Mi rostro se hallaba lívido. Una sombra se colocó en la puerta, era alguien con mi corpulencia, mis facciones, era como un gemelo que, esbozando una sonrisa y moviendo ligeramente la cabeza de un lado a otro, me dijo:

-No sabes cuánto me divertiré contigo

No sé qué liberé en este mundo, pero sé que ya es muy tarde para remediarlo.

Foto: Andee Duncan/Flickr   

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