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El Lobo: un cuento de Lados B

La editorial Nitro Press tiene como sello distintivo el fomentar la narrativa de alto riesgo, y como un obsequio para nuestros lectores, nos ha autorizado publicar de forma íntegra un cuento titulado «El Lobo», perteneciente a la antología Lados B 2014. Si les interesa adquirir ese u otros títulos del sello, solo den click por acá y todo lo que pidan les llegará a casa.

Lobo
Bigby Wolf y Woodsman, a.k.a. Little Red Riding. Fuente: PC World

EL LOBO

Por Francisco Valenzuela

 

Ese día se despertó de buenas. Mientras la regadera lo bañaba a chorros, cantaba ésa de Los Cuates de Sinaloa que dice:

“Aquí en mi corazón tú mandas, y tú pones las condiciones, esclavo soy de tus amores, mi vida entera te la doy”.

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No todas las veces era así, había mañanas ásperas en que sólo quería maldecir al mundo, días aciagos de trabajo duro y sol quemante, de caminos pedregosos y viento espeso, de esquivar balas como quien esquiva a la muerte.

Cuando salió de ducharse, echó un vistazo al reloj y comprobó que le quedaba tiempo para una buena rasurada. Subió el volumen a la música y otra vez cantó, ahora un corrido para Caro Quintero:

“Y aunque haya pasado el tiempo, es el mismo no lo dudo, por eso es catalogado, por siempre el número uno”.

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Desayunó unos buenos chilaquiles y antes de encender la camioneta notó algo raro en el retrovisor: se empezaba a quedar calvo. Mala cosa para alguien vanidoso como él. Mientras avanzaba pensó en parar en una tienda y comprar alguno de esos champús que anuncian en la televisión, pero el tiempo iba en su contra y el encargo no podía esperar.

Encontró el domicilio y no se detuvo en cortesías. Abrió la puerta a patadas, desenfundó su escuadra y la vació en el cuerpo de un pobre tipo que no pudo juntar la plata para liquidar todo lo que se había metido: dulces sintéticos que lo pusieron a volar como vuelan las águilas negras.

Luego, con una crayola roja, escribió en la pared:

“Así nos cobramos entre compas; para que le midan, carnales”.

Fumó un cigarrillo y leyó varias veces el mensaje. Le perturbaba el hecho de que pudiera tener alguna falta de ortografía. Una vez, tomando cervezas en el bar, escuchó decir a un par de tipos que los narcos eran no los peores asesinos de seres humanos, sino de la buena escritura y redacción. La charla le indignó tanto que esperó a que los chavales se fueran para seguirlos y ajusticiarlos, no sin antes clavar un cartón en el pecho de uno de ellos. Decía:

“Yo soy un narco educado, par de maricas hocicones”.

Lo escribió con la misma sangre que ya se escurría, alegre, por la tierra árida de aquel terreno baldío.

Pero lo que ahora le aterraba más era la caída prematura de su cabello. Aún no llegaba a los treinta, así que perdería cierto prestigio entre las mujeres que desean varones enteros y no esos pobres diablos a los que la vejez los sorprende antes de tiempo. Salió de la casa, ya con su misión cumplida, y paró en un supermercado. Echó un vistazo a distintos productos, algunos con fotografías que mostraban el antes y el después, otros cuya principal virtud eran sus componentes naturales y milenarios. Indeciso, regresó a su hogar con las manos vacías, pues quizá ni era para tanto, a lo mejor se trataba de algo normal, de esos detalles capilares que cualquier joven tiene y que pasan desapercibidos.

Horas después estaba fornicando con su princesa. Marta era robusta, alta, chapeada, de cabellos maltratados y pies de olores nauseabundos; nadie más la podría considerar una princesa, pero es bien sabido que los ojos de un enamorado son los ojos de un loco, de un extraviado en el marasmo del sinsentido.

Luego de coger, fumaron un cigarrillo, una escena tan obvia y recurrente en cualquier película de bajo presupuesto, pero, al fin y al cabo, una escena que sucede en cualquier alcoba donde una falsa princesa acaba de chupar el miembro de su amado, lo que en parte puede explicar por qué inmediatamente desea otro tipo de succión.

Después encendieron el televisor y buscaron el canal de videos gruperos. Ella, la princesa amorfa, acarició el cabello de su toro salvaje, y entonces le soltó:

—Bebé, ¿se te está cayendo el pelo?

Miró al diablo burlarse de él, pensó que su nena lo iba a abandonar, pensó que era el principio del fin. Pero no dijo nada, apagó el televisor y se echó a dormir, como duermen las buenas bestias.

Amaneció con algo de lluvia, con tímidas gotas que no mojaban gran cosa, que sólo podían enfadar a un anciano ideoso y moribundo.

Otra vez puso corridos, otra vez se bañó y otra vez miró que le faltaba cabello. Encendió la camioneta, pasó por su compadre el Chuy y luego por su camarada el Ramón. Los tres pasaron a su vez por otros perros rabiosos y el comando acató la nueva orden: tenderle una emboscada a los policías federales que ya husmeaban por sus territorios.

La refriega fue atroz; aunque tuvieron dos bajas, al final los uniformados cayeron como las tímidas gotas de la mañana. Misión cumplida, pero faltaba el mensaje, el texto que siguiera alimentando la leyenda de aquellos jinetes de la oscuridad.

“Primero has de saber rendirte”, escribió sobre la panza desnuda de un policía.

“Primero aprende a no tener miedo”, sobre la espalda de otro.

“Aprende que algún día morirás”, en la frente del tercero.

Chuy y el Ramón se quedaron sorprendidos. No era común tanto mensaje y mucho menos tal elegancia.

—¿Eso qué?, —preguntó el compadre.

El caníbal no dijo nada, se conformó con releer sus postales y suspiró, conforme, tras la tarea cumplida.

De regreso pararon en la cantina y pidieron cervezas oscuras, pues un alma podrida no se lleva con una cerveza clara. Brindaron por la masacre y llamaron a sus novias. Después cantaron otro corrido:

“Soy un hombre de negocios, no me gusta la violencia, pero hay veces que de plano, se me acaba la paciencia”.

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Después él fue a orinar. Se juró no verse al espejo, pero ya en el retrete no aguantó la tentación. Metió la punta de algunos dedos y aterrado comprobó que cada vez había menos cabello.

Regresó un poco cabizbajo. El Chuy ya lo esperaba con otra Negra Modelo. La bebieron sin decir nada, tan sólo se limitaron a mirar alrededor, quizá pensando en invitar a una mujer a que bebiera con ellos, o tal vez con la mente en blanco, vaya usted a saberlo.

En ese momento, el protagonista de esta historia sólo tenía miedo de dos cosas: que alguien los pescara en la cantina para vengar a los federales, y perder todo su cabello en unos cuantos días.

Pagaron la cuenta y se treparon a la camioneta. El vehículo se fue perdiendo en el asfalto; al principio se notaba toda la carrocería, luego apenas se distinguían las luces, después era un pequeño punto blanco que se diluyó, tímido, por la boca atroz de la rocosa noche.

Llegó a casa y ahora no puso narcocorridos; prefirió meterse a Internet y averiguar remedios caseros para la calvicie de los jóvenes. Había cientos de recetas, de conjuros, de mezclas exóticas que se decían infalibles. No creyó en ninguno y cayó rendido, durmió a placer, como duerme alguien que no tiene pecado alguno.

Como duerme un bebé que no conoce la maldad.

A la mañana siguiente su consigna era más precisa: ajusticiar a un par de traidores, pero no habría de conformarse con perforarlos, sino con arrancar sendas cabezas y arrojarlas a la calle.

El lobo feroz obedecía cualquier tipo de instrucciones. Había perdido la cuenta de sus arrebatos. Había perdido cualquier atisbo de bondad.

Era un lobo malcriado.

Se metió un poco de polvo y salió decidido a cumplir con la orden. Ahora no llamó a Chuy ni al Ramón. Le bastaban sus brazos fuertes.

Le bastaba su corazón podrido.

Arribó a una plaza y con grado de maestro sometió sigiloso a las víctimas. Las metió a un baño público y salió con una gran bolsa negra de plástico.

Estaba a punto de arrojar los cráneos al piso para provocar la histeria colectiva, pero un detalle lo detuvo. La más joven de sus víctimas tenía un cabello macizo.

Idea millonaria.

Dejó la cabeza que no le servía sobre el parador de autobuses. Al lado, una moneda de 10 pesos.

—Creo que cobran siete, pides el cambio.

Era un lobo con malos chistes.

De vuelta a casa, contempló su nuevo trofeo. Se visualizó con esa cabellera: ondulada, larga, espesa, ideal para ser acariciada por su plebeya venida a princesa. Un poco de ejercicio lo pondría en forma y entonces luciría al máximo, como un joven gallardo que asesina como una contribución a las bellas artes.

Manejó por varias avenidas con su nuevo amigo como copiloto. De vez en cuando lo acariciaba, jugaba con él y hasta le platicaba cosas.

Era un niño con su Navidad.

Libró varios semáforos, dio algunas vueltas y encontró lo que buscaba. Una clínica para injertar cabello. Escondió a su amigo en una mochila negra y así entró al lugar.

Al interior, le preguntaron si ya tenía cita, y dijo que no, que no la necesitaba. Dejó caer algunos dólares sobre el mostrador de la recepción.

Los billetes cayeron en cámara lenta, uno por uno, suavemente, rozándose unos con otros, acariciándose como si fueran amantes.

El lobo ingresó al consultorio, saludó al galeno, le pidió unos segundos y enseguida sacó al modelo.

—Quiero una cabellera como la de este joven, doc —sostenía la extremidad con su mano izquierda.

Con la derecha, acariciaba su revólver.

—A menudo la naturaleza nos hace malas jugadas, pero para eso está la ciencia —respondió el galeno, con calma, con esa serenidad que otorgan los años y la experiencia.

Sin temer una bala traicionera, se dio la vuelta y de su cajón sacó un muestrario. Lo extendió ante la mirada de su nuevo cliente.

—Aquí hay de todo, siéntate y observa con detalle. ¿Te sirvo un café?

—No bebo café, me pone nervioso —dijo el chacal, sin desprenderse de sus juguetes.

El doc salió y regresó con un expreso. Mientras su paciente echaba un vistazo, se dio tiempo para abundar en los beneficios del café de grano, máxime si es colombiano.

—Es antioxidante, retrasa el envejecimiento y, sobre todo, te mantiene despierto, alerta ante cualquier sorpresa.

—Bueno, pues no me interesa nada de aquí, quiero este cabello —dijo, acariciando la melena del caído.

—¿Cuántas de ésas has cercenado? —preguntó el doctor mientras daba un sorbo y cruzaba las piernas.

—No muchas —respondió cortante el carnicero.

—¿Y por qué lo mataste?

—Traicionó a la corporación.

—Si me niego a terminar con esa calvicie, ¿también me cortarás la cabeza? —preguntó el experto, al tiempo de soplar lo que le parecía polvo sobre su escritorio.

El hombre lobo lo miró con saña. Imaginó que sacaba su escuadra y le ponía tres tiros en la frente, nada más por hacerse el gracioso.

—¿Por qué habría de negarse? Le pagaré bien.

El médico tomó un control remoto, apachurró un botón y de las bocinas salió la tocata de Bach.

—Desde hace varios años tengo una extraña afición por las vísceras humanas. Cuando te vi con esa cabeza en la mano… no sé, sentí un delirio, unas ganas tremendas de largarme a comer. ¿Tú crees que podemos llegar a un acuerdo?

—No le estoy entendiendo.

—Yo te hago un trabajo perfecto para que tengas la cabellera más envidiable de la ciudad. Y aunque supongo que el dinero no es tema, también te haré una sustanciosa rebaja. A cambio, me quedo con la cabeza.

—Necesito entregarla a los patrones, o tirarla en la calle, para que alguien la encuentre y salga en los noticieros.

—¿Y por qué no sales a la calle y cortas otra?

¿Está usted loco? Yo no salgo un día cualquiera a cortar cabezas, no soy un vulgar demente.

—Juguemos un volado. Si yo gano, me quedo con la cabeza, te pongo una hermosa cabellera y me pagas sólo lo justo. Si pierdo, hago lo que quieras y no te cobro ni un dólar.

—¿Por qué no va simplemente a los tacos de la esquina y pide un plato generoso? La cabeza de res sabe mejor que ninguna otra.

—Eso crees tú. Lo dices porque nunca has probado los sesos de un cristiano. Te prometo que no hay nada que se le aproxime.

—Me empiezan a dar náuseas.

—Tengo un amigo, un viejo llamado Marco. Trabaja en un crematorio. Cuando tengo antojo, le llamo y me aparta la cabeza. Luego le llamo a Julio, el mejor chef de este país. Hace unos platillos que nadie más podría igualar.

—Nunca pensé que alguien quisiera comerse los sesos de la gente. Es usted un enfermo.

—En este mundo hay muchos prejuicios, ¿pero sabes algo? Todo es una cadena de actos, y si tú ya cortaste esa cabeza, la evolución dicta que yo me la coma.

—Olvídelo, no trato con gente como usted. Me largo.

—La cabeza por cinco mil dólares y el tratamiento gratis. Es mi última oferta.

—¿Por qué no va con su amigo el del crematorio y le pide una?

—Esta cabeza tiene algo que aquellas no. En sus últimos instantes de vida el cerebro trabajó a muchas revoluciones. Seguramente te imploró clemencia, o quizá hizo un recuento de vida en pocos segundos. Toda esa información se quedó allí, en alguna parte. Si le agregamos un poco de limón y salsa, habré de comer un platillo, literalmente, explosivo.

—Si me paga cinco mil dólares por la cabeza, ¿cuánto me pagaría por traerle una nueva cada semana?

El doctor dio una palmada al paciente. Cerró la puerta y ambos volvieron a tomar asiento. Allí se entretuvieron por un par de horas, haciendo planes, calculando costos, tomando precauciones.

Era una tarde grisácea, ideal para el encuentro de dos criaturas desobedientes.

Imagen: murdermayhemandmore
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