El escritor Raúl Mejía publicará próximamente El obseso en la memoria, una biografía del poeta radicado en Michoacán Gaspar Aguilera. Con la autorización del autor, les compartimos la introducción del libro que ya queremos tener en nuestras manos.
ACLARACIÓN NO PEDIDA…
Gaspar Aguilera es, desde hace tres décadas, una referencia obligada en el ámbito literario de Michoacán. Su trayectoria está avalada por –hasta la fecha- veinticinco libros, varios reconocimientos oficiales a su trayectoria, comentarios elogiosos a su poesía por un número significativo de escritores, por un desempeño en el servicio público a partir del cual no son pocos los que consideran, agradecidos, haber sido apoyados por el autor de Pirénico, libro con el cual obtuvo una mención honorífica en la edición 1978 del Premio de Poesía Aguascalientes.
Por mucho tiempo, esas figuras de la literatura, pintura, artes escénicas, la política o del mundo empresarial que se convierten en “referentes”, me han interesado. No hay, hasta donde sé, trabajos en donde podamos enterarnos del “cómo le hicieron” para triunfar, para ser famosos o para ser ejemplos a seguir. A falta de eso, de manera discreta a veces, los “referentes” pasan de ser un eventual objeto de estudio, a materia de la mitología, de la anécdota citadina.
Tal vez uno de los productos michoacanos más vendidos como anécdota del provincianismo sea el de “los Ramírez”. Una familia de empresarios audaces, visionarios y misteriosos con intereses, empresas y dividendos en varias partes del mundo. ¿Un clan familiar que empezó “desde abajo”? Puede ser, pero esos inicios no tendrían posibilidades de fructificar de no mediar (además del sentido de la oportunidad y el trabajo duro) una red de relaciones políticas venturosas y de información privilegiada a diferentes niveles. El inmobiliario, por ejemplo o el de las modestísimas salas de cine de mediados del siglo pasado.
“Los Ramírez” -así, en confianza- son, para efectos del ánimo social michoacano, la “muestra” de lo que esta tierra puede proveer a México y el mundo. Una familia en donde el poder político y económico se mezclan hasta convertirlos en personajes (casi) de ficción.
El único vínculo con la realidad de todos, es que “son morelianos y yo los conozco”.
No hay muchos ejemplos de trascendencia global en el menú michoacano. Normalmente, nuestros productos son modestos. Prácticamente de consumo local. Quizás eso explique nuestro orgullo cuando algún paisano logra algo de resonancia nacional o, a veces, mundial. Pienso en el primer Premio Nobel acreditado a México: fue un michoacano. Zamorano para mayores señas: Alfonso García Robles.
El único mérito requerido por la trepidante michoacaneidad, estaba cubierto: nació en Zamora. Pudo nacer en Monclova, en Ixtlán, en Perote… pero lo hizo en una entidad de vanguardias revolucionarias y, al poco tiempo de nacido, sus padres se fueron para nunca más volver. Nació en Zamora y el futuro diplomático jamás volvió. ¿Era necesario hacerlo? No; para nosotros, tampoco. Con el Premio Nobel estamos bien pagados.
Tenemos suerte. Aunque pocos, los nacidos en este paraíso (aunque sólo el accidente del nacimiento sea nuestro patrimonio) son, si nos apuran, fundamentales para entender la historia del país: un pilar del periodismo y la libertad de prensa, Manuel Buendía, nació en Zitácuaro; un adalid del avance político nacional –no nacido en Michoacán, pero de “intensa raigambre purembe”- es Cuauhtémoc Cárdenas y su padre es un icono de la Historia mexicana. El Tata Lázaro es señera figura para todos los mexicanos… y nació en Jiquilpan.
Tenemos incluso un astronauta, oriundo de La Piedad. Lo mejor (mediáticamente hablando) que ha generado ese lugar del oriente del estado en donde se asienta la pujante industria porcícola de la entidad. Su familia -como prescribe el guión de todo michoacano sin oportunidades- huyó de la zona piedadense a principios de la década de los sesenta del siglo pasado.
Era lógico: por más esfuerzos que hicieron, pasando por trabajos infames, tratos despóticos, sufriendo todo tipo de penalidades y sin más expectativa que la miseria en el paraíso michoacano -pleno de palomas mensajeras- los papás del astronauta optaron por el infierno gringo. En ese infame y hostil entorno, José Hernández, cosmonauta e hijo de (es)forzados inmigrantes, pudo hacer algo negado a la mayoría de personas de su clase: soñar, estudiar, mejorar las condiciones de vida.
Sólo conozco un lugar en donde el inefable “echarle ganas” tiene sentido: Estados Unidos. Así narra José Hernández, en el depurado estilo de las semblanzas heroicas de Selecciones del Reader´s Digest, el descubrimiento de su vocación, cuando era un estudiante de educación superior en Estados Unidos:
Me encontraba limpiando con azadón una fila de remolacha azucarera en un campo de cultivo cerca de Stockton, California y escuché en el radio de transistores que Franklin Chang-Díaz había sido seleccionado como astronauta. Ese fue el momento en que dije “quiero viajar al espacio”; desde entonces, es algo por lo que he luchado cada día para hacerlo.
Hoy, José es otra muestra de lo que Michoacán produce cuando se dan las “condiciones óptimas” para hacerlo. Normalmente, esas condiciones son generosas, al alcance de todos: no tener alicientes o expectativas razonables en la tierra que vio nacer al Generalísimo Morelos. Estar jodido pues. Todavía lo recuerdo en su visita a México luego de su regreso del espacio sideral: una placeada memorable. Hasta la Cámara de diputados o la de senadores le abrió las puertas. Ahí se habló de crear una “agencia espacial” ¿con sede en La Piedad?
Mientras no se tengan manuales de operación, instrucciones a seguir o rutas de valoración para la movilidad social a partir del mérito, de la constancia y la capacidad, seguiremos festejando logros de michoacanos que consiguen ser reconocidos… a pesar de Michoacán.
¿Cuáles son nuestras prendas actualmente? Son como franquicias. De hecho, esto de la fama y el “trascender”, es un asunto que -supongo y concedo- no es de interés para los luego “franquiciados”. Digámoslo así: ni a Miguel Bernal Jiménez, ni a Ramón Martínez Ocaranza o Alfredo Zalce (por mencionar tres cimas locales) les interesó otra cosa que ser dignos depositarios del don del cual fueron usufructuarios: la música, la poesía, la pintura.
El interés fue de otros.
Primero la familia, luego algunos fans sinceros, devotos y desinteresados; luego de algunas instituciones, fundaciones y asociaciones civiles hasta hacer efemérides festejables, festivales, homenajes, ediciones, grabaciones, exposiciones retrospectivas. Ya podemos decirlo: la industria del reconocimiento, iniciada en el siglo XX, encontró sus expresión “más acabada” (mientras no salga una “aplicación” más novedosa) en el siglo XXI.
Nada personal: no sé si Bernal Jiménez es el excepcional músico de quien habla la leyenda. Sé, en cambio, la importancia y beneficios que reporta en la actualidad a sus herederos y a la sociedad. Don Miguel debe estar feliz allá, donde se encuentre.
Ramón Martínez Ocaranza igual aunque en reductos menos vistosos. La literatura (y peor: la poesía) no tiene los espacios tan amplios y redituables de la música. Su impacto es menor en el mercado franquicitario. “Factura menos”, por decirlo contablemente. Quizás sea mejor así: ya lo dijo Gracián: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Tal vez Ocaranza (es más conocido por su apellido materno) nunca imaginó la trascendencia de su obra. Fue necesario el interés de la familia primero, el de algunos seguidores del poeta después -Alejandro Delgado, de los más notables y quizás el primero en hacer un estudio de la obra ocaranciana– y luego el de instituciones en sus áreas culturales, quienes le han dado un lugar relevante en el parnaso michoacano.
Zalce no escapa al formato. Fue parte del grupo de muralistas agrupados en la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) en donde figuraban Siqueiros, Juan de la Cabada, José Chávez Morado y otros. Es parte de los muralistas distinguidos de esa etapa… y con eso era suficiente para la sociedad moreliana. Con ese palmarés regresa al “Jardín de la Nueva España”. En ese jardín se forja la leyenda.
Son numerosos sus discípulos, alumnos, admiradores y copiadores al grado de tener legiones de “zalcecitos” en la geografía local (ahora ya menos; las modas son eso: pasajeras, trashumantes). No estoy seguro si decir –hoy- “fui alumno de Zalce,” siga siendo una garantía de éxito… pero lo fue. Sin su bendición (aunque a él, en lo personal, le importaba un pito eso de “reconocer” o “bendecir” a alguien) todo era más complicado. Los años finales del pintor patzcuarense, estuvieron colmados de feligreses (ya no discípulos) visitando su casa, su taller, talacheando acá y allá, pugnando por ser considerados como sus alumnos.
Creo Alfredo Zalce se aburrió de ser Zalce. No me imagino al pintor patzcuarense puliendo estrategias de comunicación para ser más famoso, más solicitado. Terminó resignado de ser eso en lo que fue convertido. Hoy, no son pocos quienes nos preguntamos si en realidad era tan bueno como creímos, o era tan bueno como necesitábamos lo fuera.
El índice onomástico de nuestras glorias es extenso. La mayoría no “se hizo aquí”. No había forma… de hecho nunca “hay forma” de hacerlo. Hay que salir, airearse, no ver el mundo como las ranas: su charco como centro del universo (hay quienes atribuyen ese comentario batracio a Zalce… aunque lo pudo decir cualquiera, claro).
Van otros nombres de michoacanos no forjados localmente: José Rubén Romero, Concha Urquiza, Carmen Báez, Jorge Reyes, Domingo Lobato, Adolfo Mexiac (y no por el infame mural del Palacio Clavijero, de Morelia), Octavio Bajonero, Luis Sahagún… es cosa de sumar. Michoacán es pródigo con sus hijos notables.
Falta hacerle justicia a nombres aún en la oscuridad pero sin los cuales el mundo no sería el mismo: Jesús R. Guerrero, autor de Los olvidados, libro inspirador de la cinta del mismo nombre dirigida por Luis Buñuel quien, por cierto, no le dio crédito alguno en la famosa cinta premiada. ¿Qué pasa aquí? ¿Acaso el asunto no merece una investigación, una tesis de doctorado de “nuestra máxima casa de estudios”? ¿Una beca del FONCA para develar el misterio?
Luego está otro escritor mitológico y desconocido: Xavier Vargas Pardo a quien -según la leyenda necesaria- Juan Rulfo consideraba un excepcional escritor, pero sólo ha conseguido serlo (y hace poco) a nivel local. ¿Cómo se convirtió en un icono?
Escuché su nombre por primera vez en un trayecto en lancha de Pátzcuaro a Janitzio en la década de los ochenta. Navegábamos -entre otros- José Luis Rodríguez Ávalos, Arturo Molina, Vicente Leñero, Edmundo Valadez y (creo) Marco Antonio Campos. En algún momento, Valadez habló de un escritor, cuyo nombre no recordaba, a quien Rulfo consideró un excelente narrador. Alguien soltó nombres y finalmente la memoria del autor de La muerte tiene permiso se iluminó: “Exacto: Xavier Vargas Pardo”.
Quizás a partir de ahí su nombre circuló de manera más fluida.
Su “obra cumbre”, Céfero, editada por el Fondo de Cultura Económica (FCE, 1961) tuvo su primera reimpresión cuarenta años después de ver la luz y la Secretaría de Cultura de Michoacán, al cumplirse cincuenta años de la primera edición de ese librito de cuentos, la reeditó no sin antes crear un premio literario con su nombre.
No hay lugar del país en donde sus habitantes, con sus usos, costumbres y preocupaciones no tengan, como una misión cívica, encontrar una personalidad descollante. Alguien a quien presumir. Un hijo de esa tierra que sea ejemplo de la generosidad de un terruño para el mundo. A veces se logra; pero casi siempre, no.
Gaspar es, se mencionó más arriba, una figura importante en la literatura que se hace en Michoacán… no digo de la “literatura michoacana” porque tal cosa no sé cómo explicarla o delimitarla: ¿hay temas como para perfilar alguna particularidad purembe en la escritura de sus amanuenses y creadores? Si nos atenemos a la obra poética de Gaspar, ésta no puede distinguirse por sus “temas michoacanos”. De hecho, difícilmente podrá encontrarse alguna michoacaneidad en su obra poética pero sí de manera frecuente en sus comentarios sobre la obra de escritores, pintores o, en general, artistas michoacanos.
Y sin embargo, paradójicamente, desde hace cuando menos tres décadas, la especie “literatura michoacana”, ha tenido en Gaspar una figura central. ¿Cómo ocurrió? Algunas opciones: no hay un bardo local que haya estado tan cerca de ganar uno de los más prestigiados premios de Poesía (el Aguascalientes); no hay muchos escritores michoacanos que hayan sido reconocidos por incuestionables personalidades de la literatura mexicana (porque, a diferencia de lo antes expresado, sí creo hay una “literatura mexicana”… al menos hasta hace unos años) y a Gaspar, más de una vez, José Emilio Pacheco le dedicó elogiosos comentarios.
No se necesita más. En un medio hostil como el provinciano, es trascendente ser nombrado por luminarias del centro del poder económico, político y cultural. Poco se ha avanzado en aras de prescindir de la tutela, del reconocimiento del DF para los productos allende la capital. El “fuera de México, todo es Cuautitlán” sigue vigente. Ya menos, pero goza de cabal salud.
Emprender un trabajo en donde se indaguen las circunstancias que posibilitan el surgimiento de “referentes” culturales o sociales, es una empresa abordada desde el atrevimiento de un sujeto (yo) ajeno, alejado e indiferente, a los preceptos académicos de la investigación; de sus reglamentos y condiciones sine que non una aventura de este tipo es digna. No me interesa si cuento o no con ese aval. Aun más: las licencias que me he tomado la libertad de poner en práctica, hacen de este texto un extraño ejemplo de hibridez: una parte biografía, otra parte especulación, ciertas parcelas recreación (e incluso ficción) y muchas apreciaciones personales.