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El siglo de las luces

Polet Andrade

Durante el invierno, después del trabajo, me gusta pasar por Mártires, la calle de la estatua con la lengua de fuera. Ruta que no acorta mi trayecto a casa, pero lo hace más llevadero, especialmente a esas horas en que el clima y el tráfico se tornan temerarios. A medida que la ausencia de luz sobreviene cada vez más temprano, las personas se entregan a los bajos instintos. Lo único que todos quieren en invierno es salir cuanto antes y refugiarse en sus casas. Desde el interior de sus coches insultan, manotean y prenden el aire caliente al máximo, en un loop indefinido. Cualquier alteración es válida. Todo sea por desvanecer los temblores de la temporada.

Nunca me ha emocionado manejar, y mucho menos ser parte de la catarsis colectiva de invierno, una tradición tan propia de las ciudades como los suicidios, las campañas publicitarias de juguetes y los salarios bajos con sus míticos bonos navideños. A menudo rechazo los aventones que me proponen mis colegas y tomo mi caminata con cierto cariño; este trayecto se agradece por evitarme el tráfico, ese trámite de la vida citadina.

Frente a la urbanidad es importante tener pequeños antídotos para mantener la cordura, para salvarse, si no del frío, por lo menos del bullicio. Esta superstición se vuelve necesaria incluso para ateos, quienes bajo alguna excusa, secretamente se conceden licencia para perderse dentro de alguna parte olvidada de la ciudad. Encontrar algún detalle que brinde un sucedáneo para la soledad, el tedio o, en sus peores casos, la rutina. Y durante esos largos meses donde el frío cala hasta el tuétano y la rutina muerde con todo, es preferible adentrarse de lleno al clima que a la cultura decembrina del consumismo.

Mártires queda a unos diez minutos del trabajo caminando; una de esas calles desatendidas con casas viejas que conservan sus techos caídos y faroles de luces cálidas; de lejos dan la ilusión de que siempre es de día.

Se cuenta que por los materiales antiguos, muchas de las paredes en esta calle tienen la capacidad de guardar y retener los secretos de quienes alguna vez las habitaron. Hay quienes creen que tocar sus paredes es el opuesto directo de tocar madera para prevenir adversidades. Es este pensamiento el que aleja a más personas del lugar.

De cerca, las casas se vislumbran plagadas de estatuas y frases en latín. Hay quienes exhiben santos o incluso mascotas familiares, canonizadas en piedra. Cada quien con sus mártires personales.

Al final de la calle, ya llegando hacia los suburbios, está la plazuela. Es en esa intersección diminuta donde hay una pila incompleta. El pedazo arrancado corresponde a una estatua pagana, con vaga forma de gárgola, una sonrisa que prácticamente le oculta la cara y unas orejas enormes encima de unos ojillos diminutos. A pesar de que estaba reducida a un hueco, y aun cuando se encuentra cubierto de nieve, la característica lengua parece todavía visible. Se trataba de una deidad pagana, muy diferente de los mártires y benefactores del resto de la ciudad, un dios para maldecirlo y no para agradecerle.

En otros tiempos la gente acudía a la intersección de rodillas, susurraba sus secretos al oído de la imagen y escupía en su boca. En ese entonces, parecía que la sociedad estaba dotada de una ira más perfecta. Su confidente, dios mismo, ya era la forma suprema del insulto. Se inclinaban ante un dios sin nombre, pues el lenguaje es incapaz de sospechar una ofensa tan grande.

Nunca con disculpas ni peticiones, sólo como una salida para derrochar anécdotas. Una actividad íntima y cotidiana a la vez, a diferencia de los confesionarios modernos, donde sólo existen pecados o penitencias. Una relación lastimera de expiación y pasiones. Sin lugar para la catarsis íntima, donde las ofensas desgastadas pierden el significado tanto como la redención.

Si acerco el oído con cuidado, puedo escuchar todavía algo que no puedo definir, parecido a un mar de susurros. Como si las maldiciones de hace años y el tráfico intersectaran aquí en forma de una sola afrenta. Una ofensa tan recóndita, que me causa temor dar con la palabra que la defina. Quizás ese debería ser el nombre de la estatua.

Visito el hueco en la pared de Mártires tanto como puedo, con nuevas anécdotas: de mi jefe, de las festividades, de las cosas que ignoro, las que son irremediables; y también insultos ejemplares que escucho en la calle. Acaricio esa estría, única en la ciudad, donde sin importar la hora parece que siempre es de día. A pesar de que ya no está la estatua, me gusta pensar que fue destruida y su material poroso continúa recopilando secretos. A lo mejor aquella deidad sobrevive dispersa en la acera o en forma de banco, conviviendo con la miseria cotidiana; esperanzada de atraer a algún otro infeliz a su calle reluciente. Esperando el momento indicado para soltar su palabrota y dar un verdadero motivo para deschavetar a alguien un día de estos.

Escupo directamente sobre la nieve. Sigo mi ruta. De acuerdo al folclor pagano, los secretos contenidos en la estatua siempre se guardaban en invierno, para que se derritieran con la nieve durante la primavera. Prosigo mi camino, seguro de que es justo en primavera cuando se descongela el infierno, y los confesionarios se llenan.

La nieve congela mi escupitajo y se encarga de borrar cada uno de mis pasos. En realidad, todo agradezco. Estas calles abandonadas son lo más próximo a una deidad personal que puede hallarse en estos días. El frío no ha cedido. Apenas y vislumbro una luz parda. Parece que afuera ya casi es de día.

Imagen: Marceline Smith/Flickr

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