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El verdadero amigo

Historias con olor a jabón chiquito es un libro que reúne una serie de relatos donde la infidelidad, la confusión y el cinismo forman un triángulo perfecto para reconocerse como parte de una sociedad que ya poco le importa esa antigua palabra llamada monogamia.

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Con la autorización de su autor, les compartimos una de estas historias y les invitamos a que adquieran el libro ya sea en formato digital o impreso en la tienda de Amazon.

El Verdadero Amigo

Roberto Tinajero Corona

Tanto va el cántaro al agua, hasta que se rompe. Y así le paso a mi amiga Sugey, una voluptuosa y bien proporcionada mujer (esto último me lo dijo el coprotagonista de esta olorosa historia) que, con todo y sus encantos no pudo lograr que su esposo saciara en ella sus calenturas, pues resulta que Diego, su marido, llegaba varios días a la semana en la madrugada o, simplemente, no llegaba. Así, la buena Sugey, cansada y al mismo tiempo insatisfecha – vaya usted a saber cómo pasa eso –, también buscó donde saciar sus calenturas, y como el que busca encuentra, y como siempre hay un compañero de trabajo dispuesto a ofrecer sus brazos para consolar a la bonita de la oficina,  el día menos pensado ella se encontró frente a una espalda amplia y un par de fuertes brazos que le brindaron la satisfacción y el gozo – eso sí sabemos cómo pasa – que en otro tiempo recibiera, en la santidad de su hogar, del buen Diego.

Sugey, al saber que Diego aplacaba sus calenturas por la noche, comenzó a visitar con regularidad, y siempre por las mañanas, un motel en compañía Ramón, su joven y espaldudo colega de trabajo. Eran tan frecuentes sus visitas al mismo motel, que la consabida y automática pregunta del encargado: “¿sencilla o suite?” ya era obviada y, acostumbrado a los puntuales clientes, se limitaba simplemente a decir el número de la habitación que en cada visita les asignaba, y que, dicho sea de paso, siempre era sencilla.

Así transcurrieron varios meses durante los cuales Sugey, confiada en que Diego era un ilícito amante de hábitos nocturnos, le dio vuelo a la hilacha, varios días a la semana y siempre en habitación sencilla, gracias a que su trabajo así se lo permitía. Siempre el mismo lugar y casi siempre la misma hora. Cabe mencionar que el motel de los tórridos encuentros está ubicado sobre una de las carreteras más transitadas, a la entrada de una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme. Lo que sí recuerdo perfectamente es que la oficina donde Ramón y Sugey aún trabajan se localiza muy cerca del motel, no así la oficina de Diego, ubicada en un sector opuesto. Esta circunstancia geográfica dio una gran tranquilidad a Ramón y Sugey, pues éstos coincidieron en que Diego jamás pensaría en utilizar ese hospedaje por temor a ser visto por ella. La falla en tal deducción fue muy simple: Diego jamás imaginó que su esposa visitara ese o cualquier otro motel, así que la confianza que éste sentía al entrar a cualquiera de esos sitios, sin importar la hora, era total.

Algunos meses después del primer encuentro entre la insatisfecha y el de la espalda tipo ropero, ambos acudieron al motel por la mañana como era su costumbre, dispuestos a conocerse más a fondo, como lo hacían, también, en cada visita. Siempre llegaban en el coche de Ramón para evitar que alguien pudiera  reconoce el de Sugey. Gracias a eso, al uso del coche de Ramón, una mañana de frío invierno, cuando la feliz pareja se disponía a ingresar al motel, poco antes de llegar a la ventana del acceso desde la cual ya no les preguntaban “¿sencilla o suite?” pero donde se detenían a pagar, salvó la reputación de Sugey.

En esa pausa el avispado Ramón pudo ver que un vehículo estaba por salir y lo reconoció de inmediato. Es necesario aclarar que por la hora del día, el sol generaba un reflejo en el parabrisas de su coche que impedía la vista hacia el interior a la persona que estuviera parada frente a él. Por tal motivo los ocupantes del coche que salía no pudieron ver a los ocupantes del coche que entraba, es decir, no vieron a Ramón y Sugey, pero ella, de inmediato identificó el vehículo y al conductor del vehículo que salía: era Diego, su calenturiento marido. Ramón, que ya se disponía a dar marcha atrás para permitir la salida del otro coche, notó la expresión de Sugey. Una mezcla de indignación y miedo transformaron el rostro dulce y tierno de su compañera de baño y untos de jabón chiquito.

Sugey, como impulsada por el más puro instinto de sobrevivencia, bajó del coche ante la mirada atónita de Ramón – que más bien tenía cara de idiota – para dirigirse, con paso firme y gesto encabronado, directamente al coche de Diego quien, al verla, también bajó de inmediato, ambos al poner los pies en el piso ya tenía en la mente la estrategia a seguir; él le reclamaría su presencia en tan pecaminoso lugar, la iba a regañar, pues, o sea que el iluso creyó que reprimiría el coraje de ella generándole un sentimiento de culpa.

–       Así que con ese pendejo vienes a coger a este lugar – gritó Diego antes de que ella pronunciara la primera palabra.

–       No seas cínico, pinche pendejo, él fue el único que me quiso traer aquí para sorprenderte en tus puterías – respondió Sugey con tal coraje que sorprendió al mismísimo Ramón.

Diego, totalmente desarmado, no supo que decir ante el noble motivo que había llevado a su esposa al único lugar donde no esperaba verla jamás.

Antes de dar la vuelta para retirarse, indignada, Sugey le gritó:

–       ¡Tú eres un pendejo! Y él… – hizo una pausa para buscar la palabra, la frase adecuada, hasta que finalmente la encontró – ¡él es un verdadero amigo!

Imagen:

 

photo credit: Thomas Hawk via photopin cc

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