La mexicana alegría: ¿para qué sufrir por separado
si nos podemos joder juntos?
Juan Villoro
Por Chava Munguía
Forcejeamos unos cuantos segundos. La derribé después. En el suelo me abalancé sobre ella y le apreté con fuerza el cuello. Me arañó la cara. Le solté un par de puñetazos. Gritaba. Me maldecía. Con las rodillas inmovilicé sus manos y volví a sujetarla con fuerza del cuello. Pataleó momentáneamente. Fue perdiendo el aliento. Los ojos se le pusieron en blanco. Su cuerpo, blando. Dejó de respirar. Después cogí las lleves del auto. Y me marché.
Manejé un par de horas sin rumbo fijo. Estaba anocheciendo. Me detuve en un pueblo. No sabía su nombre ni en qué parte se encontraba. Busqué la única gasolinera y llené el tanque. Compré unos cigarrillos y me volví a poner en marcha. Era una noche fresca, nublada, lluviosa a ratos. Conduje por un tramo lleno de curvas en ascenso. No reconocía nada. En el paisaje había muchos pinos, árboles grandes y robustos, imponentes precipicios. A lo lejos se veían casitas con rojizos tejados de madera. El cielo se iba despejando cuesta arriba. Bajé los vidrios del auto, olía a pinos, a encinos, a madroños, a cipreses, a tierra mojada. Disminuí la velocidad, no muy lejos se oía el descenso suave de un riachuelo. Me orillé y bajé del auto. Chispeaba. Desde lo alto de la colina, el viento soplaba fuerte. Era un paisaje de fines de mediados de otoño, las hojas estaban teñidas por el dorado y el pálido color que producen las hierbas secas a punto de morir. Inevitablemente, pensé en el bello rostro de Elena. A ella le hubiera encantado estar aquí. También tuve ráfagas de lo que había sucedido apenas una horas antes: era el rostro inerte de Elena. Me invadió un pánico terrible. Era un pánico que comprimía todo mi pecho, incluido el corazón que me palpitaba apenas, tenía dificultad al respirar, sudaba a chorro, sentía mareos. Aun me dolía la cabeza del jarrón que Elena me había estrellado en la nuca. Me recargué en el cofre del auto y respiré hondo. Enseguida comencé a devolver. Un minuto después, me senté en el asiento del auto y cerré los ojos. Y comencé a llorar.
Sin duda, la echaría de menos. Me pregunté qué sería lo que más extrañaría de aquella mujer. Encendí un cigarrillo, el quinto de la noche.
Lo primero que se me vino a la mente fueron sus nalgas. Tenía un culo soberano. Sus nalgas eran lisas, suaves, grandes; su culo, redondo, grueso, limpio, listo. Un culo que sin duda había nacido del fuego de Cristo. Fue su culo cubierto por una falda corta y negra lo primero que vi, esnifaba coca en un rincón, de espaldas a todos. Había pasado casi año y medio de aquella fiesta en donde la conocí.
—Hola, perdón por mi atrevimiento, pero qué bonitas nalgas tienes –le dije mientras le ofrecía un trago.
—Lástima que no sean tuyas –me contestó con una bella sonrisa y con la mueca que hacen todos después de haber consumido coca. Aquella noche terminamos follando en un baño. Ella se corrió rápido. Yo no pude, estaba muy borracho. Y así, una noche cualquiera, dos fugitivos se encuentran en el vasto, inseguro y violento universo.
Tres meses después, me fui a vivir a su casa.
Me subí al auto, encendí otro cigarrillo, el sexto de la noche. Eché a andar el auto y avancé despacio, otra vez sin rumbo fijo. Recordé que había pasado casi un día sin comer. Me invadió mucha sed y hambre. Se me antojaron en ese momento los huevos rancheros que Elena preparaba todos los sábados. Era una costumbre sabatina, despertábamos aun borrachos y Elena tenía la fuerza para levantarse, partir naranjas, exprimirlas, hacer el jugo, coser tres chiles, un jitomate y una cebolla para la salsa, después seguían los huevos. Hacía unos huevos estrellados que rayaban en la perfección. Su técnica era casi artesanal. Quebraba los huevos con una sola mano, después arrojaba los huevos delicadamente e iba moviendo el sartén de manera circular, los bordes nunca iban fritos y la yema era líquida y jugosa, al final les ponía una pisca de sal y pimienta. Eran exquisitos.
Manejar de noche me relajaba. Había dejado de llover. Me di cuenta que mis manos, sujetas al volante, tenían restos de sangre seca. Hasta ese momento me di cuenta que también tenía sangre en la camisa y en el pantalón. Disminuí el paso, prendí la luz interior del auto y me vi en el espejo retrovisor. Me veía demacrado. Tenía un largo y profundo rasguño en el pómulo derecho. Sentí pena por mí mismo. Casi nunca me miraba al espejo, salvo cuando me fuera a rasurar y eso era muy de vez en cuando. Me asustaba verme, además, el hombre que se ve al espejo sin necesidad, peca de mucha soberbia y, ya de pecados estaba harto. Asesinar a otra persona debía ser uno de mis peores pecados. No es el peor, habrá que decir. Un asesinato es adelantarte un poco a los que Dios se va a encargar de hacer más tarde. El problema era que había asesinado a la persona que amaba. Encendí otro cigarrillo, el séptimo de la noche. Conducía a baja velocidad. Ahora iba en descenso por aquel mar de curvas. En qué momento se había jodido todo entre nosotros, pensé. Las relaciones se joden desde el primer momento en que dos personas deciden coger sin estar borrachos. Yo era un hombre jodido desde el principio, desde aquella vez del baño. Era un hombre enculado de una mujer como nunca. Todo fue muy rápido, no recuerdo en qué momento ya vivía en su casa. Además, seducido por la idea de que cada quien tendría su propio espacio, su propio cuarto, cada quien tendría el derecho de salir con quien fuera, de acostarse con quien se nos pegara la gana. Palabrería nomás. Yo no estaba dispuesto a dejar mosquear el ganado. Tarea casi imposible.
Elena poseía una belleza rara y extrovertida. Era una mujer segura, atractiva y condenadamente coqueta. La soberbia de toda mujer joven y guapa. Tenía toda la energía de una chica de 23 años. Casi todos los días salíamos, bebíamos y consumíamos alguna droga. Pero yo era un hombre de 33 pesados años, me costaba trabajo recuperarme pronto, o coger tres veces una noche -un hombre de 33 años necesita que lo abracen en la noche o, al menos que lo dejen en paz, durmiendo-. El problema de relacionarse con veinteañeras es que nunca están conformes con nada, ni con nadie, pareciera que siempre están a punto de marcharse a algún lugar, como si las esperaran en otro sitio donde en realidad está la mejor fiesta. Elena no era la excepción, de vez en cuando salía con otros chicos a los que llamaba amigos. He insistido hasta el cansancio que un hombre y una mujer no pueden ser amigos, en el aire vuela una tensión sexual. Ni siquiera confiaba en sus amigos afeminados, no son distintos a uno; están hechos de un pene que también se les para, de diez dedos y una lengua. Yo desconfiaba siempre de ella, no se trataba de inseguridad, era prudencia, era miedo. El miedo, la sana reacción de cualquier ser vivo ante el peligro. El miedo nos protege y nos salva. Lo que no tiene miedo se extingue estúpidamente. Yo tenía miedo de perderla. No tenía pruebas pero era consiente que de vez en cuando me engañaba. Y, quien crea que su mujer no lo engaña, es un ingenuo. Las mujeres lo hacen bien, constantemente y cuando menos lo imaginas. Además, la mujer tiene la obligación de traicionar a un hombre, a muchos, a todos. Yo sabía cuando me engañaba, y poco o nada podía hacer. Elena regresaba a casa desilusionada y triste. E incluso, me daba la impresión que las veces que me traicionaba me quería más.
Milan Kundera decía que la traición significa abandonar las propias filas e ir hacia lo desconocido. Elena parecía arrastrarse a terrenos desconocidos, propios de una veinteañera. Kundera, insistía, además, que la primera traición es irreparable, producen una reacción en cadena de nuevas traiciones. Yo también formaba parte del escalafón de nuestras propias traiciones. Traicionaba a Elena, no con el afán de venganza, quizá, incluso, lo hacía antes que ella, pero había una diferencia, no lo hacía buscando caminos desconocidos, era más por una forma de ir aferrándome del mundo a mí manera. No solo era placer, era más una obsesión, no por las mujeres, sino por lo que hay en ellas, las diferencias que distinguen a una de otra. Pero tantos los hombres como las mujeres nos indigna saber que no seremos los primeros, al entender que no somos los últimos y al descubrir que no somos los únicos. Pero hay de traiciones hay traiciones. No es lo mismo traicionar a tu patria que traicionar a tu mujer. Como no es lo mismo traicionar a tu mujer con otras mujeres lejos de su mundo. No será lo mismo traicionarla con una puta que con su hermana. Como tampoco lo es que tu mujer te traicione con un amigo, por ejemplo. Elena me traicionó con Teo, mi amigo, uno de los que dicen se cuentan con los dedos de las manos. No solo se trata de una traición, se cuenta por dos.
Había ya consumido la mitad del tanque de gasolina. Atravesé la avenida principal de un pueblo de paso. Tenía entumidas las piernas por el frío y por tanto tiempo de permanecer sentado. Busqué un lugar apropiado para estacionarme, bajar a estirar, orinar. Afuera del auto hacía un frío que me quemaba los huesos. Encendí un cigarrillo, el décimo de la noche.
No se cuida a una mujer de los desconocidos, se cuida de nuestros propios amigos, los enemigos son invisibles. Un amigo siempre desea tirarse a tu mujer. El amigo está al acecho de tu mujer, busca un descuido, un tropiezo para quedarse con tu mujer y echarte a patadas de tu propia casa. Podemos seguir tranquilos, porque serán debidamente correspondidos. Yo también llegué a desear a sus mujeres, y las peores de mis crudas morales fueron cuando no pude detenerme en ese hermoso camino de la traición, en esa delgada línea que se divide entre el deseo y la culminación del acto carnal. Teo y Elena cogían descaradamente cuando yo me ponía muy borracho, cuando tenía que salir de la ciudad por trabajo, o cuando Teo sabía que me iba con otras mujeres.
Después de haber orinado, haber estirado y haberme cambiado la camisa ensangrentada. Caminé hacia la plaza. Me había hartado de manejar. Me senté en una banca. No sabía qué hora era. Todavía no amanecía. Encendí otro cigarrillo, el doceavo de la noche.
A partir del descubrimiento de lo de Teo y Elena, nada cambió entre nosotros. No guardé rencor alguno. Yo la quería y ella a mí. No éramos ni muy felices, ni tampoco infelices, éramos una pareja moderadamente satisfecha. El amor se hacía en la mañana en todos los sentidos. Disfrutaba de su compañía, no había tiempo para el aburrimiento y el hastió que exige cualquier larga convivencia. Incluso me gustaban nuestras discusiones inútiles, el gusto por la repetición, que nos recuerda quiénes somos. No se conversa para llegar a una conclusión, sino para escuchar al otro rebatir cualquier argumento nuestro, por tonto que sea. Pero algo había cambiado en ella. Una profunda tristeza la despertaba a mitad de la noche. Despertaba llorando. Constantemente estaba distraída, perdía las llaves del auto, la cartera, el celular. Durante las comidas, retraída, se comía los padrastros de los dedos.
Me subí al coche. Hubiera deseado tener un auto con un motor ruidoso, despertar a los parroquianos, a los fantasmas, también ellos se despiertan con demasiada fuerza. Pensé en Teo. Dónde poder enterrarlo. Para cavar un hoyo profundo necesitaba comer algo, me sentía fatigado y débil. Pobre Teo, en realidad lo estimaba mucho. A Teo lo maté un día antes que a Elena. Decidí matarlo porque era mucho el descaro. Quizá si hubieran sido prudentes y discretos, no lo hubiera hecho. Y porque a pesar de que digan que la amistad es efímera y pasajera, yo era un romántico, seguía –y sigo- creyendo que la amistad es para siempre. O, quizá si me lo hubieran dicho, en una de esas aceptaba, por qué no. Quedamos de vernos en Las Cachorras, un botanero al poniente de la ciudad, vimos el futbol. Hablamos muy poco de nuestros trabajos, le recomendé que leyera a Norman Mailer, hablamos de la selección, deseaba con toda su alma que no fueran al mundial y creía firmemente, a pesar de tanta pendejada, que el Chicharito debía seguir siendo titular. Salimos a las once de Las Cachorras. El plan era seguir bebiendo en mi casa. Me preguntó por Elena, le dije que ya nos esperaba. Lejos de enojarme, sentí pena por Teo, me embargó una tristeza y unas ganas de matarlo de una vez. Todavía no le disparaba y ya lo extrañaba. Pobre Teo, en realidad lo quería, era de esos amigos que dicen, se cuentan con los dedos de las manos. Nos detuvimos a orinar. Le disparé tres balazos por la espalda y, lo eché a la cajuela. Al llegar a casa, tomé una ducha e hice el amor con Elena. A la mañana siguiente, me tomé el día y no salí de casa. Fuimos a surtir la despensa con Elena, compramos vino tinto para la comida, una botella de mezcal y muchas cervezas. Al salir del súper, estuve a punto de abrir la cajuela, por un momento se me había olvidado que ahí se encontraba Teo. No pude evitar reírme un poco. Subimos todo al asiento de atrás y nos fuimos.
Los parpados comenzaban a ponérseme arenosos. Estaba muy cansado de manejar. Comenzaba a amanecer. De pronto, escuché el sonido que emitía el sonido de mi celular. Estaba tirado debajo del asiento del copiloto. Me tocó trabajo alcanzarlo. Cuando por fin lo tuve en mi mano colgaron. No me dio tiempo de saber quién llamaba. Lo puse entre mis piernas. Un minuto después volvió a sonar. Era el teléfono de Elena. Me quedé helado. Escuché el propio sonido que emiten las tripas en el momento de la emoción o del miedo.
—Bueno, buenoooo, Salvadoooor, contestaaaa, chingao.
Colgué. No sabía que contestar. Era la voz suave y dulce de Elena.
Volvió a sonar el celular.
—¡Buenoooo! ¡Cariñoooo! ¿Por qué no contestas?, ¡Salvador, carajo, responde!
—Bueno –dije-. No reconocía mi voz, sonaba hueca, a destiempo.
—Cariño, ¿dónde has estado?
Silencio.
—¡Salvador, por favor, contesta, carajo!
—Elena, perdón –dije.
—¿Dónde has estado? Feliz, cumpleaños, mi amor –había olvidado mi propio aniversario.
—Cariño, ¿dónde te metiste el día entero? -Elena arrastraba las palabras-. —¿Dónde estás? –volvió a insistir.
—Ven, rápido, Salvador. Te extraño. Hace mucho frío. ¿Te saliste con chamarra al menos?, te vas a volver a enfermar.
Tenía un nudo en la garganta. Sentía el cerebro hecho estropajo.
—Voy en camino, Elena.
—Apúrate, ya se van todos.
—¿Quiénes?
—Los invitados, Teo, Amy, Trini… los demás ya se fueron, te estuvieron esperando.
—Enseguida llego.
Metí fondo al acelerador. El velocímetro marcaba 150, 160, 170 kilómetro por hora. Velocidades que solo a Dios le gustan.
Volvió a sonar el celular.
—Buenooo –contesté agitado.
—¿En dónde vienes? –preguntó Elena-.
—No sé, cariño.
—Pues apúrate, ya se fueron todos, solo quedamos Teo y yo.
Encendí el último cigarrillo. Amanecía. Había un filo rosado que bordea el cielo allí, enfrente de mí. A través del teléfono alcanzaba a escuchar una triste canción, era Heaven knows I’m miserable now, de los Smiths. Eran sonidos a nostalgia, a la piel de Elena, a mi hogar.