Estaba enamorado de Amanda. Lo supe desde la primera vez que desperté a su lado. Aquella mañana el sol se reflejaba sobre las paredes blancas y sobre su oscura melena. La observé de pies a cabeza, estaba completamente desnuda; tenía la piel suave y lisa, pura y blanca; tenía una cintura muy fina, las caderas anchas y los senos pequeños; conservaba el calor indefinido que poseen los cuerpos jóvenes. Enfrente de mí había un espejo, busqué mis gafas, vi el reflejo de mi cuerpo desnudo, el tiempo cumplía su obra de destrucción.
Había una calva que también brillaba con los rayos del sol, un mar de arrugas alrededor de mis ojos, una ridícula papada y una panza abultada. Aquello era desagradable, volteé la vista de inmediato, me recosté a un costado del cuerpo de Amanda, que dormía tranquila y que respiraba con facilidad. Pensé en volver a penetrarla, pero pronto descarté esa idea. Me sentía fatigado. La potencia viril disminuía de manera preocupante. Era un hombre que envejecía en picada, de mediocre valor genético. Acababa de cumplir 45 años.
Acaricié su espalda, despertó y me dio un beso en la mejilla.
-Quiero vivir contigo. Me haces muy feliz -le dije. Amanda se quedó callada, se dio la media vuelta y se volvió a quedar dormida.
Después de los cuarenta años, el hombre debe de saber que tiene los días contados. El cuerpo sigue un proceso de rápida destrucción. Un cuarentón debe vivir el aquí y el ahora, porque luego viene la enfermedad, la invalidez y la muerte. Yo tenía, según los médicos, el tiempo contado, los doctores me daban un lapso de dos años para vivir dignamente. Mi corazón estaba haciéndose tan grande que no existía medicamento para detenerlo. Yo tenía la esperanza de vivir con Amanda hasta mis últimos días, los que fueran, tenía el deseo de intentarlo hasta el final. La quería. Ya suficiente tiempo había perdido con dos matrimonios fallidos.
A pesar de que mi libido disminuía, penetraba a Amanda todas las mañanas antes de irme a trabajar; la penetraba durante mucho tiempo, esperaba su orgasmo. Por las noches comencé a tener dificultades; tenía breves erecciones y para poderla penetrar, ella me chupaba con afecto y voluptuosidad. Para el día del amor y la amistad hice una reservación en un lujoso hotel, cenamos y bebimos dos botellas de vino blanco. Nos desnudamos de prisa; enseguida, nos metimos a la tina, nos acariciamos con dulzura primero; después, la besé con ansia y fuerza; a los dos el corazón nos latía muy deprisa, a ella por tener un corazón joven y excitado, a mí, porque el corazón me crecía como un estúpido mocetón. Le pedí que se volteara, paró el culo e intenté penetrarla. En un parpadeo la pija se me había vuelto un poco guanga, como las banderas a media asta. Amanda se salió de la tina y me dio la mano, la seguí hasta la cama, me recostó y se subió encima de mí, sentí unos lametones en el glande que de nada sirvieron. El rostro de Amanda se ensombreció. Se bajó de la cama, se puso una bata y se terminó el resto de la botella de vino blanco. Pensativa, a los lejos, me observaba como cuando alguien ve fantasmas.
-Deberías de tomar algo –dijo.
Me sentí peor que un desgraciado. La culpa era del tiempo, guarda sórdidas bromas justo en el momento menos esperado. Por la mañana, volví a recordar lo que me había sugerido Amanda: “debería de tomar algo”. Me sentía turbado, Amanda sabía –no del todo- mis problemas del corazón. Sabía que las famosas pastillas azules las tenía prohibidas. Pero los hombres a lo largo de la historia, son responsables del deterioro evolutivo, mantienen un estúpido amor por el riesgo y el juego, por una grotesca irresponsabilidad y por una peligrosa vanidad. Desde luego es posible morir y pensar en la muerte, pero no estaba dispuesto aún a renunciar a los placeres humanos. Por eso tomé las pastillas, me importaban un carajo las consecuencias. Desde el primer día en que comencé a tomarlas las cosas dieron un brusco tremendo. La penetraba en las mañanas hasta que ella se corría. Faltando una hora para la comida me tomaba solo la mitad, cuando llegaba a casa tenía el pene caliente, irrigado de sangre, la penetraba durísimo y me corría enseguida. Al finalizar el día me tomaba una viagra completa, me permitía hacerle el amor en todas las posiciones, incluso, era capaz de provocarle violentas contracciones y de que tuviera orgasmos uno enseguida de otro. Para no perder condición, aumenté la dosis de medicamentos, pero pronto comencé a sufrir los efectos secundarios. Una noche después de hacer el amor, mi corazón se desbocó tanto que daba la impresión de haberse vuelto loco, latía demasiado deprisa; de golpe comencé a sudar muchísimo. Amanda se acurrucó en mis brazos, me besó la calva, acarició mi cuello, me dio algo de beber. Enseguida dijo:
-Tienes una panzota.
No supe qué responder, ni tampoco qué pensar. A la mañana siguiente me inscribí en un gimnasio; más tarde, hice una cita con el nutriólogo. Así transcurrió un mes; aburriéndome en el gimnasio y pasando hambres los días posteriores. Una mañana, mientras trotaba en la caminadora, y la panza no bajaba ni un milímetro, pensé que lo mejor que podría hacer era recurrir al bisturí. Contaba con los recursos, no para detener el tiempo, sí para poder engañarlo. Por la tarde hice una cita con un médico cirujano. Me sometí a una rigurosa dieta antes de la operación. También firmé un papel para exonerar a los médicos sobre los riesgos que implicaba una operación para un enfermo del corazón como yo. Fue una operación complicada, con molestias posteriores, con una recuperación lenta y dolorosa. La recuperación duró cerca de seis semanas y, hasta entonces, pude tener sexo otra vez con Amanda. Por otro lado, me sentía satisfecho y feliz. Nunca en mi vida había tenido el abdomen plano.
Para celebrar, invité a Amanda a Los Cabos. Tuve que comprar ropa más ajustada y juvenil. Amanda estaba radiante como siempre. Llevaba faldas abiertas, blusitas transparentes y, por la noche, en la intimidad, usaba ligueros o un body abierto en la entrepierna. El buen tiempo de la playa mantenía de buen humor a Amanda, su coño siempre estaba húmedo y hacíamos el amor más de dos veces al día. Una noche, antes de dormir, dijo lo siguiente:
-¿Ahora dónde voy a recargar la cabeza?
-¿Cómo que dónde, a qué te refieres? –pregunté sin entender nada.
-A tu panza, obvio. Me gustaba, me parecía sexy. Ahora la tienes fláccida.
No dije nada. Hubo un silencio triste. Después preguntó:
-¿Nunca has pensado en usar peluquín?
El injerto de cabello fue menos doloroso y más sencillo que el bypass. Aunque, para ser sincero, parecía que me habían injertado vellos púbicos; tenía unos cabellos más oscuros que otros, algunos más lacios, otros ensortijados. Cuando me asomaba al espejo me sentía un diente de león, esa hierba que cura molestias estomacales y el gas intestinal, a la que le soplas y todos los cabellitos se los lleva la chingada.
Amanda pasó por mí al salir de la clínica, cuando me vio frunció el ceño y no abrió el pico para nada. Era de pocas palabras, lo cual me parecía interesante. Las semanas siguientes corrieron con absoluta normalidad. Nuestra vida sexual seguía su curso. El placer es cosa de costumbre. Una mañana, después de terminar de hacer el amor, Amanda dijo lo siguiente:
-Qué triste. Ya no te brilla la calva cuando entra el sol.
-¿A qué te refieres? –pregunté alarmado.
-A tu calva, las mañanas no serán las mismas sin el brillo de tu calva.
No dije nada. Me quedé en silencio.
Enseguida agregó:
-En lugar de haberte puesto cabellos, te hubieras operado la vista. Pareces topo.
La operación de mi 4.7 de astigmatismo y de mi 3.5 de miopía fueron un éxito. Se trató de una operación indolora, rápida y barata -comparada con las otras-. Y, a pesar de que el placer se apoya sobre todo en las sensaciones táctiles, especialmente en la excitación racional de zonas epidérmicas, yo no quería ser un ciego buscando a tientas el cuerpo de mi mujer. Duré con los ojos vendados un par de días. Cuando Amanda me quitó las vendas, los ojos me ardían con dolor, poco a poco me fui acostumbrando a la luz. Amanda mientras tanto, me guardaba una sorpresa, yacía completamente desnuda encima de la mesa. Antes de follarla, me tendió una pastilla azul y un vaso de agua. La tomé sin objetar.
La pastilla hizo su efecto de inmediato. Tuve una erección de caballo. Amanda abrió las piernas, entreabrió los ojos en el momento en que la penetré, comencé a moverme dentro de ella; hice movimientos lentos y después más rápidos, lamí sus senos, sentí cómo se le endurecieron los pezones; Amanda gemía cada vez más fuerte, estaba muy húmeda, agradablemente salada; enseguida se montó encima de mí, me pidió que la nalgueara y le apretara el cuello, unos segundos después, Amanda lanzó un largo alarido de placer inaudito, se corrió despacio, con largos estremecimientos; me quedé quieto, seguía muy caliente, con el pene hinchado, dolorido, le pedí que se volteara; a gatas volví a penetrarla, las ondas de placer volvieron a aumentar, empecé a sentir contracciones en la garganta junto a un cosquilleo en el brazo izquierdo; mi corazón latía forzado, el cosquilleo fue incrementando hasta convertirse en dolor, pero nada importaba, no existe placer más intenso que conozca el ser humano que el sexual, la muerte no era prioridad en ese precioso instante; con fuerza, violencia y con movimientos rápidos cogía a Amanda contra mí, quería correrme y era todo. Y si eso implicaba la muerte, qué más daba.
De pronto, comencé a sentir la cabeza muy pesada, sentía mucho calor, Amanda daba intensos alaridos, se le estremecía el cuerpo de felicidad; ahora sí, había llegado el momento, estaba por venirme, nunca había experimentado tanto placer; la vista se me comenzó a nublar, me faltaba el aliento, sudaba a chorros; era el rumor de la muerte. Finalmente me corrí. Un escalofrío de éxtasis recorrió mi cuerpo, después se me volvió a nublar la vista y de nuevo me faltó el aliento. Los caballos que vivían dentro de mi corazón, corrían desbocados. Caí desfallecido. Un ataque fulminante había terminado con mis últimos días de gloria. La desgracia se manifiesta justo cuando por fin se palpa la felicidad de cerca.
Desperté de un ataque cardiaco una semana después, estaba entubado y aún convaleciente. Me sentía muy mareado y extremadamente cansado. Había llegado la hora, esa donde los placeres físicos quedan en el pasado para rendirle cuenta al dolor físico y, casi de inmediato, a la muerte. Tenía la parte izquierda paralizada casi por completo. Me costaba trabajo gesticular palabra alguna, con mucho trabajo pregunté por Amanda. Nadie sabía nada de ella. Para ser precisos, nadie me había visitado una sola vez.
Los días pasaban fríos y breves, pasaban tristemente. Una tarde, llegó un modesto florero, tenía un pequeño sobrecito. Había una carta dentro, escrita en computadora, decía:
Al fondo del sobre hay un polvo, revuélvelo con agua y tómatelo. No sentirás nada. Será breve.
Pd: Para mí, la calva nunca dejará de brillar. Buen viaje, cariño. Un beso.