Si fuera posible, se contarían por cientos de miles las víctimas de las máquinas de guerra de este país, en las que víctimas y victimarios se confunden y cambian de rol según sean los intereses del engranaje y de quienes la aceitan con sobornos y utilidades de las actividades ilícitas, pero también con la sangre de sus víctimas, esos sin rostro ni nombre que, inocentes o no, son engullidos por la bestia de esas estructuras paralelas al gobierno, que ante la incapacidad o complacencia de los representantes del Estado suelen también erigirse como gobiernos casi institucionales.
En un país que históricamente ha expulsado mano de obra hacia Estados Unidos ante la falta de oportunidades, es muy común que un menor crezca con los abuelos o con los tíos, que poco o nada pueden hacer para mantener bajo control a un niño o adolescente desorientado, que alberga un fuerte sentimiento de abandono por parte de quienes menos tendrían que haberlo dejado: sus padres. Estas líneas tratan de uno de ellos, a quien no le pondré nombre ni lugar para no caer en la común presunción de que yo también conozco a alguien.
Al paso del tiempo este adolescente también emigró a Estados Unidos, donde los padres, debido a que tenían cuentas por pagar y por la propia dinámica en la que estaban inmersos, iban a casa sólo a dormir y bañarse, y aunque los hijo estaban ahí, la rutina no cambia, sólo los metieron a una escuela de la que sabían que iban a desertar, y entonces los hijos tuvieron que trabajar porque había impuestos, renta, servicios, créditos pendientes.
Por ejemplo, tengo un amigo que tenía 14 años cuando su familia lo abandonó porque sus padres encontraron un mejor trabajo en otro estado y él se quedó ahí. Imagine usted lo que es un adolescente de 14 años, solo, con casa a su disposición, ya trabajando de medio tiempo y habiendo ya entablado amistad con gringos amantes de la mariguana y los videos gore. Por suerte mi amigo ambicionaba una casa grande y un carro bonito y, una vez superados los sobresaltos de la adolescencia, se puso a trabajar y así evitó terminar como un yonqui.
Pero casos como ese no son mayoría, y volviendo al tema inicial, el menor del que hablaba optó por lo mismo que muchos paisitas: enrolado en pandillas, traficando narcóticos, robando, y más tarde en la cárcel. ¿Qué sucedió después? El Estado lo enjuició, lo castigó y, al no ser ciudadano, lo escupió hacia México.
Entonces se volvió un joven conflictivo, que no quiso esperar, quiso ganar dinero rápido al costo que fuera. Pero así como el Estado norteamericano lo escupió hacia acá, el Estado mexicano simplemente lo miró como gabazo y lo ignoró.
En este país es realmente fácil enrolarse en actividades ilícitas y los cárteles siempre están en busca de gente sin miedo ni escrúpulos, o mínimo sin oportunidades; gente que, en primer lugar, no aspire a la vejez, pero que quiera forrarse rápido y ejercer algo del poder que nunca han tenido y que, al contrario, los ha subyugado.
Alguna vez alguien se preguntaba si la gente que anda en la delincuencia organizada no sentía ningún respeto a la vida y a la sociedad. Mi respuesta fue sencilla: si la vida se ha encargado de patearles el culo desde que nacieron y la sociedad no ha hecho más que tratarlos como basura, ¿tienen algún motivo para sentir algún aprecio por la vida y respeto hacia la sociedad?
Retomando. Ese joven deportado llegó a México sin un cinco en la bolsa y creyendo que aquí era como allá, que aquí era cosa de estar un rato en la cárcel para retomar sus actividades. Iluso. Los operadores lo detectaron, lo olfatean, lo reclutaron, primero para cosas sencillas, y con base en los resultados le fueron dando más responsabilidades.
Como su paga era en efectivo y tenía acceso a la droga de la organización, pudo darse lo que en su corto juicio consideraba la gran vida: alcohol, mujeres, droga.
Así, ese niño vago y adolescente conflictivo se volvió un adulto violento y prepotente que se sintió con algo de poder, y en cierta forma lo tenía, aunque fuera en un territorio muy acotado y en un reducido grupo de personas.
Los adolescentes amantes de la narcocultura lo veían como a un héroe, querían ser como él y por eso querían trabajar bajo su mando, y más cuando vino el auge del robo de combustible, y él los dejó trabajar con él siempre y cuando le garantizaran que no tenían miedo.
Pero el combustible había que moverlo y entonces se necesitaban camionetas y camiones, y como tenía cierta experiencia en eso, no le dio trabajo robarse carros o despojar a sus conductores en la autopista.
Al paso del tiempo ya se le reconocía como líder local, y más porque tenía fama de violento, entonces el que no lo saludaba por amistad lo hacía por miedo, salvo los incautos o forasteros, como esos tres comerciantes que quisieron pasarse de listos y terminaron cada uno con un balazo en la cabeza, y cuyos despojos fueron descubiertos al día siguiente debajo de un puente. Él ya era parte de la máquina de guerra, un engrane más en toda la estructura.
La gente supo quién había matado a los comerciantes, la gente sabía del narcomenudeo, del robo de automotores y robo de combustible, pero nadie era tan estúpido como para declarar en su contra, así que al cabo de un año salió de la cárcel, y aunque por un breve tiempo trató de llevársela tranquila, sus antiguos pupilos, escorias que él mismo ayudó a moldear, lo llevaron de nuevo a retomar sus actividades, aunque era más listo esta vez al mantener un bajo perfil, pero la fama ya la tenía, las cuentas ya estaban.
Nadie supo en realidad porqué, y quien sepa no va a andar platicando, pero dicen que una madrugada llegó a una capilla. Se santiguó ante la imagen de Jesucristo, se despidió y se fue de la colonia con rumbo desconocido y sólo una mochila al hombro.
Unas cuadras más adelante, cuando aún no amanecía, la necromáquina volvió a aparecer, ahora en forma de camioneta blanca, y se lo llevó entre sus garras. A partir de ahí ya no se supo de él mientras su abuela, la misma que lo había criado pero no educado, se acababa la poca vida que le quedaba preguntando por él. Había sido engullido.
Una semana después, cerca de la autopista, unos campesinos vieron algo raro, se acercaron y se toparon con una mano en el suelo. No estaba cercenada, algo bastante común, sino que salía de la tierra.
De ahí, en la misma zona donde quitaba camiones, fue sacado de una fosa su cuerpo que, aunque maltratado y mutilado, fue posible identificar. En este sentido tuvo suerte: se integró a la máquina de guerra, de victimario pasó a víctima y la bestia lo atrapó entre sus garras, lo tragó y lo masticó, pero lo escupió donde pudiera ser encontrado, así que su abuela, que representa 20 años más de los que tiene, podrá enterrarlo, tendrá un lugar dónde llorarle y ponerle una veladora. Ambos corrieron con suerte en un país lleno de cuerpos, completos y fragmentados, que son tirados a la fosa común porque no tienen nombre ni apellido, eso cuando la máquina los escupe, porque otros tantos son tragados para siempre y pasan a la lista de los desaparecidos.
Yo no voy a ser quien juzgue, no es mi trabajo, porque además los hechos y la gente, indirectamente, se juzgan por sí mismos.
Imagen superior: Flickr / Claudia Hernández