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Erik, alguien llama a la puerta

En el ambiente había mucho ruido. El maestro de preparatoria, Aristeo, con su mancha de caldo en la camisa, intentaba darle clases a un grupo de adolescentes que hacía lo posible para sobreponerse a la voz del docente. Afuera del aula, el conserje trapeaba el piso mientras silbaba una tonada pegajosa, la cual se interrumpía por los intermitentes saludos que les dirigía a los profesores. Mientras todo eso pasaba, Erik intentaba respirar. Llegó un punto en el que había olvidado cómo hacerlo. Sentía las orejas calientes. Se santiguó. Con la punta de su pie derecho tocó la línea número treintaicuatro de los mosaicos que cubrían el piso.

El chico había sido diagnosticado con TOC hace apenas dos años, aunque esa sensación de ahogo se le presentaba desde la niñez. Cree recordar que esa emoción la tuvo por primera vez cuando él tenía cinco años y sus padres habían salido de viaje. Mientras veía a Coraje, el perro cobarde, tratando de proteger a Murier, le llegó la furtiva idea de que sus padres no volverían del viaje. Pensó que quizá los frenos del auto se averiarían y tendrían, sus progenitores, un trágico accidente. Sintió miedo. Le confesó a su hermano mayor el origen de su angustia, sin embargo, este último recomendó que dejara de ser tan “miedoso”.

Al reconocer que no podía salvar a sus padres del accidente, el cual para ese momento le parecía un hecho tangible, su angustia desapareció, solamente para ser sustituida por otra sensación más dolorosa: culpa. Era consciente, aún a sus cinco años, de su limitación rescatar a sus padres, pero, gracias a la educación católica que su madre le inculcó, sabía que Dios sí podía, él era omnipresente, así, con su ayuda, Erik no quedaría huérfano, pero, claro, para eso tenía que rezar. Lo hizo. Rezó hasta que sus rodillas lampiñas se tornaron rojas y crujían. El resultado: sus padres llegaron sanos a casa, agradecidos por haberse alejado de sus hijos por un tiempo.

Erik apretó los puños y los párpados. Avanzó hacia donde estaba Mariana. No podía ser tan difícil, solamente era cuestión de acercarse y confesar “me gustas”, lo demás era decisión de ella. Aunque, por otro lado, Erik no estaba de acuerdo, no era decisión de la chica, el resultado dependería de él y de si había tocado el número correcto de líneas. Esos rituales le habían funcionado antes. Cuando salía de su casa, por ejemplo, tocaba tres veces la banqueta con su pie derecho, lo cual evitaría que un auto lo arrollara. Le funcionó por más de nueve años, no había razón para que fallara.

Nunca había tenido novia, pues al verse en el espejo advertía a un hombre horrible. Aunque la realidad, la que nosotros percibimos era distinto. Ni era un hombre, ni tampoco era horrible, deforme sí, pero no más de lo que usted o yo fuimos en la secundaria. El púbero de catorce años se midió el pene y creyó que tal vez era como algunos famosos del porno, que son feos, pero bien dotados. Creyó que la cinta métrica (con la que su madre medía la tela) le revelaría que su miembro le colgaba como a un caballo. No fue así. Su pene no rebasaba los trece centímetros. Se sintió mal, no sabía que en los próximos cuatro años su pene crecería otros tres centímetros.

Así, para el momento, se sintió un débil. No había otra opción. Le pareció que un hombre con pene pequeño no es un hombre, sino una amiga encantadora. Dedujo en ese tiempo que la culpa era suya. La falta de crecimiento de su pene se debía, según pensó, a la masturbación. En una ocasión, Erik se masturbó pensando en su maestra, prometió no volver a caer en eso, pero la tentación era muy fuerte y su maestra, muy atractiva. En más de una ocasión tuvo que acudir al baño de la escuela y masajearse hasta que la eyaculación lanzara la espesura blanca. No sabía que esa práctica onanista le acompañaría por toda su vida, no con su maestra, sino con su vecina, su jefa del trabajo…

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-Mariana, ¿pu-pu-puedo hablar contigo?

La chica se volvió hacia él con una cara que iba de la sorpresa al asco. ¿Por qué será que su tartamudez de nervios solo ocurre con los diptongos?

-¿Qué pasa, Erick?

Ella conocía su nombre, todos en la escuela lo conocían, aunque decirlo era una tarea que requería de otras dos palabras, para ellos no era solo Erick, sino Erick “El Loco”.

Dicen que los apodos se ganan, si Platón no hubiera hecho mucha espalda en su gimnasio, todos le diríamos “Arístocles”, o, si se hubiera decidido por trabajar los cuádriceps en lugar de la espalda, tal vez lo conoceríamos por “piernotas”. La bendita antonomasia aplica para todos. Para Erick, por ejemplo, le funcionó al persignarse tres veces, tapar sus oídos y chocar sus codos. El Loco era un buen apodo, sencillo, lírico. Sin embargo, Mariana no podría decírselo en la cara, la buena educación lo dicta, hasta con el idiota más idiota de todos, se debe ser cortés. Claro, las reglas cambian cuando se está en manada, ahí ella sí podía burlarse del Loco.

-Qui-qui-quisieras…

No se sabe a ciencia cierta qué hubiera pasado si él hubiese terminado la frase. Quizá, Mariana hubiera contestado “Sí, sí quiero salir contigo”, muy probablemente no, pero nunca se sabe. La realidad fue otra. Erick, al pronunciar esas palabras sintió como si la uretra le quemara, empezó a temblar. La mancha húmeda de su pantalón inició por su pene y se fue extendiendo hacia sus dos rodillas, el líquido decidió tornar camino por la pierna derecha del chico, logrando escurrirse por debajo de los jeans de mezclilla.

La cara de la chica no fue dubitativa. Sus cejas se contrajeron y arrugó la nariz. Incluso un “qué asco” salió de su boca apenas como un murmullo.

La parálisis es una condición extraña. Los que más saben de ella dirán que se da en momentos de estrés, lo cierto es que ahí la parálisis no alcanzó a Erick, a pesar de la situación estresante.

El adolescente salió corriendo.

Al salir de la prepa, tenía dos opciones, caminar o tomar el transporte público. Optó por la segunda. El chofer de la combi le dirigió una mirada de desprecio, después se volvió para seguir hablando por teléfono. Erick caminó por el pasillo del transporte y se sentó en la parte trasera, a lado de una señora.

Muchos pasajeros se taparon discretamente la nariz. La mujer que estaba junto a la ventanilla optó por sacar la cabeza.

Parecía que el poder normalizador, del que habló un francés calvo, bloqueó la vejiga de la sociedad. Ahora nadie orinaba, solo aquel chico insurrecto que no paraba de tocarse el párpado era capaz de sacar sus desechos por el órgano de la vida.

El viaje fue eterno.

Erick llegó a casa, subió a su cuarto, no sin antes, claro, pisar en tres ocasiones la banqueta. Sus padres estaban haciendo cuentas en el comedor. No le prestaron mucha atención, resultaba más útil saber quién pagaría el refrendo del Chevy, y quién pagaría el agua y la luz.

Erick se miró al espejo. ¿Por qué luego de una situación difícil, como después de vomitar o de vaciar las tripas por la diarrea, uno opta por verse en el espejo? ¿De verdad hay tanta necesidad de verse dañado?

Después de mirarse, decidió que se odiaba. Y tenía dos opciones. Matarse, o no hacerlo. La primera opción era tentadora, para él eso no era ni un rastro de vida. No tenía amigos con los que hiciera chistes como si una cámara los siguiera para grabar un “Friends” mexicano. No tenía su propia historia de amor. No tenía nada, en absoluto, y, por otro lado, si no tenía nada, para qué matarse, si la muerte era eso, la nada.

La verdad es que aún le faltaban cosas por vivir, aún le faltaba confesarle a sus padres la razón por la que era tan raro, le faltaba conocer a una chica que se acostumbró a sus hábitos extraños, para esa chica Erick sería como un objeto de estudio. Si se hubiera suicidado y los peritos forenses lo hubieran envuelto, él no hubiera podido conocer nuevos rumbos, nuevas desgracias, también por qué no. No hubiera caído en la farsa de la autoayuda para después descubrir que la vida no es justa, tampoco injusta, solo es vida. No hubiera podido sentarse en el suelo a ver cómo todo se difumina en una nube de smoke.

Esa noche, cuando no se decidió entre aventarse de la azotea o darse un balazo, optó por dormir, a fin de cuentas eso era lo único que le hacía sentirse mejor.

Imagen superior: Flickr/Aida Lundquist

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