Para mi carnal Arturo
El año 1994 es muy significativo en la historia contemporánea de México. Comenzó con el alzamiento del EZLN el día en que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio. Era el último del sexenio de Carlos Salinas, cuando todo su teatrito -y el país- se vino abajo. El 23 de marzo vino el estallamiento de una crisis política, social y económica con el asesinato de Colosio, luego llegó la devaluación del peso y el país se sumió en una profunda crisis económica. En abril de ese mismo año, Kurt Cobain, uno de los ídolos de nuestra generación, se pegó un tiro a media maceta.
Uno de los eventos más afortunados de aquel convulso 1994 fue el Mundial en Estados Unidos. Para entonces ya habían pasado tres mundiales desde mi llegada a la tierra: España 82, México 86 e Italia 90, de los cuales recuerdo poco, pues apenas era un niño. En cambio, en el verano del 94 ya era un adolescente ignorante, fastidioso, vago, chaquetero, dopado de sueños, entre ellos, convertirme en futbolista profesional.
Durante aquella época, mis padres no peleaban tanto, sonreían seguido y, a pesar del desastre y las penurias económicas, laceraba el sentido del humor y una extraña felicidad. Vivíamos en el infonavit El Pipila, un fraccionamiento nuevo, a sólo unas cuadras de la Catedral, un lugar rodeado de edificios de cinco pisos y una cancha de futbol de adoquines en el centro. Los departamentos eran pequeños, los padres mandaban a los hijos a la calle, mantenerlos lejos les producía tranquilidad.
Se sabe que los conjuntos habitacionales producen piojos y delincuentes en potencia, afuera, los pequeños maleantes grafitebamos los edificios recién pintados, nadábamos en los tinacos, jugábamos al futbol y a las canicas, fumábamos a escondidas, con las chicas éramos molestos, peleábamos entre nosotros y buscábamos pleito en barrios vecinos.
Durante el Mundial de junio de 1994, las retas se armaban día, tarde y noche, sin importar las lluvias del verano y la inundación de la cancha de adoquines, o la opaca luz del alumbrado público al anochecer. Se jugaba hasta que nuestras madres salían con el cinturón en la mano o cuando un vecino nos aventaba a la tira. Nosotros jugábamos nuestro propio Mundial.
La cábala
Cuando jugaba la Selección Mexicana, y como si se tratara de un ritual, los partidos los veía exclusivamente con mi hermano Arturo, mi inseparable hermano, nadie más. No soportábamos interrupciones ni invitados. Ambos debíamos ocupar ciertos espacios de la sala a manera de cábala, las cuales funcionaron en la victoria contra Irlanda y el empate frente a los italianos.
La fortuna terminó el día que mi padre apareció en casa con patitas de puercos y cervezas para ver el único partido con nosotros. Mi hermano y yo no supimos qué hacer, nos miramos a los ojos, alzamos los hombros y nos valió madre las conjuras que hicimos durante la primera fase. El resultado: Bulgaria dejó en el camino a México en octavos de final a través de los penaltis; la tragedia. El futbol, como la vida, también es un acto de fe.
El Mundial continuó y la fiebre por llenar el álbum Panini desató la locura. La mayoría de estampas las robábamos en el puesto de periódicos de la calle Madero esquina con Cuauhtla, o en los puestos del mercado Santo Niño. Romario, Baggio, Laudrup, Fredy Rincón, Jorge Campos y Maradona eran estampas más preciadas que un billete devaluado de cien pesos. Echar cascarita luego de ver los partidos de la Selección Mexicana nos mantenía inspirados y fuertes, todos queríamos ser Ramón Ramírez, el Brody y Luis García, pero sobre todo, no mantenía entretenidos, alejados de andar quitando las polveras de las llantas a desconocidos o enamorados que merodeaban a las chicas del barrio.
La Pepina
No todo era fútbol, nos urgía tener una novia y perder la virginidad. La Pepina vivía en el edificio Allende, no tenía padres y era criada por su abuela. A sus veinte años, su rostro y su cuerpo abotagado la hacían parecer una mujer de sesenta. Menudita, sin cuello, de baja estatura, brazos pozoleros y los pies regordetes, era una especie de tortuga milenaria. A falta de novia, muchos de mis amigos se iniciaban en el sexo con La Pepina, la que gustosamente pagaba unos cuantos pesos o estampas Panini a cambio de la virginidad.
Mis pensamientos más inmorales estaban en otra parte. En el edificio Hidalgo vivía Claudia, una de las pocas morritas que asistía a colegio particular y la única que usaba brackets. Aún con los fierros en los dientes, Claudia era perfecta, tenía el rostro sonrojado y su piel lucía radiante. Cuando caminaba sacaba el pecho, ponía paradito el trasero y contoneaba las caderas. De vez en vez, cuando me la topaba en la tienda o en la calle, me sonreía, ese simple gesto me aceleraba las sienes y el corazón.
Un día, poco antes de terminar el Mundial, mi padre llegó con una maquinita para cortar el cabello. Afuera del departamento colgó un letrero que decía: “Cortes gratis estilo el Cadáver Valdez”. Mi madre pensó que mi padre se había vuelto loco. Sobre el Cadáver Valdez no sólo había sorprendido su polémica convocatoria, sino su titularidad ante Noruega.
Además de su limitada capacidad técnica, saltó a la cancha con un corte de cabello a lo Travis Bickle, el personaje que encarna Robert de Niro en Taxi Driver, aquel ex marine solitario, deprimido y loco. Por extraño que parezca y, ante la negativa y enojo de mi madre, el timbre del departamento no dejó de sonar durante un día entero. Los amigos y vecinos formaron una fila india, como si de una expedición a la guerra de Vietnam se tratara. Ni mi hermano ni yo nos salvamos de traer la cabeza cercenada a lo Cadáver Valdez.
Baggio y la derrota
El 17 de julio se jugó la final entre Brasil e Italia, considerada la peor final de la historia de los Mundiales. Nos sentamos frente al televisor mis padres, mis abuelos, mi tío Juan, mis hermanos y yo. Comimos pollo rostizado y tomamos mucha cocacola. El partido fue una decepción, el catenaccio no sólo era el sistema de los italianos, los brasileños parecían contagiados planteando un juego temeroso, aburrido, mecanizado, torpe. Cero a cero en ciento veinte minutos de suplicio. Una final que se definiría en penaltis.
Amontonados, con el calor dentro de un condominio a mediodía, despertamos del letargo para ver la tanda de penaltis. Baresi, falló, Márcio Santos, de Brasil, no se quedó atrás y también falló. Albertini, Romario, Evani y Branco hicieron goles dejando el marcador 2-2, Massaro falla y Dunga acierta, 3-2 y quinto penal para Italia. El turno ahora es para Roberto Baggio, el mejor futbolista del planeta en ese momento. Il Divino emprendió carrera hacia el balón, pero su remate sale desviado por encima del larguero.
La última imagen que conservo de aquella tarde calurosa es de nostalgia: será la única y última vez que veremos un Mundial juntos, todos juntos. Ante el tropiezo, Baggio permanece confundido unos segundos sobre el punto de penalti, apoya las manos en la cintura y mira al frente, implora algo, después agacha la cabeza y se desploma llorando en el césped, descontrolado, sobrelleva la tristeza.
Campeón Brasil. Fin del mundial. Fin de una época.