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Funambulismo

Pasaron algunos días desde que hablamos por teléfono. Y no me refiero a hablar –con la voz– precisamente: desde que nos escribimos por el teléfono. Volvías del trabajo cerca de las once y a la hora, minutos más, minutos menos, te ibas a dormir.

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Por Omar Arriaga Garcés

A pesar de que nos habíamos borrado del facebook, esa aplicación del celular indicaba cuando estabas conectada, y había cobrado la manía de revisar (como cuando antes miraba en tu muro si habías subido algo) el momento de tu arribo: por lo general, no te conectabas hasta haber llegado, y cuando dejabas de estarlo acababas de irte a la cama.

Al día siguiente bien podía pasar que aparecieras conectada hasta la una de la tarde, pero también a las once o incluso a las nueve (de la mañana, quiero decir). Lo curioso, luego de varias semanas aprendiendo los mecanismos de tu sueño y tu insomnio, de tus llegadas después del trabajo y tus idas a bares o fiestas los viernes o sábados, fue descubrir que mientras no nos escribíamos, mientras tú no me hablabas para pedir algún consejo sobre un asunto del que no sabía nada o una película o un libro en préstamo, y mientras yo no te mandaba algún mensaje, contándote cómo me había ido en el día y a quién había visto y visitado, tú te conectabas con mayor frecuencia.

En este instante, después de no habernos escrito en más de una semana te veo ahí, en línea. Son las nueve de la noche, debes estar aún en el trabajo, pero sé que esperas una palabra, un mensaje, un gato tecleando en una computadora. Llevas más de diez minutos, todo un récord para tus breves incursiones, evanescente. ¿Qué estarás pensando? ¿Qué será lo que quieres? Dices no querer nada, querer la espera en todo caso, y no la esperanza. Dices querer otra cosa, algo más, que no está presente, pero mientras me llamas, escribes, esperas hasta que ya no sea posible hacerlo más. Entonces te pierdes en una marea de palabras y de historias, luego, como escondiéndolas entre muchas frases: avientas que no sabes lo que pueda traer el futuro, que ojalá seamos amigos y que el tiempo dirá. Te gustan más las ventanas que las puertas.

A mí me gustaría no contestarte en esos momentos, pero insistes. Respondo que no, es decir, sí quiero ser tu amigo, pero no sólo eso. No puedo verte de otra manera, no ahora, y quizá cuando un instante suceda a otro instante y llegue un punto en el que te vea así, sólo como a la chica que conduce ese programa de radio los fines de semana o como a las compañeras de la facultad, no tenga mucho sentido seguirnos tratando. Tal vez haya desaparecido lo que nos preocupaba y no vuelva a ser importante para dos personas que son sólo amigos. Quizá ya nada nos una. ¿Qué podríamos platicar tú y yo sobre algo que no fuera pasado, de qué futuro podríamos hablar ya sin un presente? Mira, te presento a mi compañero de trabajo. He realizado cuentas los últimos meses. Mi familia está bien, ¿y la tuya? Donde siempre, como siempre, haciendo las mismas cosas. Se murió un perro, pero todos están bien, gracias. Y conversaciones por el estilo.

¿Por qué mejor no dejarnos de hablar? ¿Por qué condenar a esta mezquindad de la medianía ese endiosamiento que sentíamos? ¿Por qué conformarse con estas migajas? Si no es posible estar contigo, ¿a qué emparejar la puerta? ¿Para qué morir con estas dosis de calmantes, por qué no apurar el veneno de una vez, y que venga lo que tenga que venir? Si hubiera sabido que no existía una posibilidad, si me lo hubieras dicho desde el comienzo, aunque ambos supiéramos que sí, si me hubieses negado tan sólo imaginarme esa vida, no habría tomado ninguna decisión. Hubiera preferido no besarte nunca, no llamarte, no acudir a ninguna de esas citas a solas. Y habría cumplido, lo habría cumplido entre mayor hubiera sido mi deseo de ir a verte.

Pero volvemos a empezar. Por fin escribes un mensaje. Pides alguna recomendación sobre la cartelera de cine. Después una película. Pareces turbada cuando nos vemos. Al final de nuestro breve encuentro no decimos nada. Palabras de cortesía. Estás conectada esta noche. Llevas como media hora. Te vas a acostar. Veo la televisión, no tengo ganas de hacer nada. En la madrugada, pongo una película. En el inicio, uno de los personajes, que acaba de sembrar un árbol, ya viejo y seco, cuenta una historia en la que luego de regar un árbol similar durante tres años un jardinero se levanta una mañana para darse cuenta de que está lleno de flores (el árbol, por supuesto). Miro el celular, como por un acto reflejo, en línea, dice. No soy el único con insomnio.

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