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Inventor de máquinas

Mi abuelo tenía un juego singular: mientras caminábamos por las calles adoquinadas de Paracho, con mi hermana y mis primos, él jugaba a atorarse en el suelo. Nuestra labor, como nietos de aquel señor fuerte, era desatorarlo. El mensaje –ahora entiendo- era enorme.

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Si podíamos desatorarlo a él, podíamos hacer cualquier cosa. Con el paso del tiempo aquel juego se volvió realidad, mi abuelo fue dejando de caminar hasta quedar en silla de ruedas y luego en cama, hasta que se fue.

Mi abuelo iba y venía a México. Era inventor. Perteneció a otro siglo, a un siglo de inventores que creyeron, con mucha esperanza, en la posibilidad de construir un mundo mejor. Por eso imaginaba y, al imaginar, inventaba. Inventar no es fácil. Yo nunca he inventado nada pero supongo que ha de ser una cosa difícil pues supone ver las cosas, las mismas cosas de siempre, pero de otro modo. Inventar es romper paradigmas, crear otro mundo posible.

Muchos de los inventos de mi abuelo todavía andan por ahí, en las fábricas y talleres del pueblo aunque, temo que con la muerte de mi abuelo, ellas dejen también de funcionar pues ya no está el que las diseñó, el que las construyó, engrasó y puso a funcionar. Algo de esas máquinas debió cambiar el día que mi abuelo dejó este mundo para irse –como el niño abuelo que era- con su mamá, sus hermanos y sus hijos muertos.

Las calles del pueblo tampoco son las mismas, la soledad que antes ya era obvia ahora ha arreciado y ha venido acompañada de un frío hálito invernal que ha cubierto al Taretzuruán de hielo. La muerte en el pueblo se ha cernido sobre las personas grandes, aquellas que eran y en gran parte siguen siendo referentes geográficos en el pueblo. Mi abuelo ya no está y el pueblo parece darse cuenta. Mi abuelo ya no camina sus calles, ni se persigna frente al templo; en la calle, donde acostumbraba sentarse la silla ha quedado vacía y sus hijos se preguntan si han hecho bien o mal.

Aunque la muerte duele, mi abuelo nos preparó para su partida. Todavía recuerdo cuando mis abuelos se casaron. ¡Bodas de oro! Mi abuelo caminaba erguido, lozano y todavía en dos pies a lo que sería su tercera boda con mi abuela. Se conocieron un buen día en la plaza en que mi abuela caminaba, canasta bajo el brazo, del mercado a su casa. Desde entonces no se le quitó de encima: tuvieron doce hijos contando a mi padre y a dos tíitos no logrados: Melecio y Bertha.

De más está decir y dejar constancia por escrito que a mi abuela le aconsejaron, muchas veces, no hacerle caso al muchacho de la bicicleta de mala fama. Fama de conquistador, bohemio y mujeriego. Y sí, si se pueden decir algunas palabras que describan grosso modo a mi abuelo son precisamente esas, que le gustaba la bohemia y ello le conllevaba a la conquista. Era mujeriego.

Digo, entre otras pocas cosas que puedo decir de mi abuelo, que era solitario porque aunque tuvo diez hijos –ocho hijos y dos hijas- y una resignada esposa siempre en casa esperándole mi impresión era que aquel hombre que iba y venía, alma en fierro, de la ciudad de México a Morelia, de Morelia a Uruapan y de Uruapan a Paracho se sentía, en realidad, solo. Y quizá de allí surge lo bohemio, lo mujeriego y lo inventor –solo entre sus inventos-. Casi no tuvo amigos de su edad.

Inventó infinidad de máquinas que ayudaron en la industria guitarrera parachense. Inventó la cepilladora “de puchón”, que luego se convirtió en la cepilladora automática, la dobladora automática de la caja de la guitarra, la moldeadora de las clavijas para las yukas –guitarras pequeñas- además de construir infinidad de sierras cintas.

Mi abuelo inventó tal cantidad de máquinas al grado de que al final de su vida, dos o tres quisquillosos inoportunos le increparon -cosa que no hizo ni su esposa ni sus hijos; de sus nietos no me atrevo a hablar, pues somos muchos y la mayoría todavía muy jóvenes como para darse cuenta de no haber patentado ni uno solo de sus inventos. Lo cierto es que a mi abuelo poco o nada le importó el dinero -el soundtrack de su vida es «sin fortuna»-. Se vanagloriaba, incluso, de sostener que si acaso hubiese un requisito para ser inventor ése sería, además de la inteligencia y el ingenio, sin duda, la absoluta falta de amor al dinero.

Así, mi abuelo compraba enormes cantidades de fierros, engranes, visagras, cintas, poleas, ángulos que luego utilizaba en sus creaciones y encargos. Yo trabajé con él en su taller y debo decir que de aquellos años guardo un enorme respeto y cariño. La mayoría de mis primos no conocieron a aquel Moisés Janacua Coronado enérgico, radiante y regañón y, sin embargo, atento y malcriador -a su modo- con sus dos nietos varones mayores.

Ahora recuerdo a mi abuelo, al volante de aquella gran máquina azul que duró años construyendo y que ahora yace, inmóvil, en aquella enorme y fría casa de mi infancia. Durará allí cuánto, ¿dos, tres décadas? No lo sé, tal vez más y quizá dure hasta que un día alguien, desconocido quizá, pregunte qué cosa es. Lo que debo decir es que más que un torno construido por mi abuelo, es una máquina del tiempo y pensar en ella es recordar en el patio con rosas, tierra y caracoles donde yo jugué, niño aún.

Durante mucho tiempo aquella casa me dio miedo. Ya no. Ahora comprendo que me daba miedo porque desconocía gran parte de las cosas, esto no quiere decir que ahora las comprenda o conozca del todo, pero mantengo el ímpetu, inútil, de querer hacerlo. ?Aquella casa ya no es la misma -las cosas nunca permanecen quietas- y en el fondo lo sigue siendo. Sus paulatinas y feroces transformaciones se deben a muchas cosas, y eso está bien, al transformar su rostro aquella casa nos dio una lección de vida. El rostro de mi abuelo tampoco es el mismo: la paciencia lo ha invadido.

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