Recuerdo cuando mis padres se vieron obligados a comprarme la Olivetti que usé durante tres años, de las que se fabricaban a montones por el auge de esta asignatura, máquinas idénticas, sin estética alguna.
Por Jaime Garba
Mi pasión por las maquinas de escribir se explica de manera interesante, porque no surgió sino de una aversión por las mismas, que literalmente me torturaron en mis años juveniles, con el peso de su cuerpo y el estigma social, pues un chavo de quince años podía hacer de todo, menos escribir con destreza en un aparato de esos, símbolo equívoco de la mujer secretaria que la necesitaba como herramienta de trabajo; y es que por allá de la década de los noventa, no pensaba en que muchas de las obras literarias que hoy admiro, se escribieron en esas bellas maquinarias creadoras, cuyo combustible es el corazón de quien la usa.
La cosa comenzó de la siguiente forma: en segundo de secundaria llevaba la materia de mecanografía con una maestra que llevaba como apodo La torera, imaginarán que el mote correspondía a su distintiva vestimenta roja. Aquel personaje jamás lo olvidaré porque sin proponérmelo, me enseñó a escribir con majestuosidad.
Recuerdo cuando mis padres se vieron obligados a comprarme la Olivetti que usé durante tres años, de las que se fabricaban a montones por el auge de esta asignatura, máquinas idénticas, sin estética alguna, armadas para resistir los enojos, caprichos y malos cuidados de los jóvenes. Así entonces, cargando esos quince kilos, a veces en veranos demasiados calurosos, con un sofocante uniforme escolar, martes y jueves religiosamente subía las escaleras hasta el tercer piso, al salón donde la maestra durante una hora nos ponía ejercicios mecanográficos, los cuales sin saber bien cómo, realizaba con facilidad, lo que me convirtió en uno de sus alumnos favoritos. Dominaba aquel arte, incluyendo los dictados de alta dificultad con el teclado tapado por esas etiquetas coloreadas que obligan a mirar exclusivamente al texto, así como a ejecutar ciertas zonas del teclado con respectivos dedos -estilo correcto, antagónico al de la mayoría de los médicos del seguro social, que con el índice, macilentos escriben-. Toda una ciencia la escritura mecánica. Al transcurrir el tiempo, mis dedos lograron una pericia prodigiosa, lo cual me costó la burla de mis compañeros, que torpes en ese quehacer, sanaban su propia culpa tachándome de bicho raro.
Entonces la literatura me era ajena, y me dediqué exclusivamente a la escritura de trabajos escolares –recordemos que la computadora no siempre fue un artefacto cotidiano- y con esa soltura en el acto de escribir, poco a poco el sonido de la tecla contra el rollo fue pareciéndome bello. Después extrapolé mi dominio a la computadora, cuando mis padres ahora sufrían por comprar este otro menester escolar. Mientras la mayoría escribía obligadamente parsimoniosos, mis dedos corrían a grandes velocidades en zigzag, de arriba abajo, en círculos, en formas geométricas complicadas por todo el tablero, ofreciendo en la pantalla ideas claras, sin errores de “dedo”.
Extraño destino que me llevó del odio al amor, que se consumó cuando me interesé por la literatura. Muchos años dejé en el olvidó a las máquinas de escribir, pero cuando leía sobre los escritores que habían creado muchas de sus obras en estos objetos, mi pasión logró identidad. Investigué, me documenté sobre modelos, qué escritores usaban tales tipos de máquinas, entre tantas cosas más, al grado de familiarizarme y gozar de la simple apreciación y deseo de los ancestros de mi fea Olivetti noventera.
Hoy en día aún escribo en mi Royal del 45 o en la Remington de 1934, obsequio de un buen amigo, que le había pertenecido a su padre; escribo sobre todo poesía, que me lleva a un ritmo más lento y de mayor precisión, comparado con la estrepitosa escritura de la narrativa en las modernas computadoras que apenas si basta rozar el teclado para que plasmen una letra. Aún escribo disfrutando del sonido de cada palabra impresa, y me sigue sorprendiendo que el mismo le moleste a la mayoría de quien me rodea -y pensar que antes el ritmo habitual de las redacciones de los diarios, en los cafés y muchos otros lugares, era determinado por la escritura mecánica-.
Hoy cada vez son menos los locos que coleccionamos máquinas de escribir, pero eso me llena de satisfacción porque sé que un coleccionista de este tipo no se nutre sólo del objeto, sino de su relación directa con la escritura, la literatura, y la vida misma. Ayer sufría con las máquinas de escribir, hoy no concibo la vida sin ellas y su perfecta existencia en el mundo.