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La Lupe y Robin

Por Chava Munguía

La mentira ya estaba dicha. Les inventé a mis padres que  pasaría la noche en casa de Tuco para hacer un trabajo en equipo. Había llegado la hora. Me relamí el pelo hacia atrás, me puse loción de mi padre, me cambié los calzones y los calcetines por unos limpios. Atravesé la plaza del Infonavit. Yo vivo en el edificio Aldama y La Lupe vive en el edificio La Corregidora, justo enfrente del mío. Faltaba diez minutos para las nueve de la noche cuando toqué a su puerta. La Lupe me vio de arriba abajo.

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No dijo palabra alguna. Me tomó de la mano. Me dio un largo beso con la lengua y toda la cosa. Enseguida desabrochó con facilidad mi cinturón, hizo lo mismo con el pantalón, y  con las dos manos y de manera brusca, me bajó los pantalones y los calzones hasta la altura de las pantorrillas. Mientras nos seguíamos besando en la boca, La Lupe me agarró de los huevos y empezó a frotarme el pito. Tuve una erección inmediata. El pito se me puso tan duro como el acero. Ocho años de edad me llevaba La Lupe, mi vecina. La Lupe era hija única, no tenía padre y Doña Lupita nunca estaba en casa. La Lupe no era muy guapa, pero sí muy atractiva. Tenía el pelo negro, ensortijado, ojos de color, a veces verdes, otras veces le cambiaban a cafés, pero a nadie le importaban sus ojos, tenía unas chichis grandes, un par de esferas que brillaban por su hermosura y redondez. Yo no sabía en qué se había fijado La Lupe en mí. Era un chico flacucho ocho años menor que ella.

¿Y doña Lupe, a qué hora vendrá? –pregunté un poco alarmado.

No vendrá hasta mañana, salió fuera por su trabajo, no te preocupes –dijo-, y nos volvimos a besar largo y tendido. Envolví mis manos alrededor de su cintura. La Lupe me tomó de las dos manos, en cinco pasos llegamos a su pequeña sala. Me pidió que levantara los brazos y me quitó la playera. Levantó las manos ella e hice lo mismo. Un sujetador deportivo detenía ese par de endemoniadas chichis. La besé en el cuello y en los hombros. La Lupe introdujo su lengua en mis oídos, tenía una lengua cálida y puntiaguda, como de lagartija. La Lupe tomó mis manos con las suyas y, lentamente, fue descendiendo hábilmente, como un gusano hasta quedar en cuclillas frente a mí. Quedó en una posición que sólo había visto en las películas para adultos que mi padre conservaba bajo llave en su baúl.

Su lengua era más cálida en aquella parte de mi cuerpo, la más sensible de todos los hombres. La boca de La Lupe se deslizaba de arriba abajo y de abajo arriba. El pito se me puso tan duro como el acero, se me estiró como un perro tirado al sol. Mientras La Lupe succionaba, volví a recordar las películas que mi padre veía a escondidas con mi madre. Y como en las películas, me invadió un extraño sentimiento, me dieron ganas de insultarla, gritarle cosas obscenas, humillarla. Mi mente se invadió de imágenes de lujuria y de perversión, de palabras inesperadas e inapropiadas en mi vocabulario. Extraño caso para alguien que había sido un monaguillo ejemplar. Una especie de inspiración inmoral se apoderó de mi espíritu: te voy a escribir un poema/ perra/ que me den papel y pluma/ eres solo un coño/ y mi pito tiene todas las palabras/ presionó con las yemas pulgares tu cuello/ te retuerces entre la sofocación y el orgasmo.

Pedí a Dios mismo me quitara esas palabras de la mente. La Lupe me miró desde allá abajo con aquel pito circuncidado en su boca. Yo también la vi a los ojos, esos ojos claros, a veces verdes, otras veces cafés. Una mirada bajo aquellos ojos y bajo esas circunstancias sólo provocaba buenos pensamientos. Era la escena más bonita de amor que había presenciado. Un nudo seco y amargo me atravesó la garganta. Contuve las lágrimas. La tomé dócilmente de los cabellos. Y dejé que siguiera.

¿Te gusta, Robin?, preguntó en un tono acogedor.
Me encanta, Lupe, Lupita, mi amor, -contesté emocionado.

No te vayas a venir, Robin, todavía no, falta lo mejor –dijo La Lupe.

Se levantó sacudiéndose las rodillas de piedritas, boronas y migajas que se le habían pegado de la alfombra. Más tardó en sacudirse las rodillas cuando la volví a tumbar en la alfombra. En el suelo, le quité el sujetador, las chichis relucieron, parecían dos huevos fritos recién echados al sartén. Lamí sus pechos, sabían a miel, besé sus pezones, sabían a azúcar. Le bajé las bragas violentamente. La Lupe hizo un chillido, un quejido de excitación, transpiraba por todos los poros de su moldeado y gentil cuerpo. Me trepé encima de ella y le volví a besar el cuello, mordí sus hombros, volví a succionar sus pezones, besé sus piernas y también las cicatrices que tenía en las rodillas.

Ven, Robin, ven… métemela… métela despacito –me dijo al oído.
Eso intento mi reina, dime más o menos por dónde.
Por ahí, por ahiii….ahí Robin…ahí…ahiiiiiiii…-alargó la i en un tono encantador.

Con tino preciso, me introduje en una cueva, una cueva oscura y cálida, muy cálida y jugosa, lubricada y amable, generosa y acogedora. Di un rempujón y La Lupe se retorció como una anguila, se retorcía como los  caracoles cuando les echas una  pizca de sal. Le di otro rempujón aún más fuerte que el anterior, y temía partirla a la mitad. La Lupe relinchó como una potra en celo. Se revolvió como una lombriz partida en tres partes. Gritaba como un lechón quemado vivo y a fuego lento.

Cambiemos de posición, Robin, ahora yo arriba.

Como quieras, mi amor –dije.

En el ambiente hacía un calor sofocante, mis mejillas ardían, un sudor recorría toda mi espalda. Calculé los minutos dentro de ella, no eran más de tres. Estaba a punto de estallar. En el fondo de la cintura notaba el sordo deseo de eyacular, pero cerré los ojos con fuerza y me contuve. Rápidamente intenté pensar en otra cosa, en algo que me despejara la mente. Llené la cabeza de imágenes y sensaciones disparatadas y desagradables; pensé en las chanclas de chicharrón de mi abuela, refresqué el mal aliento de mi maestra de biología, recordé las gotas de sudor que le escurre a Doña Mago cuando prepara los pambazos y el pozole.  Toda clase de pensamientos absurdos e inesperados que no tuvieran nada de placenteros, pensamientos que me alargaran unos minutos de más, unas horas de más, la noche entera. Pero mi venida era más segura que la segunda visita de Cristo. Mi padre me lo había advertido, cuando el pene se pone a pensar, no hay alto ni obstáculo que lo detenga.

Pero también recordé los consejos de mi hermano mayor:

Cuando estés a punto de venirte, saca el pajarillo, que le dé el aire y que respire, tú debes hacer lo mismo que él; inhalar, exhalar, y enseguida vuelves al ataque, verás que aguantarás como un toro bravo. Los ejercicios sirvieron de poco. La Lupe, me miraba sorprendida:
¿Qué haces, Robin? -preguntó.
No dije nada y volví a encajar hasta el fondo el chafarote. Esta vez, lo hice de manera brusca… y por menos tiempo, si acaso un minuto más.

Todo terminó cuando aventé un chorro blanquecino sobre la alfombra guinda.  Había tenido mi primera relación sexual. Era el hombre más feliz de la tierra. Me sentía orgulloso. Me sentía vivo. La Lupe, en cambio, parecía no haber quedado satisfecha, pero las mujeres, ya se sabe, nacieron quejumbrosas. Ella seguía meciéndose lascivamente, rejuntaba su cuerpo al mío, tenía los cachetes y las orejas rojas, y los labios hinchados. Me acerqué a ella y le di un beso en la frente, también le besé los parpados. Le pedí que me diera un momento para reponer energías. No sucedió, me quedé dormido hasta la mañana siguiente.

La Lupe me despertó:

Robin, despierta, mi mamá llega a medio día, te voy a preparar algo de desayunar, pero con una condición, que me cojas por mucho tiempo.

¿A qué te refieres? –pregunté amodorrado.

Sí, a que por lo menos aguantes más de dos minutos.

El tiempo es relativo, muñeca –dije mientras bostezaba.

No mames, Robin, estoy hablando en serio –dijo La Lupe.

Te voy a decir algo que le oí a mi hermano, el orgasmo, es como la tierra.

¿Y cómo es eso?

Hay Lupe, mi amor, el orgasmo, como la tierra, es de quien la trabaja.

Tu hermano es un pendejo –dijo enojada La Lupe.

Ven acá, Lupe de mi amor –me acerqué hasta ella y la llené de nalgadas y de besos. Enseguida dio un brinco de la cama. Y mientras se ponía una bata muy coqueta me preguntó:
¿Jugo o café?
Jugo, la cafeína me pone nervioso, mi amor. -dije.
¿Chilaquiles o huevos estrellados?
Chilaquiles, con un huevito tierno y estrellado encima, perdona pero amanecí hambriento.

Ella esbozó una linda sonrisa y salió del cuarto. Yo me volví a dormir otro ratito. Más tarde comimos. Y poco después, volvimos a coger. Más de dos minutos, claro. Quizá tres.

 

 

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