Por Teófilo Guerrero
Me despierto a las 7:00, pero no me levanto; tomo el celular o la tableta y comienzo a revisar la gran cantidad de trabajo que impone el “home office”, sin horarios, sin reglas, sin descanso. Desalojo algo de lo que tengo pendiente y me levanto de la cama para preparar café como todas las mañanas. Pero ahora no salgo. Limpio. Limpio el piso. Limpio el piso, la cocina, el patio, mi ropa, poco a poco sigo atendiendo las preguntas de los alumnos, un oficio urgente que hay que enviar, revisar lecturas, trabajos. Durante todo este tiempo mi cabeza no para de pensar, decir, imaginar. A veces creo que es remordimiento, a veces creo que es hartazgo, otras más me parece que mi cerebro, mi mente y la conciencia hacen un embotellamiento para que no extrañe la calle.
La calle no está sola, hay gente que camina, uno o dos carros, tres camiones atestados. Ni siquiera quiero pensar en la gente del camión, lo sucio de los asientos, los tubos grasientos, el polvo en el piso. Y luego la casa, limpia. El orden es una idea que me cruza por enfrente. Mi vida debería tener más orden. ¿Cómo será una vida ordenada?
Pienso mucho en mis hijos, ¿Que estarán haciendo ahora? Porque en el orden que todos piensan, en las películas y series las familias están juntas, la mía, no. Luego viene una canción de Bowie, se me ocurre que la mitad de los Beatles y él corren con fortuna porque no tienen que ver este impasse, este reset en cámara lenta, esta desaceleración de todo y de todos. Pero no todos.
Cuando salgo lo hago rápido, hay mucha gente que desafía lo extra cotidiano de la situación: comen tacos con las manos sucias, se saludan, se dan palmadas, una pareja se besa. Yo eludo pensar en lo anormal, lo normal, lo cotidiano, y lo no cotidiano. Entro a la carnicería, pido carne molida y regreso.
Al cocinar me doy cuenta de que perdí la costumbre de tomar una cerveza o algo de vino para hacer de la cocina un ritual, ni siquiera para comer. Agua simple. En muchas ciudades no tienen agua, en Mexicali hay un enfrentamiento por el agua, las empresas son unas hijas de la chingada, muchos trabajadores han perdido su trabajo, estarán a medio sueldo, y mucha gente en el empleo informal no podrá llevar ni lo básico a su casa, a su familia. ¿Qué estarán haciendo mis hijos? Dejo que la comida llegue al hervor y les llamo por teléfono. No hay novedad, como siempre, pero ahora siento que no estoy en donde debería, si esto se pone más grave… pero voy a revisar la comida para no pensar.
Como. Agua. Me siento a encender la computadora y seguir trabajando. En un segundo todo confluye: el meme chistoso en Facebook, la mujer que sale de la entubación en España, una línea del Aleph, los pájaros que cantan en el patio y desde hace mucho no se escuchaban, una frase de Camus, un acorde de reggaetón, la temperatura que sube en la calle, las ganas de pintar una pared de rojo tinto, Monserrat y todos los planes que aplazamos para estar juntos, un perro que ladra, la calle, el camión que pasa, Monserrat y su vestido negro, unas voces, mi mamá, el ruido de un taladro, Monserrat sonriendo, el olor a cloro…
Veo los platos sucios, la cazuela, hay que lavar, y seguramente otro asalto de cosas: ideas, conceptos, fragmentos de canción, líneas fugitivas de un poema, un destello de la voz de uno de mis hijos cuando era niño, la risa de Monserrat, las teorías de conspiración de mi padre…
Platos limpios. Hay que volver a trabajar. Por lo menos puedo pensar en otras cosas y no en todo lo que está, en todo lo que es, en todo lo que existe y no conozco, en todo eso que dejaría de conocer, de hacer, de pensar, de comer, beber y amar… si un día no estoy: por el virus, por la violencia, por el tiempo, o porque simplemente un día ya no estaré.
Y pienso que la realidad no es eso que hay afuera, ni era eso que teníamos como normalizado. Que es una cosa dinámica, sorprendente, una masa de tiempo y materia que no se sabe nuestros nombres.
Tlaquepaque, Jalisco
Imagen: Flickr
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