Por Gonzalo Trinidad Valtierra
Dos botellas de caña nicaragüense. Un café tomado por asalto a las dos de la mañana. Música. Y dos amigos, tan fundamentales como lo fueron para Aristóteles. Uno de ellos duerme en el suelo del café. El otro conduce su automóvil gris, a exceso de velocidad, por las calles solitarias y oscuras de la ciudad.
Unas horas antes nos encontrábamos los tres en una cabina de radio, con la primera botella de caña y unas cervezas. Transmitiendo en vivo y picándole las costillas al exceso. Deseando que nublara nuestro juicio. A pesar de ser mitad de la semana uno anhela que algo pase; algo que nos exima de la rutina y nos obligue a sentir que vivir no es sólo trabajar, tener familia, estudiar o lo que sea que constituya la vida de cada persona.
La salud de los excesos. Ese tónico que reanima el alma, el alcohol. A veces doloroso en la forma que llamamos: resaca, también puede ser una vía de acceso al autoconocimiento. Por lo menos es más digno de encomio que todo el espiritualismo empaquetado y a la venta estilo siglo XXI. A través de la resaca el hombre mide sus fuerzas con los dioses oscuros.
El horror es el componente que más exacerba el sentimiento de estar vivos. Despertar con la mente y la mirada obnubiladas. Preguntarse, sin llegar, en muchas ocasiones, a encontrar la respuesta: ¿Qué carajos hice ayer? Por un momento uno se siente capaz, y casi culpable, de haber cometido actos deleznables, crímenes, afrentas contra lo que, en condiciones normales (no beodas), sería digno de nuestra admiración y respeto.
Así es como muchos hombres y mujeres atentan contra lo que más aman, o creen amar. Hombres violentos. Mujeres irascibles y vengativas. Padres abyectos. Hijas desalmadas. Mierda, orines y vómito también son sustancias humanas. Con ella también puede expresarse el amor y el odio. Y toda la gama de sinsabores y arrebatos entre un extremo y otro.
Me despierto y penetra en mi mente, como agujas, la mente de Roberto de la Cruz. Todos los hombres cometen crímenes, deformando naturalezas humanas, destruyendo moralmente a una esposa, a un subalterno, a un rival —pero no todos se atreven a hacerlo derramando sangre—. Quizá el peor de los crímenes es contra uno mismo.
Que algo pase. Que algo haya pasado. ¿O está pasando en este momento algo cuyo primer movimiento yo desaté? Todo con tal de no volver a la rutina, la odiosa y miserable rutina. Aunque también pienso que aun para el asesino más salvaje su locura es rutinaria. También los hombres que viven al margen del mundo viven vidas aburridas. En eso consiste la sentencia pronunciada contra la humanidad. Sobre sus hombros pesa el universo y sin embargo no pueden alcanzar las estrellas.
He visto hombres que en un segundo se vuelven contra sus amigos en un arranque de furia. He visto peleas entre hermanos. Mujeres que apuñalan por la espalda a su marido. Y todo esto no lo harían si no estuvieran acicateados por el alcohol. Es su grito de desesperación. Su llamada de auxilio. Su forma de salir de la prisión de sus vidas.
También hay seres malvados que no necesitan un aliciente para cometer un crimen. Muchas veces lo he pensado. Al despertar en mi cuarto inundado de una luz blanca, con la memoria hecha jirones, tratando de recordar la noche anterior, la idea de haber cometido un crimen inunda mi mente como la luz inunda el cuarto.
A mi alrededor el aire está en calma. Poco a poco vuelven a mí los recuerdos, mezclados con la caña, de lo que ocurrió. Nada fuera de lo normal. La misma rutina de siempre. De cada miércoles. Con la diferencia de que esta vez el exceso pudo más que la voluntad. Un verdadero ebrio haría lo mismo sin la complicidad de los amigos. Entonces pienso en mi debilidad. En mi falta de decisión. Mis pocas agallas. Mi pusilánime reflejo en el espejo lo confirma. Parece decirme: Tu victoria sobre la rutina no es nada. Tus excesos están registrados dentro del orden de lo establecido. No has vencido a los dioses oscuros. No has roto tus cadenas. Es hora de ir a trabajar.
Imagen en slide: Strevo