Revés Online

La Sociedad

Pertenecer a un prestigiado grupo literario no es nada fácil, pues se necesita algo más que talento y carisma para ser aceptado por sus miembros. En este relato, el autor nos da detalle de su intento por ser parte de una sociedad (no muy) secreta, en la que poetas y narradores miran con desdén al chamaco que suplica su inclusión a costa de lo que sea. En medio de ellos aparece una mujer seductora, audaz y ambiciosa. ¿Será ella el factor para que la Sociedad tenga un nuevo elemento?

Por Oswaldo Árciga

Quise entrar a la Sociedad de Redactores Michoacanos en cuanto me enteré de su existencia. En aquellas fechas yo era un escritor fatal, no por lo tenaz en la formulación de ideas, sino porque las historias estaban plagadas de faltas ortografía, mala sintaxis y, en general, las historias carecían de historia. Envié una solicitud cuando vi el suplemento cultural que la Sociedad publicaba. Fui rechazado con un rotundo “no estamos solicitando”. Acepté la negativa y frente al espejo del baño me dije pendejo unas ochentaitres veces. La palabra fue perdiendo sentido.

La segunda vez que intenté entrar fue cuando ya había mejorado mucho, dejando enterradas aquellas ruinas de fatalidad y tomando en serio el oficio de escribir, pero en esta ocasión -tras enviar un correo para participar en un medio electrónico- la Sociedad de Redactores me contestó:

Buenas tardes Oswaldo, por el momento no estamos solicitando textos…

Hasta ahí acepté la negativa, pero lo que vino después fue el upper que causó el nocaut:

…pero estamos realizando talleres continuamente, es más, justo este sábado llevaremos a cabo uno de creación de cuento para principiantes abierto a todo público. ¿Qué te parece?

No sé si es posible ser más hijo de puta como para no leerte, rechazar tu texto y para colmo, prejuzgar tu participación como principiante.

Entendí que gran parte del problema estaba en mi cabeza: “tal vez no soy tan bueno, es mi ego el que está herido” -pensaba. Me sentí honrado con el simple hecho de que respondieran mis correos. Leí más sobre ellos, ya saben, lo que generalmente hacen estas agrupaciones: cuentos, relatos, novelas, etcétera. Llegué a admirar los textos plagados de adjetivos y frases sin sentido justificados con oxímorones y metonimias. Recuerdo un poema que escuché en una de sus presentaciones de libros:

La obscura claridad de tus ojos resultó que fueran abismos de tu alma, de la cual, yo soy dueño, por ello en el fondo, allí donde él bebe se convierte y mama bien fuerte…”

Reventé en risas porque pensé que era la historia de un alcohólico homosexual, pero después entendí que sólo eran errores en la redacción y olvidaron puntear bien. Como nadie más rio, me avergoncé.

Llegó el punto en que me la pasaba todo el día metido en esa página de Facebook e investigué tantas cosas que llegué a saber más sobre ellos que ellos mismos, por ejemplo, que en varios casos, si tuvieran que escoger un libro para llevarse a una isla desierta sería Rayuela de Cortázar. No los culpo, yo también me llevaría un libro chonchote por si me quedo ahí un largo rato y, para chonchos, Rayuela; tal vez sería mejor llevarse El señor de las moscas para usos más prácticos, pero Rayuela está bien. También sabía que el mayor de sus ídolos era Julio Verne y que el menos valorado era Ibargüengoitia (yo no contaba, porque no era famoso). Me encantaba ver las entrevistas que hacían. Me parecían curiosas. Recuerdo una en donde la señora X (la llamaré así para no comprometerla), joven escritora, le interrogaron:

-¿Qué tipo de libros te gustan?

-Los que me hacen reflexionar.

-¿Qué tipo de pláticas te gustan más?

-Las que me hacen reflexionar.

-¿Qué tipo de música te gusta más?

-La que me hace reflexionar –concluyó.

Me quedé con ganas de preguntar “¿qué posición sexual te gusta más?” seguramente contestaría “la que me haga reflexionar” cosa que, sí no eres Siddhartha, es difícil de lograr.

Tengo que decirles que sí estuve muy cerca de ellos. A partir de que le confesé a mis amigos que me gustaba escribir se rieron y soltaron frases como “uy pinche intelectualón”, “qué pedo ese eructito”, afortunadamente otro amigo hizo una defensa misericordiosa y cambió de tema: “¿vieron el partido de la Juve?” “sí, no chinges, se mamó Bufón…” así siguieron por un rato. No volví a hablar. Sentí como si les hubiese contado que era gay o algo por estilo.

Cuando terminamos de degustar unas exquisitísimas patas de puerco y cervezas quemadas, nos fuimos. Un amigo me interceptó, asegurándose de que no lo viera nadie. Preguntó si me gustaría entrar a la Sociedad de Redactores Michoacanos (parecía que cada vez que sonaba este nombre también se hacía presente una orquesta). No pude ocultar mis ganas de gritar “¡no pinches mames, pues claro, eso ni se pregunta güey!” Me indicó que podía ayudarme pero tenía que seguir sus instrucciones. Acepté todo lo que pidió.

Mi amigo, a quien también para no comprometerlo lo llamaré el señor T, dijo que nos viéramos en el café a las seis de la tarde. Supongo que se le olvidó pedirme mis textos pero yo, diligente, preparé los mejores y los llevé. Estuve sentado en una mesa de madera repleta de hojas secas. El señor T llegó una hora tarde y advertí que no venía solo: iba acompañado de un hombre extravagante, calvo, alto, de barba abundante y lentes, supuesto dirigente de la Sociedad, a quien llamaré señor C… no. Mejor Amado Líder.

Foto de Kyle Hale

La conversación se llevó de forma un tanto pedante. Cuando el señor T preguntó a Amado Líder su opinión de Octavio Paz, yo intenté hablar sobre la diferencia entre Samuel Ramos y el Nobel mexicano pero no me hicieron caso porque Amado Líder dio una majestuosa clase de cómo Paz se unió al Partido Comunista. Me resigné y activé el “Modo Maceta”: sólo sonreía y miraba al señor T y a Amado Líder mientras pontificaban. A altas horas de la noche pidieron la cuenta y fue ahí cuando el señor T me presentó con Amado Líder. Le comentó que yo escribía. Amado líder sólo respondió “qué padre que a tu edad te intereses en estas cosas. Sigue así”. El señor T sonrió y ambos se levantaron para irse. Me sentí decepcionado así que, impetuoso, me dirigí a Amado Líder:

-Yo quería… bueno… quiero pertenecer a la Sociedad…

-¿A cuál? –preguntó.

-A la que usted pertenece, a la de los Redactores…

-Ah sí, claro, ve el viernes al taller, di que yo te recomendé y te dejarán pasar -resolvió.

Después de acomodar algunos detalles y de despedirnos de abrazo, cada quien se fue a su casa.

El viernes estuve a la hora convenida. El taller no fue tan dinámico como esperaba. Era de poesía. Una de las jóvenes poetas me miraba mucho. Tenía parecido a la enfermera Ratched pero de piel más blanca, cabello negro al igual que su ropa y sin más maquillaje que unas rayas negras debajo de los ojos, eso sí, unas curvas bien marcadas (a ella la llamaremos la señora Z). Se sentó junto a mí y sonrió.

Terminamos la sesión y uno de los tipos con los que me habían presentado me pidió no me fuera. Esperé a que la mayoría se retirara y quedamos sólo cuatro personas -incluyendo a la señora Z, quien seguía con su mirada fija en mí, poniéndome incómodo. Advertí que comenzaban a llegar más personas a los que reconocí como miembros de la Sociedad. Cuando ya éramos cerca de veintiséis, bajaron un poco las luces y uno de los presentes exclamó:

-Hoy le daremos la bienvenida a un nuevo miembro.

-¡Au! –respondieron los demás.

Todos se agacharon en un movimiento sincronizado para sacar algo de sus mochilas y maletines:

-¿Y tu bicornio? –me preguntó la señora Z. Sólo alcé los hombros sin saber de qué hablaba.

-No te van a dejar unirte sin el bicornio –continuó diciéndome- te presto el mío, anda.

-Llamo a que se presente el aspirante.

Me levanté y la señora Z me dio una nalgada.

-¡Ora! Abusada ¿no? –le dije.

Llegué al frente y Amado líder -que en ese momento usaba antifaz- se dirigió a mí:

Por favor recite el juramento de los escritores –me dijo.

Para ser sinceros nunca creí que hubiera tantas trabas para escribir. Naturalmente, no sabía cuál era el juramento así que mi iniciación no pudo llevarse a cabo. Lo único rescatable de esa noche es que de alguna manera la señora Z consiguió mi teléfono y me mandó mensajes para invitarme a salir:

“¿Holas, cómo estás? Yo bien, gracias, jiji. Mira, voy a ser bien sincera contigo: me gustaste un resto y quiero que salgamos juntos. ¿Qué dices, guapo? ¿Jalas o te horcas?”

Con la poderosa frase final me hizo dudar si era la señora Z quien me había mandado el mensaje o era Rosario Tijeras.

En cualquier caso acepté.

Llegué a la cita con la señora Z. Me había preparado a conciencia porque tal vez agradándole a ella y con un buen cogín, se facilitaría entrar a la Sociedad. Me puse perfume en dosis generosas, aplaqué mi cabello de chayote con Moco de Gorila y me puse una camisa azul con pantalón de mezclilla que me hacía ver más nalgón. Evité poner una bola de calcetines en los calzones: si sucedía algo, seguramente se percataría y, por supuesto, me tomé la poción mágica que el abuelo recomendaba para lograr erecciones perennes: jugo de betabel con sandía.

La señora Z me había citado en un café-librería de Morelia que está debajo de un hotel. Me pareció buena señal. El mensaje que me había enviado decía “juntos” y lo entendí como un “sólo ella y yo”, pero resulta que “juntos” significaba… con la Sociedad de Redactores.

La señora Z me presentó uno por uno a los integrantes. Primero con Amado líder, quien ya se había olvidado de mí. Después de saludar nos sentamos y bebimos cervezas artesanales. En realidad yo quería una viky porque son las mejores chelas (un millón de albañiles no pueden estar equivocados) pero “a donde fueres has lo que vieres”. En la plática el señor B, un hombre de barba, chaparro, con lentes y gorra, nos dio una catedra de cómo la sociedad (en general, no la de Redactores) es torpe. Yo no estuve de acuerdo y él se defendió diciendo que era una estupidez creer en algún dios y, por ende, la Sociedad -que en su mayoría tenía una religión- era estúpida. Yo lo refuté diciendo que son tiempos difíciles y que todos tenemos derecho a creer en algo, pero él, un poco molesto y después de citar algunos autores, dijo que si no era comprobable con matemáticas no podía existir y ejemplificó con un argumento contundente:

-A ver ¿Cuánto es cinco más cinco? –preguntó.

-Diez.

-¿Y cuántos somos aquí?

-¿Nueve?

-¡Ahí está! Quítale uno y se demuestra que somos nueve, por lo tanto existimos.

Yo titubeé, pero Amado Líder dio fin a la discusión. Pidió al encargado que sustituyeran la música que escuchábamos por otra de ritmos indígenas para tranquilizar al señor B, quien al escucharlos entró en trance.

Amado Líder, promocionando un libro de erotismo que él escribió, preguntó qué autores me gustaban en cuanto a ese tema. No sé si quería que respondiera que él, pero yo dije que me gustó La Miel Derramada, de José Agustín.

-Me halagas, a mí también me gustan mis libros, pero el de La Miel Derramada no es mío –dijo el señor S.

Yo le hice ver que no era a él al quien me refería (pensándolo bien, llamarlo señor S es tonto) sino a José Agustín Ramírez, autor de La Tumba. El homónimo frunció el ceño y sacó un librito azul con letras blancas y dijo:

-¡Este libro te lo pensaba obsequiar, pero te jodes! ¡No te regalaré ni una versión del libro que nunca escribí!

Caí en cuenta que no era del agrado de todos.

Hablando de erotismo, La señora N (quien al parecer estudió sexología) nos quiso dar una plática del sexo y la educación, pero Amado Líder era el que tenía las riendas de la conversación y decidió que lo mejor sería hablar de lo maravilloso que es leer a Cortázar. Todos aeptaron.

Ya entrando en confianza, se me ocurrió preguntar por el señor R (a quien también, para conservar su identidad, lo llamaré de esa manera aunque, acá entre nos, escribió Sueños Húmedos). Amado Líder empezó a sentirse asfixiado y, en lo que podría ser un ataque de ansiedad, se desabrochó la camisa y miraba a todos lados, pero se recuperó después de ser abanicado por los presentes quienes me miraron con un gesto amenazador. La señora Z me susurró que no fuera obtuso (yo hubiera dicho pendejo) y que no le hiciera ese tipo de preguntas a Amado Líder porque se ponía muy mal. Yo contesté, excusándome, que no era una pregunta grave sólo que también, siendo el señor R un escritor, podría estar presente; tampoco estaba el señor FV (director de una revista y autor de textos como “Contra las cuerdas”) o el señor LM (último ganador del Premio Nacional de Humor Negro). Cuando Amado Líder escuchó que no sólo había preguntado por R, sino también por los señores FV y LM, ahora sí le dio un soponcio que otros dos de sus colegas imitaron. Tuvieron que llevárselos en ambulancias y me quedó claro que las oportunidades que tenía de entrar a la Sociedad, en ese momento, estaban muertas.

Todos se fueron sin despedirse de mí, pero sí de la señora Z, quitándome la oportunidad de preguntar por el señor D (lo llamó así porque… bueno, ya todos saben de quien hablo, así que le llamaré Darío).

La señora Z y yo estuvimos otro rato charlando. Ella no era tan pedante como los demás -o eso parecía. Aparte, el jugo del abuelo ya tenía un buen rato haciendo efecto y tenía que saciar mis ganas. Planeaba sorprender a la señora Z con mi virilidad pero ni modo de decirle, enfrente de todos, que mientras a Amado Líder se le paraba el musculo vital, a mí se me estaba parando el sinhueso. Esperé y fui cauteloso para decírselo. Aproveché cuando los de la Sociedad nos dejaron solos. Después de platicar un rato le hice la sugerencia directa de subir a una de las recámaras con el pretexto (justificado) de que si no lo hacíamos podría causarme quemaduras graves por el tiempo de la erección -cosa absolutamente cierta. Ella sonrió y dio otro trago a la cerveza de cacao, después me hizo una seña con el dedo, clara señal de un “no” y me dijo, mientras se lamía los bigotes cual si fuese Pancho Pantera:

-Aún no mi rey, antes tenemos que hacer algo.

-¿Pero por qué no? –dije, suplicante, no sólo por la ganosidad que me poseía, sino porque era un intento desesperado de recuperar la única esperanza de pertenecer a la Sociedad.

-Vamos a comprar unas cosas –resolvió y pidió la cuenta.

Me pareció lógico que una chica como ella, con un toque gótico y otro hipstersón, le gustasen los instrumentos sexuales. Tal vez unas esposas, un látigo o unas cuencas. El catálogo es amplio.

La señora Z prefirió darme la sorpresa comprando ella misma los instrumentos para el más bello proceso de apareamiento (el sado). Yo, conservando el misterio desde fuera de la sex-shop, no me opuse.

Llegamos a su casa. Tenía muebles rústicos de tonos lúgubres. Me le acerqué por la espalda y, seguro de que no se negaría, le propuse:

-¿Quieres ser mi perra?

La señora Z se volvió hacia a mí y entregándome una bolsa de plástico, me espetó:

-Ponte esto.

No objeté. Obedecí. Después, en el baño y listo para ponerme el disfraz, me di cuenta de que era un traje de Shakespeare. Consistía en pantalones cortos, polainas y, por supuesto, una gorguera blanca. Me avergoncé, pero aun así me lo puse. Cuando salí noté que ella se había disfrazado de dama colonial, de esas que ofrecen el recorrido de leyendas en el centro. Todo eso tenía que valer la pena, así que en cuanto tuve oportunidad traté de levantarle el vestido, pero fue difícil por los alambres que le dan forma al atuendo. Al bajar mis pantaloncitos cortos vociferé: “¡uta madre pues!”. La chica se había puesto un calzón de castidad.

La desvergonzada se atrevió a hablar:

-Dime un poema de Mario Benedetti.

No entendí la relación entre Benedetti y Shakespeare pero lo intenté con tal de que se quitara el calzón:

-Eh… este… -¿han intentado pensar en literatura cuando están en ese nivel de excitación? Es difícil, de verdad. Empecé a musitar:

-Va el que dice… el que dice… “No amo a mi patria…”

-Ese es de José Emilio, inculto –un simple “idiota” me hubiera hecho sentir mejor en lugar de tanto eufemismo.

-Ah ya sé –me recompuse: “No te salves ahora ni nunca, no te salves…” -lo declamé todo mientras ella reaccionaba orgásmica. Cuando terminé el poema, me sentía con suficiente autoridad para apoderarme de ella pero se negó. Las palabras que me dijo jamás las olvidaré:

-No voy a hacerlo contigo. ¿Por qué creíste eso? Me gustaste desde el principio y no lo niego, pero eso fue porque te imaginé vestido de shexspir.

-Shakespeare –corregí mirando al suelo.

-¡De esa madre! Agarra la onda: no somos de la misma altura. Tú no eres nadie o eres menos que eso: eres nada.

Me fui con la cola entre las patas. Al principio intenté demostrarle que sí soy alguien en la literatura y busqué editores, revistas y demás medios, pero siempre obtenía la misma respuesta: “no estamos solicitando”. Mientras me hundía más en la eterna desolación de un escritor no reconocido, las noticias estaban plagadas de información los miembros de la Sociedad de Redactores. Fue ahí cuando entendí que Michoacán es un lugar donde un escritor nuevo tiene que hincarse, pasar vergüenzas, humillaciones, y todo para por lo menos ser leído. Resulta claro que la cultura, aquí, se convierte en una persona dando una voltereta anatómica, es decir: Cuando lo culo está arriba, la razón se despeña.

Salir de la versión móvil