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La torta bajo el brazo

Por Salvador Munguía

Antes de que Nicolás naciera, mi abuela, solía contarme sobre la torta bajo el brazo. Tal desatino no era otra cosa que un conjunto de bendiciones espirituales y sobre todo monetarias. De jugosas ofertas laborales y de una solvencia económica asombrosa y mágica, que llegaba justo cuando los hijos pisaban el mundo. Según mi abuela -y algunas otras personas optimistas- en cuanto Nicolás naciera, no habría manera de qué preocuparse. Me esperaba un trabajo digno y bien remunerado, un auto del año, una casa propia y muchos viajes al extranjero. Abundancia y éxito.

 —Te cuento, –me dijo un día mi abuela- cuando nació tu madre, tu abuelo no tenía trabajo, lo habían corrido por borracho. Nació tu madre y rápido consiguió el mejor empleo de su vida. Dos años después nació tu tía Silvia, y con ella estrenamos nuestra primera casa. Enseguida nació tu tío, y para ese entonces ya vivíamos bastante bien.

— ¿Y qué fue lo que pasó, abuela?, ¿dónde quedó todo? –pregunté incrédulo-.

—Eres un cretino, Salvador, eso es lo que eres, -concluyó la abuela sin dar mejores explicaciones-.

No sé de dónde se habrán inventado tal disparate. Lo cierto es que los niños cuestan, y mucho. Nicolás no es la excepción. El crío está por cumplir un año y nada en el mundo me hace tan feliz que ese pequeño renacuajo. Pero monetariamente hablando, no veo la luz al final del túnel. Mis bolsillos se quedan vacíos en cuanto llega la quincena. Si no son los pañales, es la leche especial antirreflujo que se toma el bicho cabrón para que no tenga coliquitos en la pancita. Pero la leche no es suficiente, habrá que combinarse con una avenita. El menú, además, incluye por lo menos un gerber diario y papillas extravagantes. También hay que dejarle el culito brillante y humectado con unas toallitas que se terminan cada tercer día, y sí se llegara a enfermar, o a tener alguna molestia física, estoy en problemas.

Tengo varias opciones para estos imprevistos: asaltar un Oxxo o un banco, vender un riñón, hacerme sicario, donar sangre por unos centavos, empeñar algo o pedir prestado. He optado por los dos caminos más fáciles. En lo que va del año, he empeñado un reloj de marca –el que por cierto, ahí perdí- la lavadora y una laptop vieja. Lo último que llevé fue una cadenita de oro que el padrino de mi hijo le regaló en su bautizo. El padrino y la cadenita resultaron más falsos que los orgasmos de una mujer. En cuanto le pusieron el líquido para saber de cuántos kilates era, a la cadena se le cayó un pedazo, y a mí me dio diabetes.

Hace unas semanas, me tocaba a mí surtir la despensa del niño, pero las deudas bancarias me tenían –y me tienen- en la quiebra.  Siempre he cumplido con mis obligaciones, así que abastecí  una despensa “genérica”. Pero también hice pequeñas trampas. Por ejemplo, para que la madre del bicho no se diera cuenta y no me corriera de la casa, reemplacé la leche cara por una más barata, vacié el polvo blanco en el bote de leche caro, y listo. Compré como 800 pañales sueltos en el mercado de abastos, argumenté que eran importados y que le alcanzarían hasta los 10 años. En lugar de gerbers, compré fruta fresca, era más saludable, repliqué.

Los problemas empezaron con los pañales “importados”. Unos venían rotos, otros no pegaban, otros le causaron alergia y no cumplían el objetivo de mantenerlo seco. Todos los días, Nico, amanecía orinado hasta el cuello. Lo peor era cuando andaba sueltito de la panza, la leche barata comenzaba a dar problemas, y con esos pañales aquello era un batidero. Después vino de nuevo el reflujo y ya nada fue igual. Yo comencé a dormir mal, tenía pesadillas y la conciencia intranquila. La madre del crío exigió que lo lleváramos al doctor, pero para eso, tuve que pasar el día entero en un laboratorio médico, me sometí a todo tipo de pruebas clínicas, extrajeron litros de sangre gratificados por unos cuantos salarios mínimos. Carajo, me había convertido en un maldito conejillo de indias.

La pediatra de Nicolás nos hizo preguntas insignificantes, lo subió a la báscula, recetó una leche aún más cara que la otra, y para colmo, cobró un dineral. Al salir de ahí tuve mareos y casi desfallezco. Para limpiar mi dignidad, tiré los 780 pañales al bote de basura, compré el bote más caro de leche para mi hijo y le regalé una cadenita de oro puro.

Pero para el destino, para los dioses, para los astros o para sabrá dios quién, no era  suficiente. Una serie se sucesos lamentables sucedieron uno tras otro. Al día siguiente, me metieron a barandillas, una semana después me quitaron la placa de un coche prestado, a mitad de semana me chocaron mi auto, por cierto estacionado correctamente, habrá que mencionar que perdí mi billetera y un celular barato, y, apenas hace unos días, otro operativo de la policía me quitó la moto en la que conducía, argumentaron que no traía casco, tarjeta de circulación, licencia de conducir y me desplazaba a exceso de velocidad, sólo les faltó inventar que traía pacas de a kilo en la cajuela. Las infracciones rebasaban cantidades estratosféricas que hasta el hombre más rico del mundo hubiera respingado.

El trágico destino no me castigaba con salud, no me dejaba sin amigos ni familia, no me quitaba mi trabajo, me mandaba deudas y más deudas. Sin duda, un conjuro maldito se había apoderado de mi alma. Algunos lo llaman karma, otra mala suerte. Lo que haya sido.

 Las brujas de Villachuato

No soy creyente de casi nada pero ante tantas tragedias, este fin de semana, por recomendación de algunas amistades, fui con las brujas de Villachuato. Me dijeron que ahí me quitarían la malaria. Una amiga me aconsejó que ocupaba sólo dos cosas: fe, y un huevo. Llevé mi huevo y muchas ilusiones.

La bruja era de cuerpo menudo, vieja, no tenía la nariz picuda como la imaginaba y su pelo era corto y blanco. Vivía en una casa decente. Esperé media hora. Enseguida la bruja se presentó:

—Hola, soy la bruja.

—Mucho gusto, yo soy Salvador.

La bruja me pasó a un cuarto sencillo, había una silla y un pequeño tocador, en la pared colgaba un Cristo negro sacrificado y a su costado estaban todos los santos del universo.  Continúo con algunas preguntas:

—¿Por qué has venido?

—Tengo mala suerte, bruja,

—Eso ya lo sé, nadie viene cuando le va bien.

—Tengo problemas económicos y laborales, pierdo todo, la policía no me quiere y los accidentes de tránsito me persiguen-respondí.

— ¿Crees en el karma?

—No, creo en el destino maldito –confesé-.

—¿Sospechas de alguien que te quiera hacer daño?

—No, de nadie –mentí.

—¿Alguien que te haya hecho un mal de ojo o te haya aventado un animal muerto a tu puerta?

—No, nadie –¿quién puede saber cuándo le hacen mal de ojo? pensé pero no dije nada-.

—¿Fuiste noviero, tuviste muchas mujeres?

—Tampoco, lo normal –expuse firmemente.

— ¿Quedaste bien con ellas?

—Sí, creo que bien, algunas me borraron del facebook, pero….ehh…-quise explicarle a la bruja sobre la red social, pero me sorprendió con su respuesta:

—Una mujer despechada es más peligrosa que cualquier arma nuclear, y sí una mujer te borra del face es que te odia con todo su corazón -respondió seria.

—A ver párate -dijo la bruja.

Enseguida se puso enfrente de mí, expulsó un tufo fuerte con olor a ron, después hizo unas oraciones ininteligibles, se llevó un puro a la boca, lo prendió y fumó tres cortos pitidos, después dio un trago a una botella con olor a ron y lo escupió sobre mi cara. Me indigné e intenté sujetarla del pescuezo….¿qué se había creído?! pero no pude, las manos se me paralizaron.

 —Estás bajo un hechizo, relájate, cabrón, yo te ayudaré, -dijo.

 Me pidió el huevo, como los brazos los tenía paralizados le hice un gesto con los ojos.

 —Ahora cierra los ojos. Y con voz quedita recitó: “calis, calas, calis, calas, San Nicolás”, y enseguida le daba tragos a la botella de ron, volvía a escupir mi cara y  deslizaba su mano con el huevo por todo mi cuerpo, de cabeza a pies, de pies a cabeza, y volvía a recitar: “calis, calas, calis, calas, San Nicolás”…

— ¡Carajo, bruja, esa es la porra de los nicolaitas, esto es una estafa y usted es una bribona!… Cuando intenté abrir los ojos no pude, intenté caminar y tampoco, quería salir corriendo y mandar todo al carajo. Era inútil.

—Estás bajo hechizo, sigue relajado -insistió la bruja.

—Ahora siéntate, “calis, calas, calis, calas,”… ya puedes abrir los ojos. Listo, sécate la cara con esa toalla. Estabas embrujado por una mujer.

— ¿Quién? -pregunté alarmado.

—No quieras saber lo que el tiempo te dirá –contestó mientras vaciaba la yema ennegrecida  y viscosa del huevo en un vaso.

— ¿Es todo?, ¿con esto mi suerte mejorará? –exclamé escéptico.

—No te sacarás nunca la lotería, pero de algo servirá. No te metas en problemas y sé paciente, las buenas noticias llegarán… Y volvió a sorprenderme: ¿has escuchado hablar de la torta bajo el brazo?

—Si, mi abuela me habló de ella.

—Bueno, pues ve y disfruta de tu hijo… ¿Nicolás se llama, verdad?

—Yo nunca te dije que tenía un hijo.

—Soy bruja, ¿recuerdas?-argumentó.

—Pues no creo en la torta bajo el brazo, son mitos de las personas viejas -opiné.

—No me importa, ahora lárgate de aquí y paga en la salida.

El asalto

Durante una semana entera estuve observando los movimientos de las cajeras del Oxxo. En una libreta apunté las horas de entrada y salida de cada una de ellas. Sabía quién las recogía, quiénes eran las que siempre llegaban tarde y salían más temprano, y hasta quiénes eran sus amantes. También la hora exacta que llegaba el encargado de la tienda y recogía el dinero. Tenía de dos, asaltar por la mañana, muy temprano, entre las 8 u 8:30, o bien, esperar al turno de la tarde, entre las 4 y las 6, había poca gente. En una semana, no vi pasar patrulla alguna. Con los pocos pesos que me quedaban, compré una pistola de juguete y una cola de conejo para la suerte. Para no ser reconocido, usaría como máscara unas pantimedias que todavía olían a piernas de mujer. Si la suerte estaba de mi lado era el momento de saberlo. No disponía de mucho tiempo y dinero no tenía, tampoco cosas para empeñar, y no estaba dispuesto a molestar a mis amigos, ni mucho menos ser un conejillo de indias. El dinero lo necesitaba de urgencia, el sábado, Nico cumplía su primer año y esas fiestas deben ser inolvidables.

Escogí el turno vespertino, me desperté tarde para asaltar al turno de la mañana. Conseguí un coche prestado y me estacioné a unas cuadras. Para calmar la ansiedad y los nervios, me lleve una anforita con mezcal de Atécuaro. Me encaminé al súper mercado a paso seguro, nada me detendría. Toqué la pistola, era frágil y ligera, la sujeté bien sobre el pantalón, había olvidado un detalle; pintarle el circulo naranja que tenía en la punta. Antes de entrar, respiré hondo y pausado. Abrí las puertas de par en par cuando sonó el celular. Carajo, había olvidado ponerlo en vibrador. Era una llamada de Estados Unidos:

 —Buenas tardes, señor, con Salvador Munguía –hablaba con un español horrible.

—El mismo, ¿quién llama?

—Mi nombre es Brayan Hernández, me recuerda, soy el orientador social, le marco de las oficinas del condado de Kern, CA.

—Sí, claro que te recuerdo.

—¿Cómo está el pequeño Nicolás?

—Bien, por cumplir su primer año.

—Vaya preparándole una buena fiesta, la pensión alimenticia de Nicolás Munguía ha sido aprobada por el programa de Child Support del condado de Kern, CA.

Silencio total.

Por un momento no escuché ni el murmullo de los autos. Sólo escuchaba los latidos de mi corazón que galopaban con fuerza. No sabía qué decir. Un pedazo de nada me atragantaba el cogote.

—Buenooo, buenoooo, está ahí señor Salvador, si buenoooo -dijo Santo Brayan.

Por fin reaccioné: —Sí, dígame.

—Ocupo que me mande su número de cuenta. La cantidad será de… permítame, ahorita se la digo… se les pagará en 2 exhibiciones, una ahora y otra a fin de año, será por los próximos 6 años.

Los preparativos

 —A ver, Salvador, te voy a repetir la lista de lo que ya pagamos: es el salón de fiestas, el señor de los tacos, los 3 meseros, las 3 cubetas de ceviche, el pastel, el desechable, las gelatinas, 3 juegos inflables, 2 camas elásticas, 5 piñatas, 150 aguinaldos, 10 cartones de cerveza, 3 botellas de vodka, 3 de ron y un litro de mezcal.

—Apunta bien, son: 30 cartones de cerveza, una caja de botellas de vodka, una caja de botellas de ron, tres garrafones de mezcal.

—No es tu fiesta, eso es mucho alcohol –dijo histérica.

—Tampoco es tuya, y comprar alcohol nunca será exagerado –contesté sereno.

—Es una fiesta de niños, te recuerdo.

—Después de cierta edad las fiestas de niños son el mejor pretexto para que los adultos se emborrachen –repliqué.

—Te vas a terminar la pensión del niño.

—Para eso es, y espérate, mi suerte a penas empieza.

— ¿Qué más falta señor Munguía? -dijo en tono sarcástico.

—El norteño… Y recuérdeme llevar un chingo de flores a la tumba de mi abuela.

 

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