Por Raúl Mejía
Hace algunas semanas, un amigo me dijo algo bien bonito: “Me gusta que desde siempre tus textos abordan temas que van acordes con tu edad y la de varios de tus lectores”. Le dije gracias, obviamente, y luego le solté la clásica “pos es que no sé escribir de otra forma”.
El encanto que tiene rondar entre los treinta, los cuarenta y parte de los cincuenta (casi treinta años) es que uno va de la mano de la inmortalidad. La muerte o los accidentes incapacitantes les pasan a otras personas o en otro código postal; esas cosas le ocurren a los amigos de quienes no son nuestros amigos o a personas que uno conoce pero no son nuestros amigos y es estrictamente cierto. Uno se siente inmune a los cataclismos porque el futuro sonríe, los planes son posibles, los ascensos, la codiciada categoría de triunfador, la belleza, el poder, el dinero, las relaciones, la carita tersa, estirada y –but of course– todo en su lugar y firme, cachondeable, pues.
Luego todo empieza a irse, como dice nuestro locuaz presidente, al carajo. Uno ni lo nota. El pasillo del medio siglo de edad es pródigo en catástrofes físicas casi imperceptibles. Luego el entorno se encarga de confirmarlo.
O sea que, para quienes tienen la suerte de aún no entregar los tenis y superan la cincuentena con largueza, les espera le vejez oficial y administrativa en sus varias presentaciones apenas cumpliendo sesenta años: adultos en plenitud, tercera edad, luego viejitos y finalmente ancianos tercos hasta caducar.
En este punto del texto alguno de ustedes estará todo dubitativo preguntándose a dónde quiero llevar todo este rollo y les contesto: “No sé”. Empecé a escribir cuando recordé lo que me dijo Gil Bibriesca, el amigo de las primeras líneas. Luego recordé que en este año decidí ponerme interesante y le di un nombre a todo lo que publicara a partir del 2021: La Sabiduría Inútil de la Adultez en Plenitud. ¿Se acuerdan?
¿Cómo le hice para llegar a los sesenta, fecha en que empecé a reflexionar seriamente en jubilarme y dedicarme a hacer “lo que de verdad quería hacer”?
Creo fue cosa de amanecer una fresca mañana de enero y sorprenderme más o menos así: “No mames, ya estoy, oficialmente, viejo”. Para cuando empecé el trámite jubilatorio era incuestionable: ya nadie me pelaba ni en materia profesional ni de amores ni de pasiones. Empezaba el tránsito de simpático a mamón; de imprescindible a prescindible; de pertinente a impertinente; de razonable a pinche terco y lo peor es que era cierto. En eso me convertí. Era un perro en el periférico para fines prácticos.
A los 62 ya estaba jubilado. La vida se ve de otra manera en el pasillo transitado por sesentones porque como ya nadie nos pela vemos como en lontananza nuestra vida. La mayoría se agüita muy gacho porque lo único que aprendieron fue a ir a la oficina o la fábrica y sin ese ritual de checar tarjeta la vida como que carece de sentido. Una vida de trabajo con todas las cursilerías adosadas a ese enunciado.
Eso no me pasó porque “lo que sea de cada quien” me encanta leer y ese sector, el de los libros, es inconmensurable. Imposible de agotar. Por eso con cierta regularidad en este espacio les ando contando mis impresiones de algunos libros con la confesada aspiración de que les den ganas de leerlos. Si con la misma intensidad me gustara tanto el futbol les escribiría de futbol, pero no. La mera verdad me gusta más leer y charlar de libros si se puede.
Una conversación siempre es chida, pero cuando ésta se da con gente lectora (y no es mamona presumiendo que lo es o citando a famosos) siempre tiene un plus. Es absolutamente innecesario pretender pasar por lector sin serlo porque quienes lo son ni lo dicen. No son excepcionales sino normalitos.
El caso es que con la mirada puesta en lontananza concluí que mi vida -entre la mitad de “mis veintitantos” y terminando cuarenta años después- no estaba mal y tuve suerte. Sin suerte todo vale madres, se los juro. Es una conclusión a la que llegan casi todos y todas. No importa si se escaló el Everest o nuestro Punhuato. Uno se siente triunfador y si no lo creen pongan la cursilienta canción llamada “A mi manera”.
(En este momento de la escritura empiezo a ver claro a dónde quiero llegar… espero lograrlo. Ténganme paciencia)
Este chorazo tiene relación con la salud. Un asunto de la mayor importancia cuando se deja la etapa inmortal y uno prefiere ignorarlo. Yo lo hice aun cuando ya era un adulto en plenitud. Las señales menudeaban, pero yo seguía montado en la hermosa ola de la inercia sin fin.
Así, ignoré que desde que recorría el pasillo de la cincuentena me estaba quedando sordo y ahora ya casi lo soy -con aparato auditivo y sin él debo “leer los labios” de mi interlocutor, por ejemplo; pasé por una ceguera temporal que me asustó mucho y supe que ver (aunque fuera mal) era una cosa esplendorosa.
Luego fui atropellado en la esquina de Madero Poniente y Cuautla con resultados muy dolorosos e incómodos al serme intervenidas quirúrgicamente ambas manos (ya se imaginarán el suplicio de una convalecencia de meses en esas condiciones: échenle imaginación). Y para terminar el muestrario, va la última: me subí a un avión en una ciudad y lo confieso: ya me sentía medio mal al abordar la aeronave, pero ni modo de no treparme; una vez en ese tubo volador y en cosa de dos horas, volando sobre quién sabe qué parte, ¡ay, amigos y amigas! ¿Qué creen? Pos sí: me puse, para ser claro, encabronadamente mal, pero lo que se llama Mal Con Mayúsculas.
Estuvieron a minutos de intervenirme (quirúrgicamente) ahí, en un asiento de primera clase (un privilegio que se le da a aquellos que se van a morir) sin anestesia ni alguna cortesía similar. El doctor asustado, las azafatas igual y yo pensando “estos cabrones no saben qué hacer conmigo”. Pero eso no impidió que con una vocesita apenas audible le preguntara al facultativo si me iba a morir. Su respuesta, digna de un vaquero del lejano Oeste, me sorprendió. Con tremenda jeringa en la diestra a manera de revolver Colt 45 espetó: “No en mi nave, bastardo”. Pensé: “¿Qué le pasa a este Hopalong Cassidy de tierras tropicales?” pero ni modo de ponerme punketo: estaba en sus expertas y vaqueras manos.
La verdad nunca he estado tan cerca de calacas como en ese vuelo… aunque me puse peor cuando estuve en tierra y rodeado de médicos (entre ellos mi hija Adriana). Salir de la zona oscura tomó sus buenos tres meses en los cuales bajé como quince kilos y perdí lo poco que me quedaba de galanura. La verdad creí que no la iba a librar, pero la vida tiene sus planes y aquí estoy chismeándoles estas cosas de salud.
¿Y qué creen? Ni esas experiencias me quitaron lo inconsciente e irresponsable. Bastaron tres años para que una de mis actividades favoritas se convirtiera en pasión: en primerísimo lugar, tomar cocacolas y degustar las deliciosas galletas Mamut a la menor provocación. Por supuesto, los tacos de buche, cabeza, dorados y de canasta se convirtieron en mi dieta cotidiana y no había sábado o domingo sin menudo o consomé de borrego en Iratzio (en la solvente y acreditada Granja del Chelis). Aquello era una orgía de buenos platos y hectolitros de cocacolas.
¿Consecuencias?
Otra vez al quirófano, pero esta vez las cosas tuvieron un ingrediente novedoso: previo a mi ingreso fui detectado como un miserable diabético con plenos derechos y carencias. Eso complicó una operación sin mucho chiste (nada grave) en su fase de convalecencia: aquello nomás no cicatrizaba y la sangre que brotaba era del color de la Salsa Valentina (de la más picosa). Uno se asusta -luego me dijeron más o menos que el color de la sangre dependía de si era de una arteria o de una vena. Yo no le entendí, pero dije “órale, chido”. Creo me dijeron eso nomás para que dejara de llamar al hospital para preguntar tonterías.
El diagnóstico de mi diabetes (y de “la diabetes en sí y para sí”) logró su objetivo. Fue como un revulsivo existencial. Ahora sí, las cosas estaban en blanco y negro: o dejaba mi incontinente vicio con las cocas, las tortillas y todo lo que traiga azúcar o pasaría a la fase superior de todo diabético a la altura de su padecimiento… y en una de esas me les pelaba.
Opté por cambiar.
Radicalmente.
Hasta empezaré a ir a una especie de Diabéticos Anónimos porque, dicen, “hay vida después de ser diagnosticado con diabetes”. Eso espero porque una coca no me vendría mal. Todo lo delicioso, a cierta edad, hace daño. Es injusto, no es de Dios pues.
Fui dado de alta. Me esperaba mi hijo Fabrizio y nos encaminamos a su auto. Yo, caminando como pato ajuatado (imagen patética si la hay: cuando los pollos o cualquier ave terrestre se espina las patas). Al llegar a casa abrí el refrigerador: ahí estaban las 18 coquitas de vidrio de los siguientes días que ya no iba a beber; en el congelador, dos paquetes de galletas Mamut que ya no iba a degustar y sobras de otras comidas igual de dañinas, pero rete sabrosas.
Mi etapa libertina había terminado.
Me pregunté si mi vida miserable iba a ser eso: miserable a secas… o si al menos tendría la opción sagrada del whisky. Me dieron permiso de gozar de ese sacro caldo escocés. “Nomás no abuses”, me advirtió Guty, mi médico y amigo de cabecera. La verdad nunca he abusado con esa bebida. Le agradecí a la Morenita del Tepeyac que del desastre se haya salvado el Glenlivet 18 que bebo sin invitarle a nadie porque cuesta una maldita fortuna ese brebaje olímpico y nueve de cada diez amigos están al margen del placer del whisky solo (cuando mucho, con un hielo).
¿Cómo invitar un trago a esos bárbaros?
Ellos son felices con un bacacho.
Mi vida ha cambiado desde hace quince días y juré ser un hombre nuevo (espero que este hombre nuevo no salga igual que el anterior).
Así las cosas, amigos y amigas.
Pude aderezar esta charla con menciones a La montaña mágica de Thomas Mann para que las cosas maridaran perfectamente, pero recordé que ese libraco he intentado leerlo como tres veces y nomás no logro escalar ni la cuarta parte de esa montaña de papel.
Gracias por la paciencia y de verdad: bájenle al consumo de azúcar. Ya no somos jóvenes (al menos algunos de quienes me leen ya andan bien avanzados en calendarios).
Seguiremos informado sobre lecturas, chismes y achaques propios de la edad. ¿De qué otra cosa se puede hablar a estas alturas?
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