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Los hielos familiares, eternas mariposas

El Gabo se fue, pero dejó un montón de huellas entre sus fieles lectores. En esta entrega, el autor viaja a su pasado familiar, a la escuela, a esos pasos de baile para los que no nacieron los críticos literarios.

Ilustración-CULTURA-Gabriel

 

Por Antonio Monter Rodríguez 

 

Para mi Macondo: Esperanza, Ollin, Bethina

Macondo es territorio personal, casa materna: librero herencia que data de cuando Antonio Monter Núñez hacía de vendedor de libros viejos lunes martes miércoles jueves y viernes, mientras algún fin de semana tomaba las huellas digitales a un David Alfaro Siqueiros a punto de ingresar al Palacio Negro de Lecumberri (el Macondo de mi padre se gestaba entre la suculencia lectora y la dactiloscopia). De allí lo tomé algún día: 32ª edición, 1972, Editorial Sudamericana, Cien años de Soledad. Encuentro post mortem. Ternura simple que se supone normal olvido: los libros de tu papá, borrosos de polvo entre gritos de auxilio, los libros que afanosamente se anuncian y caen de bruces a su lector.

Cien años de soledad no sería el primigenio olisqueo, injusta la remembranza intelectual si me olvidara que ya desde la preparatoria algunos maestros empedernidos en la promoción de la lectura, me andaban pavimentando la terracería del entendimiento mostrenco con los Doce cuentos peregrinos y El coronel no tiene quien le escriba, lejos todavía de la tarea principal para quien se atreve a sentirse conocedor del universo fotografiado en un movimiento con denominación de origen, el boom.

La lectura del “monstruo” sucedería después (las comillas no significan duda de valía, sino la referencia impasible a las innumerables hojas dedicadas a los sesudos ensayos sobre la literatura contemporánea y la obra monumental). Cien años de soledad entre los reflectores que iluminan la marquesina. Que si el comienzo y el fin. Que si de Cervantes al Gabo. Como si la nada y el todo pudieran explicar la bananera y a la vez académica existencia de un troquelado realismo mágico para decantar así, en algo carnoso para los glotones decifradores, esos que de bailes sólo entienden los del 10 de mayo obligados en la primaria y la precisión de poseer por vía innata dos pies izquierdos o dos derechos sin rítmica posibilidad. A Gabriel le fascinaba bailar y bailaba bien.

Por eso, para entrar al mundo del Gabo sólo bailando.

Quién pondría en duda que García Márquez bailaba al ritmo de Rigo Tovar y que entre Matamoros y el Macondo querido, nunca se podrá olvidar la eterna sonrisa de la lectura primaria fincada en el disfrute primitivo, cuando nos poníamos el traje a la medida de lectores en formación en franca apuesta por el honor y la defensa del placer a diestra y siniestra, entre las páginas. Memoria y baile. Cordón umbilical de allá cuando su padre lo llevó a conocer sus cien años de soledad.

Los críticos literarios nunca saben mover los pies, nos dijo una buena tarde, Rafael Solana, a los ganosos por el periodismo: “Lo digo con conocimiento de causa, soy uno de ellos”. Rector de la Escuela de Periodismo y Arte, charlábamos largas tardes cuando íbamos de pinta a su oficina para no entrar a clase de Economía. Bailen y lean y déjense llevar. Nos decía en secreto a los párvulos seudo rebeldes. Y fue entonces la época y la épica en paralelo cuando se paseó por mi memoria ocular la portada de Vicente Rojo y por mi memoria dérmica la piel de una colombiana que me enseñó el secreto de la salsa dura: la memoria del deseo que se decanta en frenesí dancero. Comprendí que no hay remedio, todas las bellas se elevan.

De las páginas de Cien años de soledad al insomnio inaudito. El afán de memoria que quita el sueño e incorpora por vía centrífuga al cuadro familiar: desfilan Úrsulas, Melquiades, Remedios, Amarantas. Gabriel García Márquez es memoria inmediata adherida a la vivencia permanente. O acaso el hilito de hielo deshecho que el coronel Aureliano Buendía persiguió hasta el final de sus días, es el hilito de la memoria personal sin transferencia colectiva. Si bien, Macondo puede ser la fundación del mítico universo latinoamericano, su sueño y su metáfora, también puede significarse con voluptuosa profundidad como la evocación permanente del soy y en esto creo, sin tintes de esotería ni mágica explicación. Eufemismo barroco del código postal de uno, de mí, de ti, de él, de ella, pero no del todos en fraternal plural.

Memoria. Es así. Cada quien su trozo y su trazo de Macondo. Cada quien su magia y su realismo, su permiso irrestricto para elaborar su mitología. Si te miras a través de tu árbol genealógico con paciencia de orfebre, encontrarás a tus padres cincelando tu noción de patria. El niño Buendía en la memoria del anciano Buendía de la mano de su padre conociendo el hielo. Pasado remoto que se vuelca sin amarras al presente, sin paracaídas, sin redes ni camas elásticas para aminorar el crujir contra el piso.

Cronch. Pisadas sobre hojas secas. Onomatopeya de los que ya crecieron y ahora alzan la ceja con desdén prosaico hacia su descubrimiento primario. Los que aseguran sin titubear que siempre han leído con ojos de análisis y aportaciones literarias. Como si nunca hubieran sido niños lectores, ávidos de asombro y pertinaz huida de las alfabetizadoras interpretaciones: “García Márquez es el comienzo y el final de la explicación antropológica de nuestra Latinoamérica”, “Es el intervalo entre la hoguera del subdesarrollo y la interpretación onírica de la realidad”, “El perenne bla bla bla que suministra explicaciones a nuestra condición trágica sumergida en glu glu glú…”

Hace tiempo ya que no leo texto alguno que se refiera al alumbramiento, al parto de los montes, al iniciático momento de leer un libro, al sueño y la memoria despierta ya no digamos de nuestros viejos que se van cada uno por su parte y de los cuáles sólo habría que ponerlos contra la pared para hacerles justicia antes del fusilamiento.

No es desdén a priori para los eruditos. Pero no hace mucho que entre las páginas de los suplementos de cultura (15 o 20 años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras te busca y te nombra), uno podía devorar como juvenil e imberbe, las carnes grasas con doble tortilla por las cuales A comenzó a leer a B y C se desveló noches enteras leyendo a D. ¿O no hay lectores como antes? De esos, que escurrían delirio y asombro ¿sólo han sobrevivido los fabulosos hijos del monóculo y los impertinentes?

En el re/paseo por las hojas de los Cien años de soledad viene a mi memoria mi madre y sus horas enteras frente a la máquina de coser. Su taller mi primer Macondo. Esperanza como Úrsula Iguarán. Paradigma latinoamericano sin corsé canónigo. Memoria pura y baile a corazón abierto. Hechuras de hilo y aguja en los intermedios entre que mi padre compró el libro y mi madre me acompañó a leerlo.

Por eso, cuando en el remate de libros del Auditorio Nacional, nos informaron su muerte y Lilibeth y mi hijo Ollin aplaudimos el minuto de aplausos, redescubrí que a mis cuarenta y uno habita un Buendía dispuesto ya no a conocer el hielo, sino llevar de la mano al niño de diez.

¿Cuántos hielos familiares experimentamos en el recuerdo los lectores? Memoria montada en la soledad más allá de los cien años. Soledad que por cierto, nunca tuvo Gabriel.

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