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Love is in the air

 

Por Salvador Munguía

Como muchas cosas que no se pueden escoger en la vida, es imposible escoger, por ejemplo, a los compañeros del asiento contiguo en el autobús o en el avión a la hora de tener que viajar por trabajo, por compromisos, o cuando se decide viajar simplemente solo. Por eso cuando viajamos por placer, la mayoría lo hacemos acompañados, la gente no viaja sola para protegerse de su propia locura. Los compañeros aunque sean casuales, nos mantienen concentrados en el fastidio de vivir. Muchas veces el viaje nos tiene una desdicha a la vuelta de la esquina.

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El panorama es basto; nos enfrentarnos con la señora que ronca, con la mamá y su hijo insoportable, con el viejito pedorro, con el idiota que habla por teléfono el camino completo, con la que a la primera curva se marea y vomita, o con el otro al que le apestan los pies. Muchos son los llamados y pocos los elegidos, reza un pasaje de la biblia, o pocos son los pasajeros que pueden pagar un lugar privilegiado (en el caso de las aerolíneas) o aquellos que tienen la suerte de no compartir el asiento aledaño.

Los hombres que constantemente viajamos solos, soñamos en compartir nuestros asientos con mujeres hermosas. Yo alguna vez tuve dicha fortuna. Era un vuelo de Los Ángeles, California, a Austin, Texas. Se trataba de una chica oriental, delgadita de cintura y de pequeños pechos, de facciones suaves, con esos ojos rasgados y exóticos inundados de lalujuria más intrépida, y con una boca tan pequeña como una alcancía. La saludé en inglés y ella me sonrío. Olía a flores preciosas. Cuando despegó el avión ella cerró los ojos y apretó la boca, enseguida puso su mano sobre mi pierna y la apretó con fuerza; hice lo propio, puse mi mano sobre la suya y la acaricié con suavidad. En el aire, cuando el peligro había pasado, volteó a verme y me agradeció con una sonrisa, con un guiño de ojo le contesté que no había problema. Minutos después le pregunté por su nombre, me contestó en un pésimo inglés que lo sentía mucho pero que no hablaba ese idioma, mucho menos español. Sonreí como idiota y no dije más. Era un mal día para volar, había mucha turbulencia.

Cuando la turbulencia inició me volvió a sujetar la mano. Cualquiera hubiera pensado que éramos marido y mujer. Sin soltarme la mano, se quedó dormida. Respiraba profundamente, oí un débil gemido. Dormida, comenzó a temblar, me acerqué a ella y le susurré palabras tranquilizadoras. Sentía inexplicablemente amor y compasión por una chica completamente desconocida.  De pronto, tuve la sensación de que el avión se caería y  no sería capaz de sobrevivir su muerte. Yo estaba dispuesto a  salvarla en medio del océano. Naufragaríamos a alguna isla desierta hasta el fin de nuestros días. Me enseñaría karate. A comer sushi con los palillos. Tendríamos muchos hijos. ¿Qué podría ser sino el amor el que había llegado de ese modo? Recordé aquella canción melosa y aburrida de John Paul Young, love is in the air y sin querer me puse a tararearla. Cuando despertó se me quedó viendo por largo tiempo. Hice lo mismo. Y me abrazó. El corazón me palpitaba con fuerza. Ni una palabra. Solo el rumor insoportable que emiten los aviones baratos. Y mucho silencio. Los hombres a diferencia de la mayoría de las mujeres ocupan una virtud casi olvidada: el silencio. Reflexionando con el tiempo, llegué a idealizar a la mujer perfecta, sería una sordomuda, ese tipo de chicas que no hablan ni escuchan nada. Sin querer la había encontrado. La japonesa no era sordomuda, pero estaba cerca de serlo, nos tomaría años entender una lengua en común. No habría tiempo de enfadarme cuando a mitad de la conversación cambiara de tema, un problema habitual entre las mujeres.

A diferencia de los hombres, las mujeres tienen la capacidad de pensar mil cosas a la vez. Son un banco de información. Por eso hablan de más, preguntan de más, hurgan de más, saben demasiado. Yo lo único que quería escuchar de ella eran sus gemidos. Pero cuando se trata de premios y conquistas, el destino es avaro y miserable. Sólo algunas horas pude tener a la mujer a la que tanto añoré. Al cabo de un rato puso su rostro sobre mi pecho. Yo le acariciaba su cabello, negro y lacio. Con esos dedos largos y delgados con los que dominaba los palillos para comer y los chacos para dar chingadazos, con esos mismos acariciaba mi rostro, otras mi espalda, y pocas veces mi cabello.

Tuve una erección. Saqué de inmediato mi celular e intenté traducir del español al japonés, “vamos al baño, mi amor, te necesito”, fue imposible, se había terminado la batería. Maldije a todos los dragones que ella adoraba. Pero la turbulencia nos unía más, ella cerraba los ojos y me sujetaba la pierna con todas sus fuerzas, o volvía a pegar su pequeño rostro a mi pecho. Pobre criatura, era como un cachorro untado de sangre y arrojado al mar. Y no se puede dejar un cachorro a mitad del mar embravecido. Si la hija del faraón no hubiera rescatado de las olas el cesto del pequeño Moisés, no habría existido el Antiguo Testamento ni toda nuestra civilización. Y con las metáforas no se juega. La cachorrilla había encontrado al salvador en persona. Era un enviado del Señor para  protegerla. Que viniera la lluvia, los truenos, la turbulencia y el peor de los peligros. Ya no tenía deseos de llegar a ningún lado. Tomaríamos el primer vuelo de Austin a Tokio, Hiroshima, o a donde fuera. Quizá si hubiéramos intercambiado palabras todo se hubiera ido al carajo. No era necesario saber a qué nos dedicábamos, cuántos años teníamos, de dónde veníamos, cuáles eran nuestros sueños en la vida. No hubo momento para la mentira y la exageración. Nuestros cuerpos hablaban el lenguaje del amor.

La imaginé con su kimono y sus pies pequeños y perfectos, “el gordito sobresalía, el segundo casi tan largo como el primero, y de ahí en adelante debe bajar en un ángulo perfecto, sin altas ni bajas, hasta el quinto, que siempre deber ser el menor”. El hombre anda por el mundo, de pies en pies, hasta que encuentra a esa mujer. Yo la había encontrado. El tiempo se agotaba. Una voz monótona y aburrida anunció que nuestro destino estaba cerca. Aterrizar era el fin. Cuando el avión comenzó a descender, mis lágrimas y las de la geisha también. Nos abrazamos y me dio un pico en la boca, rápido y fugaz.

Nos despedimos con otra sonrisa a mitad del aeropuerto.

II

Cuando el joven me dijo que me asignaría el mejor lugar del avión porque un pasajero había cancelado su vuelo, lo rechacé de inmediato, no confío en la suerte, le dije. El joven insistió tanto que terminé aceptando.

Lamento no haber escuchado a mi corazón.

Me asignaron el asiento 1b, solo detrás de la cabina de pilotos. A mi costado derecho estaba un jovencito de algunos 12 años y a mi costado izquierdo una vieja rechoncha de algunos 75 años de edad. No hay peor lugar que ir en medio de dos desconocidos.

—¿Y tú, a qué te dedicas? –me preguntó la vieja a bocajarro.

—¿A nada, señora? –contesté amargamente.

—Sí se te ve, pareces un holgazán –rezongó la vieja rechoncha.

Respiré hondo, me ajusté el cinturón de seguridad y cerré los ojos.

—¿Señorita –dijo la vieja a la sobrecargo- a qué hora sirven la cena?

La pregunta me causó simpatía, no eran ni las 5 de la tarde. La sobrecargo contestó que primero debíamos alistarnos para despegar y una vez en el aire y transcurrido el debido tiempo, servirían un pequeño refrigerio.

—¿Oiga –insistió la vieja- y cómo cuántos años tienen los choferes? Se ven muy jóvenes para echar a andar esta cosa.

La sobrecargo fingió una sonrisa escalofriante y contestó: —No se preocupe, señora, son personas capacitadas, uno tiene treinta y dos y el otro treinta y cuatro años… todo va a estar bien.

—Mmm, demasiado jóvenes para morir, seguro hoy es su primero y por tanto nuestro último vuelo.

—Oiga, antes de despegar, necesito un trago de tequila, solo con eso se me baja la presión –exigió la vieja.

Voltee con nostalgia a mi lugar original, el asiento había sido ocupado.

Aún no despegábamos y ya era una auténtica pesadilla. Me esperaba un viaje largo y cruel. De inmediato me sujeté los audífonos a las orejas, saqué un libro e intenté relajarme. Pero era imposible. La señora tenía un timbre de voz agudo y picante. No paraba de hacer preguntas y de quejarse.

Justo cuando el avión iba a despegar, a la “madame” se le ocurrió la grandiosa idea de pararse al baño.

 —No puede pararse ahora, señora, el avión está despegando –dijo la azafata molesta.

—¿Y qué hago, me meo en los pantalones? –dijo la vieja- y continúo:

—Pero ya llegarás a mi edad, ya tendrás mis achaques.

—Entienda, señora, no se puede parar, estamos por despegar, abróchese su cinturón por favor.

—Entiende tú, carajo, ¿acaso no sabes que las vejigas femeninas se vuelven temperamentales? A veces no sale una gota aunque tengas ganas, y en cambio otras te ríes o estornudas y allá va, bragas, todo.

La anciana desabrochó su cinturón, a duras penas levantó el trasero de su asiento e intentó caminar al baño. Acomídete, chingao, me dijo. La tomé del brazo para que no se fuera a caer. No avanzó ni siquiera un metro, se fue de espaldas, más de cien kilos se fueron a estrellar sobre mi estómago y piernas. El impacto me sacó el aire. Me sentía noqueado, mareado y adolorido. Escuché risas y risitas. La señora sólo se limitó a decir: ¡pinches bestias! Volví a cerrar los ojos. Cuando los volví a abrir, vi cómo se escurría un hilito de apestoso líquido amarillo por el pasillo.

Enseguida vino otra vez su voz:

—¿Ahora sí me pueden traer el tequila y un bocado?, traigo la panza vacía, señorita.

—En unos momentos, señora –contestó con una paciencia fingida la sobrecargo.

Después de treinta minutos, un joven afeminado y la sobrecargo deslizaban el carrito de alimentos y bebidas por el estrecho pasillo.

—Sírvame un tequila, deme dos bolsas de papitas, un sándwich y un vaso con coca –berreó la vieja.

—Sólo puede pedir una bolsa de frituras y una bebida, señora –dijo con voz amanerada el joven sobrecargo.

—Carajo, viajé el año pasado y me dieron una pizza gratis y una coca de dos litros,  señorita, ¿qué clase de vuelo es éste?

—Quizá haya sido otra aerolínea, señora –volvió a contestar el joven.

—Nada de otra aerolínea, y sírvame lo que le estoy pidiendo, y de paso sírvale un trago a este muchacho, y otro al chico aquél –se refería a mí y al chico adolescente.

La sobrecargo transpiraba odio y furia, no le quedaba de otra que cumplir los caprichos de la vieja. Agradecí el gesto de la señora por el trago de tequila. Sin quitarme nunca los audífonos, le agradecí con un gesto. Bebí el tequila enseguida, pero me cayó mal. Se me revolvió el estómago. Además, es un exceso ir bebiendo arriba de un avión. Con tal de llevar tranquila a la vieja, el sobrecargo le sirvió tres tequilas puestos, le dio tres bolsas de papitas y le dio un vaso con refresco. No sirvió de nada.

—¿Bueno, y tú, qué tanto escuchas? –dijo la vieja de cachetes rosados.

Fingí demencia y no escuchar nada a través de los audífonos. —Te hablo, mal educado –me increpó la vieja.

—Música del diablo, señora –dije.

—A ver, presta pa´ ca.

Con insolencia me quitó los audífonos y el celular.

—Esto es asqueroso, ponme algo de Chente o de los Bravos del Norte –rezongó la vieja.

—No me gusta Chente y lamentablemente no traigo nada de Los Bravos del Norte, señora.

—Entonces de su hijo, el potrillo, ese muchacho sí que tiene muy buenas nalgas.

—Tampoco tengo algo de el potrillo, señora –contesté con paciencia.

—Entonces pon otra cosa.

Piqué el aleatorio, esa opción que deja la música también en manos del destino. La vieja, para la sorpresa de propios y extraños se relajó. Se tomó otro shot de tequila. Cerró los ojos. De reojo alcancé a ver que sonaba Serge Gainsbour. Sentí envidia por Serge, no hacía distinción a la hora de cantarle a una mujer, incluidas las más feas, las gordas, o las enfadosas. La tripulación me veía con ojos de agradecimiento. Intenté retomar la lectura, fue imposible. Intenté dormir y no pude. Quince minutos después la vieja volvió a abrir el pico.

—Toma, esa cosa me va a dejar más sorda de lo que ya estoy, y enseguida gritó:

—¡Señorita, otro trago por el amor de Dios!

—Chingada madre, una vez que me dan ganas de hacer pipí la primera vez, no paro, hijo, es un fastidio –me dijo la vieja.

Desee con todo mi corazón que el avión se cayera, que cayera en medio del océano, y que al caer todos los tiburones del mar se la tragaran viva y lentamente. Pedí a la sobrecargo una pastilla para dormir – ¿cómo no se me había ocurrido antes?-. Dormité cuando finalmente estábamos aterrizando. Cuando desperté tenía los ojos vidriosos de la vieja en mi rostro.

—Te la pasaste dormidote, contigo no se puede platicar.

No dije nada.

—¿Qué esperas?, ayúdame a levantar este gordo trasero.

—Señora, ha sido una pesadilla viajar con usted –le dije y escuché a mis espaldas algunos aplausos aislados.

—No seas mal educado, hijo, uno nunca sabe con quién está hablando, o quiénes son nuestros vecinos.

—Pero que Dios te bendiga y te perdone –dijo la vieja mientras yo sacaba mi maleta del compartimento.

Sentí pena por la señora, era una anciana, desde luego. Pero podría haber sido mi abuela. La muerte estaba ya a la vuelta de la esquina y quizá necesitaba un poco de atención. Me invadió un malestar de arrepentimiento. Y le dije:

—A usted también, señora.

—¿A qué hora me van a traer la silla de ruedas, señorita? –fue lo último que alcancé a escuchar.

Cuando tomé mis cosas y salí despavorido.

III

Dos semanas después, leyendo Los Angeles Times, vi en una foto a colores a la vieja rechoncha, en la foto se podía apreciar a dos agentes de la DEA detrás de ella. Era una nota breve:

“Eleuteria Obregón Peralta, de 78 años de edad, alias “la Tomba”, o  “la Vieja”, ha sido detenida por vínculos con el narcotráfico y financiamiento del terrorismo. Al momento de su detención en el aeropuerto LAX de Los Ángeles, California, se le encontraron dos kilos de coca en las maletas que transportaba. Fue detenida junto a un adolescente,  que por cuestiones de seguridad no se reveló su nombre, el chico cargaba otros tres kilos de cocaína pura.“La Tomba” era buscada por la DEA desde hacía más de treinta años, por haber ingresado al país grandes cantidades de marihuana y cocaína en los años setentas y ochentas. En México se le buscaba por financiar el clan narco denominado «Familia 14», originarios de tierra caliente, en el peligroso estado de Michoacán.

 

 

 

 

 

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