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Mi primer Mundial: Argentina, 1978

Argentina 78

Arturo F. Silva

Ya comienza el Mundial de Fútbol, la fiesta deportiva por excelencia, al menos para la mayor parte de la población mundial. Está bien que se haga cada cuatro años, me digo, así tiene más peso, más importancia el ganarlo o el participar en él. Si se realizara todos los años o a cada rato, ganar o perder sería algo casi trivial.

¿Cuál es el recuerdo más viejo que tengo de un mundial? Mi mente viaja de inmediato hasta 1974 y el mundial de Alemania; pero, para ser exactos, lo que recuerdo de aquel mundial es el álbum de figuritas (álbum de estampas, le dicen aquí, en México). El álbum era algo propio de la década de los setenta: papel grueso, gran tamaño y, las figuritas, ni hablar: de puro cartón de alto gramaje. Me llamaba la atención las figuritas de Beckenbauer y la de Breitner, otro alemán que tenía un peinado afro que podía ser la envidia del bajista de Donna Summer.

También recuerdo que la difícil no era la figurita de ninguna estrella de aquel momento, sino la de un africano ¿Cuál? Ni idea, mi memoria no llega a tanto. Último dato sobre el dichoso álbum: mi hermano notó que todos los jugadores de Bulgaria tenían apellidos que terminaban con V. Un dato trivial, sin duda, pero que aún recuerdo.

En cuanto al Mundial en sí solo tengo un recuerdo: yo salía a jugar a la calle mientras la familia se quedaba prendida frente a la T.V (en blanco y negro). Todos atentos a lo que pasaba en la pantalla. Los hombres inclinados hacia ella, como si acercándose más al cristal pudieran tener alguna injerencia en lo que allí pasaba; las mujeres cebando el infaltable mate; todos, presa de la misma, inevitable, tensión.

Luego viene el que sería mi verdadero primer Mundial, el que dejaría grabados fuertes recuerdos en mí, y ello por diversos motivos. Primero, yo ya tenía trece años; segundo, el mundial se llevó a cabo en mi país y mi ciudad fue elegida como una de las sedes. Y tercero, para mayor fortuna, mi madre comenzó a trabajar en el nuevo estadio mundialista, así que, al menos en algunos partidos, entrábamos gratis.

El primero de ellos al que asistí fue el partido debut: Francia versus Italia, al día siguiente de comenzado el Mundial. El Estadio Mundialista de Mar del Plata no es un estadio común. En vez de elevarse sobre el terreno está, podríamos decir, como cavado en él. Es una especie de pozo ovalado, así que a las tribunas no se ingresa por una entrada desde donde uno sube por las escaleras buscando su asiento o algún lugar libre; sino que, por el contrario, se ingresa “desde arriba” y se baja por una escalera que te lleva hasta el nivel de la cancha.

Ese día había muchísima gente y yo pocas veces había ido a un estadio, así que no estaba muy acostumbrado a los empujones y apretujones; entonces decidí quedarme en la parte superior. Me separé de los adultos con quienes había ido, pero eso no me importó. Yo sabía dónde habían dejado estacionada la camioneta y los esperaría allí cuando el partido terminara. Hacía frío (Mar del Plata es la ciudad más al sur donde alguna vez se jugó un partido por un mundial, y en junio las temperaturas son en extremo bajas. A nosotros, en la tribuna, la multitud nos brindaba algo de calor extra).

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Ganó Italia 2 a 1 con goles de Paolo Rossi y de Renato Zaccarelli. El gol francés lo hizo Bernard Lacombe, pero eso no me importaba, lo que sí marcaba la diferencia era que allí estaba Michel Platini. Nada menos. Vi jugar a Michel Platini y a Paolo Rossi en un mismo partido, y por un mundial; eso sí que no es algo que uno se encuentre a la vuelta de la esquina.

El segundo partido que vi (y no vi otro, de manera directa, de ese mundial, ya que luego Mar del Plata no pasó a formar parte de los partidos de segunda fase), fue Suecia vs. Brasil. No hacía tanto frío y había mucha menos gente. Ese día fui solo. Mi madre me había conseguido una entrada para la platea descubierta y me acomodé en mi asiento numerado. Hacia la derecha había unos hinchas (simpatizantes) brasileños.

Me fui acercando a ellos hasta que quedé dentro del grupo. No eran muchos; serían unos treinta o cuarenta, pero eran los más ruidosos y divertidos, eso no había cómo negarlo. Uno de ellos me regaló una gorra amarilla con la visera verde y me quedé allí, haciéndome pasar por uno más de la torcida brasileña. Antes de que empezara el partido se acercaron, después de cruzar el campo en diagonal directamente hacia donde estábamos nosotros, varias personas de la organización.

Comenzó una discusión que fue elevando el tono y el volumen. El asunto era sencillo: los brasileños habían colgado una bandera, en la que alentaban a su equipo, a lo largo de una parte de la barrera que separaba las gradas de la cancha, pero habían añadido una marca y hasta tenía un logotipo y, por razones obvias, la televisión no quería transmitir un partido donde alguien hiciera publicidad gratuita.

El asunto era sencillo, dije, y se lo hubiese podido solucionar en pocos segundos, pero los brasileños se negaban a quitar la bandera y los de la organización seguían discutiendo cada vez de manera más violenta. Yo comencé a separarme del grupo hasta que estuve a algunos metros de ellos, aunque no demasiados. Me quedé sentado, calladito y haciéndome cada vez más pequeño.

En aquella época, en Argentina, donde gobernaba una dictadura militar que años después sabríamos de manera más certera lo que ya se decía en voz baja, uno de chiquito sabía que con la autoridad mejor no había que meterse; así que, si había algún problema, yo no era nadie, a pesar de que no me había quitado mi gorra verde-amarela.

Después de varios minutos de discusión uno de los brasileños, tal vez considerando lo que dije más arriba, convenció a los otros de que lo mejor sería plegar la parte de la marca y el logotipo y dejar el mensaje para su selección. Así lo hicieron y la cosa no pasó a mayores. Yo volví a acercarme al grupo cuando el partido comenzó. Empataron 1 a 1, pero lo que más recuerdo es que durante el segundo tiempo, cuando Brasil atacaba de izquierda a derecha (viendo desde nos encontrábamos nosotros) el puntero derecho brasileño debe haber jugado de manera horrible, porque cada vez que pasaba cerca nuestro le gritaban de todo.

Un tipo enorme que estaba a mi lado gritaba, siempre: “Dirceu, tolo, vagabundo…”, lo cual sonaba a mis oídos como Chirzeu… tontu, vagabundu…”. Esa noche fui el centro de atención en mi casa mientras me hacían imitar una y otra vez al enojado brasileño y sus insultos al pobre de Dirceu.

Al final, ese fue el primer mundial que ganó Argentina, y cuando sucedió todo el mundo salió a festejar hasta la madrugada. Yo me subí a un camión cualquiera y dábamos vueltas y vueltas por la ciudad cantando y ondeando banderas que tal vez ni siquiera eran nuestras.

Mucho tiempo después me enteraría de lo que realmente estaba pasando a pocas cuadras, incluso, de los estadios donde hasta hacía pocos días brincábamos de alegría. Pero esa es otra historia, para otro momento y, tal vez, para otro lugar.

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