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Micro crónicas desde la FIL: hay un chingo de libros

Hay un chingo de libros, tantos que abruma; la república de la FIL Guadalajara está sobrepoblada de títulos más que cualquier metrópoli que prohíbe tener hijos. Vastos y por todos lados -atmósfera y contexto- que después de un par de horas suelo salir de la Expo bajo cualquier pretexto (tomar una cerveza, comer o simplemente caminar) para despejar las punzadas de mis sienes, ocasionadas, según yo, por tantas palabras a mi alrededor. –Estás loco- pensé la primera vez que me ocurrió, pero posterior a compartir esta perspectiva con otras personas descubrí que no, estar rodeado de libros es agotador para la vista y el cerebro y es necesario dar un respiro para que la pupila no estalle.

Y cómo no, si repito, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara hay un chingo de libros, tantos que es el sueño inabarcable de todo lectómano, suficientes para saciar por una buena temporada los placeres de quienes vivimos por y de las historias. Apenas llegar a la feria podría pensarse que se desata una carrera por hacerse de obras (además de ver y escuchar autores, así como participar en las múltiples actividades que se ofrecen); que quien más dinero tiene se llevará cuantos libros pueda, y quien no, verá la manera de adquirir los que su bolsillo lo permita, apenas uno o dos que serán apreciados como la vida misma.

Ya en el peor de los casos, en el nivel más bajo, habrá los que se atrevan a hurtar un libro jugándose la libertad en esa pacífica y democrática república. Ir a la FIL y no llevarse un libro pareciera un pecado, pero aunque existan títulos seductores y por los cuales hay quienes darían un riñón, existen otros que nadie quiere, ni regalados, destruyendo esa máxima de: gratis, hasta las patadas.

Paso el pabellón de Madrid, feo por dentro, un armatoste negro que contrasta con la belleza (por lo menos a mi parecer) de los de Israel, Latinoamérica, Reino Unido u otros de las pasadas emisiones; digo que lo paso aunque después lo cruzaré y dentro no diré que es feo sino hermoso, que su belleza, punto de partida el blanco paradisiaco para la vista que permite ver con perfección al lector el libro propio o cualquiera de los miles de los autores madrileños, caminando o sentado en alguno de esos pasillos que emulan una plaza de toros donde no hay animales y hombres luchando por el espectáculo y la vida sino lectores, esos personajes tan simples pero que desatarían el lance de rosas al centro del platillo, pues leer es un triunfo.

Sigo caminando y voy de aquí para allá, atravesando las metrópolis editoriales, las grandes casas que albergan a los autores más poderosos, conforme avanzo estoy ahora en pasillos de editoriales independientes o institucionales, también la marea lo lleva a uno al “área internacional” la de “los libros caros” dicen muchos, la zona donde extrañamente muchos no se venden, sólo se exhiben, causando ansiedad en lectores que molestos se quedan con las ganas.

Una, dos vueltas, la FIL se recorre en una hora a paso veloz. Con la experiencia uno entiende que los libros no se compran en la primera vuelta o en el primer día si es que la visita es superior a una puesta del sol, hacerlo implicaría cargarse de un peso que vuelve tediosa y cansada la travesía, mas entiendo no soportar las ganas de hacerse de libros como si estos fueran a agotarse, porque yo fui uno de esos desesperados que se gastaba el presupuesto en instantes; también, como tantos, desarrollé la manía de recoger cuanto libro, folleto o catálogo pudiera obtener gratis, publicaciones que jamás leí ni leeré pero no fui consciente de mi acumulación absurda hasta algunos años después.

Por la segunda vuelta, ya algo cansado porque los años no pasan en balde, andando por las orillas de la geografía de la feria, al pasar por el stand de “Jesucristo de los Santos de los últimos días” escuché que alguien me invitaba a pasar, dirigí mi vista para ver quién era y apenas divisé al Cristo abierto de brazos impreso en una gran imagen frente a mí. Marqué distancia, un tipo de traje y corbata dio un paso al frente y me estiró la mano, “lo invitamos a que conozca nuestro stand, venga”; aceleré mi andar y el redobló esfuerzos ofreciéndome algo que parecería irresistible para cualquier lector: “venga, hay libros gratis”; no mentiré, aflojé la defensa y me acerqué un poco, poquísimo, pero apenas ver lo que ofrecía emprendí la huida sin mirar atrás. Fui prudente de no volver.

Horas después, pasaba frente al stand del Instituto Politécnico Nacional con mis primeras adquisiciones colgando del brazo derecho, presionando la piel y concentrando la sangre, obligándome a intercalar de mano cada ciertos minutos para liberar tensión, cuando una señorita sin darme oportunidad a negarme, me estiró un libro-revista que me vi obligado a tomar (la Revista de Estudios Económicos Tecnológicos y Sociales del Mundo Contemporáneo), una publicación roja en una edición aburrida que abrí por mera curiosidad y cerré de inmediato al ver palabras y formatos ininteligibles. Agradecí y seguí caminando odiándome por aceptar un peso innecesario, mas la culpa fue menos cuando frente a mí noté que otro lector caminaba con sendas bolsas repletas de libros y la obra en cuestión en la mano izquierda.

Lo seguí para ver qué haría con ella, suponiendo se detendría para guardarla resignado en alguna de sus bolsas, pero apenas giró a otro pasillo, en el primer bote de basura que se encontró lo botó como si fuera ni más ni menos que basura. –¡Sacrilegio!- me dije, pero al pasar por el mismo depósito, verificando que nadie me mirara, hice lo mismo. ¿Quién carajos quiere leer sobre Cristo y el Mundo Contemporáneo en la FIL? Pensé para liberarme del remordimiento.

Fotos: Cortesía de la FIL

 

Creyendo que no podría correr con mayor mala suerte, al día siguiente un joven de alrededor de dieciséis años detuvo mi andar, se me paró enfrente como quien te asaltará de manera sutil, abriendo las piernas para evitar que te escabullas por alguno de los dos lados, preparado para ir tras de ti al menor intento, con una amabilidad que será sucedida por el atraco. El joven me preguntó si leía –vaya pregunta, pensé- y al darse cuenta de lo estúpida que era sacó una revista estudiantil universitaria y me habló de ella como si fuera Letras Libres o la Revista de la Universidad. Durante diez minutos reseñó todos los textos diciéndome por qué debería leer con mayor ahínco uno en lugar de otro y ante mi gran defecto de no poder cortar a las personas por más tedioso que sea el diálogo, aguanté estoicamente hasta que tomó mi mano y colocó sobre ella la revista. No la tiré, pero acuso que será triturada para las manualidades escolares de mi hija.
Hay libros que nadie comprará en la FIL y que se saben así, que su mayor logro será el ser aceptados gratuitamente: libros académicos, novelas malas, poemarios incipientes y pésimamente editados, revistas entusiastas pero con textos flojos que no se antojan leer; libros institucionales (por ejemplo del INE) cuyos temas son tan especializados o cercanos a un manual para armar un mueble, que me atrevería a decir que su lugar no está en la feria del libro. Obras que desafortunadamente serán despreciadas, que desde su nacimiento están confinadas al fracaso, a la marginación de esa república tan hermosa. Lástima.

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