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Modorra en época de la pandemia

Modorra

Por Edgar Aguilar

Son las once de la mañana de un lunes, martes, miércoles o de cualquier día de la semana. Estamos ya en la Nueva Normalidad. El día transcurre monótono, con un sol que tiene rato de haber salido. La nueva etapa del confinamiento no parece haber cambiado en mucho. En el edificio en donde vivo todo permanece relativamente igual: ningún ruido sino hasta eso del mediodía, salvo el que hace sin proponérselo mi vecina de abajo, que es una señora grande que se despierta y se levanta temprano. Se oye correr el torrente de agua por la vieja tubería. Yo también me despierto y me levanto temprano. No aguanto la cama después de las siete. A decir verdad, después de las seis, pero qué se le va a hacer: no hay nada mejor por el momento que seguir tumbado en la cama hasta las siete.

Pienso por qué razón los otros inquilinos han de levantarse a tan altas horas del día. Se acuestan tarde, es verdad, pasada la medianoche. Pero siguen teniendo un trabajo, familia, deberes que cumplir. Unos laboran en oficinas de gobierno, otros más en el sector “privado”. En el departamento de arriba, sólo oigo en el techo las patas de los perros como si anduvieran de puntillas tratando de no despertar a sus dueños. Se supone que no todo está detenido. Algunos empleados de gobierno, por ejemplo, deben empezar a presentarse a hacer guardias, además de que, me imagino, hay muchos asuntos que resolver, y son los que más parecen disfrutar de un merecido descanso.

¿Cómo es que un ser humano puede levantarse a las once o doce del mediodía? Me asomo a la ventana y veo las casas de enfrente. Tienen las cortinas echadas. No se oye el menor ruido. Sólo alcanzo a distinguir tras las rejas los zapatos unos encima de otros, polvorientos y perezosos, a un lado de sus puertas (práctica “anti covid”). La calle permanece en calma. Pasa de cuando en cuando la moto de la basura con su pitido, pero nadie responde.

Un perrito ladra en una de las casas de enfrente. Ladra, desganado, por no dejar, como si tuviera tos seca. Le han cortado el pelo al rape y se ve flaco y medroso. Me invade el sopor. Me sacudo la flojera como puedo. Aguzo el oído y oigo que en la avenida cercana el tráfico es considerable. No sé si esto me pone de buen o mal humor. Supongo que ni lo uno ni lo otro. Simplemente escucho: un urbano, un auto (quizá un taxi), de nuevo un urbano, una patrulla. Qué fastidio. Y los demás inquilinos del edificio durmiendo como benditos. Me desquito llenando las cubetas de agua en el lavadero del patio de servicio: el chorro sale potentísimo y produce un ruido que a cualquiera le pondría los nervios de punta y lo haría pegar un brinco de la cama.

¿Pero para qué quiero a mis odiosos vecinos levantados? ¿Para qué quiero oír el berrido de un niño, la risa fingida de una mujer en pijama, la plática sosa del marido, la música estridente y chabacana del hombrecillo de al lado? Me resultan mil veces más desagradables que la permanente modorra que se cierne a mi alrededor. Esta modorra que no acaba de terminar y que parece prolongarse más, mucho más que el propio virus.

Me irrita esta sensación de vacío. Me genera ansiedad. ¿Acaso mis vecinos, los del interior y los del exterior del edificio, no la perciben? ¿Cómo consiguen mantenerse tranquilos e indiferentes en sus camas, en sus habitaciones cerradas, cubiertas con cortinajes oscuros y puertas y ventanas selladas sin que les entre la más mínima partícula de aire? ¿Cómo pueden, Dios todopoderoso?

Se acerca el verano. Hay unas nubecillas desinfladas y otras más gordas en un cacho de cielo gris que prometen lluvia. Me sorprende con qué rapidez pasa el tiempo. Ha soplado, los últimos días, un viento caliente y pegajoso, un extraño norte que parece venir de muy lejos, más allá de las montañas, que sacude con fuerza las ropas de los tendederos y derriba uno que otro objeto (una escoba, un recogedor, un bote) mal colocados. La inercia en que están sumidas todas las cosas y en que me sumo yo mismo me hace pensar en cómo veré este momento en un futuro lejano: como un gran cráter, un enorme hueco en el vacío. Algo que detuvo el tiempo cuando el tiempo más pronto –sin darnos cuenta– transcurría.

Tengo la impresión entonces de que esta sensación de inercia, de inalterable pasividad, es también una sensación de que algo inevitable “flota” en el ambiente, como un denso y soporífero virus que se adentra en nuestro espíritu, sofocándolo, succionándonoslo.

Me dispongo a prepararme para el día. Hay varias cosas por hacer: realizar la limpieza, asearme, desayunar, revisar unos textos, cosas simples y ordinarias a las que trato de aferrarme para no caer en una inercia que me abruma, me desespera y me angustia. Esta cruel modorra parece haber asfixiado ya las vidas de quienes me rodean. No tardará sin embargo en oírse una puerta que rechina, voces soñolientas, el ruido de un plato, el chillido de un niño, los ladridos coléricos y obstinados de los perros. Para esto no estoy aún preparado.

Imagen: Miguel Cabrera Villarreal/Flickr

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