Las andanzas de Niño Bomba son conocidas por toda la ciudad. Él va, platica y convence hasta a las mujeres con los gustos más difíciles. Regresa a su guarida a hidratarse y se convierte en el mejor reportero regional, y entonces teclea hasta el fin. Aquí nuestro autor nos trae la primera de varias entregas de ese submundo denominado ‘periodismo’.
Niño Bomba aparece de pronto en la esquina de la plaza, “qué onda, pendejo, cómo te va”, dice y corre. Se acerca a un auto verde, mete la mano y regresa. No pienso en la escena sino hasta que regreso a mi coche, entonces pongo la radio y hay una canción. “Chronic Dub”, indican que se llama. Es una especie de reggae con trompetas, que me hace pensar en Niño Bomba como un personaje de Pulp Fiction, aunque en la película no haya reggae. Niño Bomba camina por la ciudad, llega a bares, a cafés, aparece por el bosque de la ciudad y en una banca sucia y llena de periódicos viejos se sienta junto a un hombre de gabardina negra y lentes que le arrima un portafolio que deja como olvidado pero que Niño Bomba toma antes de irse.
Al arrancar paso por la plaza y Niño Bomba ya no está; se había quedado de ver con esa joven funcionaria del Ministerio de Finanzas que conoció cuando fue a hacer un trámite de su declaración anual. Imagino de nuevo a Niño Bomba, ahora en su versión de Don Juan de los Infiernos. Lo veo contestando el celular, luego de dejarlo sonar más de cinco veces. Discute con su novia; a pesar de que tiene 23 años lleva ocho de relación con ella pero ya me los imagino practicando la operación sexual llamada también coito a los quince en un parque público. “Te digo que no, Gabriela, no Gaby, no puedo ir en este momento porque estoy trabajando. Qué no Gaby, estoy o-cu-pa-do, en una reunión muy importante con los de la redacción”. Más de cuatro veces me ha tocado ver la misma escena. Entonces Niño Bomba colgaba, regresaba a la mesa a seguir jugando a las cartas y llamaba a Brenda o a Maritza para que se sentaran a su lado y le trajeran suerte. Otro día, totalmente ebrio, luego de que los federales nos detuvieron en una ventana para comprar alcohol en la madrugada y que por fin nos dejaron ir, he tenido que llevar a Niño Bomba a otra de las casas de sus amantes. No me parece tan extraño que en Finanzas haya podido invitar a una chica a salir y que le haya respondido afirmativamente, aunque para alguien como yo eso habría equivalido a llegar a la oficina de manos desde mi casa o a abrir la puerta de mi casa con un bistec crudo. Simplemente ese tipo de cosas no me pasan y no sabría cómo buscar que me pasen.
Cuando Niño Bomba pasó y dijo, “qué, pendejo”, no sabía qué juego se traía entre manos, pero como llevaba más de cuarenta minutos sentado esperando a un poeta para entrevistarlo para el periódico y hacía más de diez que había perdido la esperanza de que llegara, me levanté de la banca de piedra y fui en sentido contrario a Niño Bomba, que ahora se incorporaba desde el auto verde. “Güey, adónde vas”, gritó. Me detuve y le acepté un cigarro, lo prendí del suyo. “¿Te diste cuenta de lo que pasó, verdad? Soy un pendejo”. Ahora él también era un pendejo, pensé. No asentí ni negué pero me le quedé viendo a los ojos, sin saber de qué estaba hablando. “¿Sabes a lo que me refiero, verdad?”.
Un día antes, había comido un par de tacos en la taquería de siempre, aunque esta vez me habían hecho daño, no sé por qué, y la diarrea me impelía a sólo mirarlo y tratar de retirarme lo más pronto posible. Como mirando al horizonte, seguía teniendo el rostro de Niño Bomba frente a mí pero no lo miraba, pensaba en aquella vez que me subí a un barco y tenía diarrea y éste se balanceaba de un lado a otro y yo tenía que ir al baño en esas condiciones tortuosas. Yo estaba en aquella tormenta, en otra latitud, de noche, cuando de pronto, la voz de un muchacho de 23 años que estaba enfrente vino desde lejos. “¿Viste entonces lo que pasó? Chale, soy un pendejísimo”. Qué te pasó, pregunté, pero él guardaba silencio y yo quería ir a buscar el auto para llegar a casa al baño. “Le hice un favor”, dijo por fin, como luchando en un round de sombra. “Me dijo que le hiciera un favor y se lo hice”. De qué estás hablando, le dije. “Ya sabes”.
Me confesó que le había aceptado dinero a un diputado del Partido Nacional Socialista (Panas) y que cuando se acercó al coche verde ése había sido el preciso momento en que lo hizo. “Pero te diste cuenta, ¿verdad? Por eso te levantaste de la banca y te fuiste”. Me le quedé viendo fijamente a los ojos con ganas de caminar hacia al carro y llegar a casa. Sí, le respondí, lo sabía. Pero la verdad es que no tenía ni idea de que hiciera eso. Y cuánto fue, inquirí, ya con algo curiosidad. “Pues no es la primera vez que lo hago, pero ahora sí me da pena”. Por qué, inquirí de nuevo. “Pues porque fue enfrente de todos, estaba incluso allá sentado ese reportero de la sección deportiva del Marginal” (un periódico de escasa circulación que tenía dinero, pero que aludía de manera engañosa a su condición de no estar en la capital del país para tomarlo como una fortaleza). Cierto. Volteé y ahí seguía, con una chica vestida con una blusa azul a la que se le salía esa parte innombrable debajo de los hombros y arriba de los senos, por la espalda. “El diputado quiere impulsar el deporte y pues me pidió de favor que lo ayudara”.
Niño Bomba trabajaba en la página de Internet de mayor alcance en la región. Y cuánto te dio, volví a preguntar. Tres mil. ¿Tres mil? Al menos es más de lo que le dan a Juan Gervacius (Juan Gervacius al-Azar, llamado así por su familia por su ascendencia cristiana y árabe, había sido su jefe en un periódico pequeño de tendencia izquierdista, pero del que todos conocían su capacidad de negociación por cuenta propia). Niño Bomba era un buen periodista y me sorprendió saber que aceptaba dinero. “Era su particular, el del carro verde, ¿no lo conoces?”. Me extendió un nuevo cigarro y como no traíamos encendedor él se dirigió a una banca contigua, donde le pidió fuego a la chica y se trajo con él hasta el número de su teléfono celular.
No lo conozco, le indiqué cuando se incorporó, pero como si lo conociera, ya me contaste todo: cuánto te dio, por qué, dónde, a quién envió. Hasta podría entrevistarte sobre eso. ¿Y cómo te sientes ahora, en el momento inmediato a tu transacción?, pregunté, mientras hacía como que grababa con mi celular la conversación. Rió y me dijo: “Haz una crónica”. También puedo hacerte una entrevista, le dije, pero lo cierto es que parecía que la entrevista ya había terminado, aunque no la estuviera registrando. Manzano, le dije, porque su nombre era Felipe Manzano, tengo que dejarte porque hay una urgencia que no me permite seguir aquí. Volvió a reír, “ay güey, una urgencia, qué solicitado es usted”. La chica del ministerio estaría ya al llegar, de todos modos. Nos despedimos y se alejó. Cuando iba a mitad de camino le dije, Manzano, cobra más, eso que pides es muy poco. Volteó enfundado en su chamarra negra de cuero y una canción de reggae con trompetas empezó a escucharse mientras daba cada paso.
Al subir al coche, me dio curiosidad cómo sería la chica de Finanzas y pasé a un lado de la plaza aunque me desviaba un poco del camino. Ya no estaba. Cuando llegué a casa lo primero que hice antes de entrar al baño fue tomar la laptop y meterla conmigo. Entrevisté al poeta por una red social y hablamos del tiempo que estuvimos esperando uno al otro al lado de la fuente sin encontrarnos ni reconocernos. También escribí este texto y pensé que Niño Bomba estaría en ese momento en un hotel, tomando ron con los tres mil que le había dado el diputado y con la chica desnuda sentada sobre sus piernas. Le envié estas páginas y cuando vi el par de palomitas marcadas con azul en su celular supe que aunque quizá siguiera con la funcionaria seguramente no estaban en un cuarto de hotel. Quizá no era el Rimbaud michoacano que había creído.