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Primero lo primero: un cuento de Jorge Amaral

–¡Bueno!

–¿Dónde chingaos andas?, ¡te estoy marque y marque!

–¿Qué pasó?

–¡El niño está ardiendo en temperatura y no me dejaste ni un cinco!

–Humpta madre, ¡pus dale algo!

–¿Qué?, ¿la bendición?, ¡ya te dije que no hay nada!, ¡vente para la casa!, ¿dónde estás?, de seguro’tra vez en la pinche tragadera.

–¡Cállate el pinche hocico!

–¡Ven y cállamelo, y de paso le trais medicinas a tu’ijo!

–¿Qué pasó Tostadas?, ¿el látigo?

–Esta pendeja, que’l niño tiene calentura.

–¡No mames!, mejor ve, no vaya a ser la chingadera.

–Oye Patotas, ¿no trais unos doscientos que me prestes pa’ llevarlo a Simis?, ya sabes que’l sábado…

–Simón, simón, ten, primero lo primero.

Mientras se embolsa el billete verde se dirige a la calle y al salir casi atropella a un chamaco de no más de diez años que, sentado encuclillas, juega junto a su bicicleta. Toma el artefacto y como puede se sube.

Tambaleándose un poco, a sus cuarenta ya no es lo mismo que cuanto tenía veinte y podía con diez caguamas, una de Don Pedro y un toque para dormir a gusto. Hoy se tomó tres caguamas y ya se siente, como dicen sus amigos, prendido. Eso no importa mucho, y como niño que apenas está aprendiendo, los primeros pedaleos son tímidos, lentos, y él, inseguro en los manubrios.

De seguro el chiquillo ni tiene nada, sólo que a la Lucha le gusta tenerlo amarado en la casa y en el jale. Casa-obra-casa. Nomás, no más. Y no es que la Lucha sea de andar jugando con esas cosas, pero ya se la ha hecho, como aquella vez que le mandó hablar porque lo buscaba su jefa y ni era cierto, nomás porque alguien le pasó a decir que ya estaba en el depósito de don Quirio y ni siquiera estaba tomando. Esa vez se le antojaba de a madres, pero en la mañana había guacareado con sangre, ¿o eran Doritos con Valentina? Quién sabe, pero andaba asustado porque así había empezado su jefe, al que siete años atrás habían encontrado orinado, vomitado, con el hincha-patas en la mano y ya tieso y frío.

Conforme avanza se siente más seguro y pedalea con más fuerza. El viento en su cara es agradable, como cuando van a la obra y se para sobre la caja de la camioneta con la gorra volteada para que no salga volando hacia atrás (“si una cosa o un cabrón se caen yo no me detengo, así que agárrense bien y aseguren todo”, advierte siempre el gato del ingeniero, un cabrón que ya lleva tres choques y dos volcaduras).

Lo bueno es que El Patotas lo alivianó con esos doscientos, qué tal que el niño sí está mal y él sin un cinco en la bolsa, apenas es miércoles y la raya es hasta el sábado. Y si no se necesitan, se los da a la Lucha para que no esté chingando, al cabo a él lo llevan y lo traen del jale.

Tres cuadras, faltan seis o siete, pedalea con fuerza para subir una loma, ya lo demás es bajada.

Pinches biclas de montaña, son una chulada en la subida; buena fianza que se aventó con El Gallo: le echó el piso en un cuarto a cambio de la bicicleta. La Lucha, como siempre, se la hizo cansada porque la cosa esa no valía quinientos pesos y por ese trabajo él pudo haber cobrado mil. Pero a ver, ¿qué tal que no la tuviera?, ahí iría, corriendo como pendejo y el niño malo… pero capaz que ni tiene nada.

La Lucha no era así. Cuando se conocieron, ella era una muchachita seria, tranquila, amable, nunca se le oían malas palabras, pero su madre no quería al Tostadas por borracho. Esa situación siempre le había molestado, no entendía el enojo de la vieja, si siempre ha trabajado, nunca le ha pedido nada a nadie y favor que le hacen lo paga a tiempo. Además, él hubiera podido casarse con cualquiera dado que en aquel tiempo tenía su pegue: trabajador, galán y hasta bien vestido. En aquel entonces estaban de moda Los Acosta y El Tostadas tenía la melena igual a la del vocalista, por eso, cuando llegaba a los bailes y las tardeadas, no había muchacha que se resistiera a bailar con él, porque además lo hacía con un estilo, que a gracias a eso a más de alguna se llegó a llevar después del baile y regresarla a su casa hasta la mañana siguiente. En esos ambientes conoció a la que ahora es su esposa y a veces siente que ya no la conoce.

Hoy la Lucha es otra, toda envenenada por su madre, y la falta de dinero, siempre el pinche dinero, que la ha vuelto dura, hosca, retobona y malhablada. Por su parte, la melena del Tostadas ya tampoco es la misma, con el paso de los años se ha puesto rala, áspera y parda. Pelos de santo viejo, le dicen los güeyes de la obra.

Ya empieza la pendiente y toma velocidad. Una, dos, tres cuadras y sus pelos de santo viejo se mueven hacia atrás con el viento; las casas de aquella colonia fundada por paracaidistas en las faldas de un cerro se suceden una a otra, a ver si no agarra aire y se le suben las caguamas. Vomitada segura.

Miedo, temor, nerviosismo, vértigo, horror… ya le dio esa mezcla de sensaciones a la que le llaman “cosa”, lo bueno es que, como en esa colonia casi nadie tiene carro, no hay tráfico, además oscurece, así que ya no es hora que anden los del gas, la Coca, la Corona, el Santorini y su competencia de diez varos; ni pensar en una patrulla. Sonríe y remata la idea murmurando para sí un lapidario “pendejos”.

Presiona la palanca del freno, lo repite con más fuerza y apenas disminuye la velocidad. Acciona de nuevo el freno y se oye un tronido en el rin trasero. Voltea. “¡Chingada madre!, ¡ese pinche mocoso le aflojó las gomas!, nomás que lo vea y no se la va’cabar el hijo’e su puta madre”. Las gomas salen volando hacia la banqueta. Voltea al frente. Una camioneta de doble rodado, a vuelta de rueda, justo frente a él. Los manubrios chocan contra la carrocería, un golpe seco y el Tostadas sale disparado hacia adelante. Otro golpe seco, pero ahora de su frente contra el acero al mismo tiempo que algo truena en su cuello, como un foco que se funde: repentino, discreto, sin aspavientos ni gritos, sólo se apaga.

La camioneta sigue su curso hasta que alguien le hace señas y atrás queda el Tostadas. La bicicleta, torcida y quebrada de los manubrios; él, bocabajo, con el cráneo partido y la boca abierta y una aureola roja que se empieza a formar a su alrededor.

Alguien ha corrido a avisarle a la Lucha, que llega poco antes que la ambulancia, pero ya nada se puede hacer, ya es trabajo del Forense, dicen los paramédicos, cuya presencia aprovecha la mujer para, entre mocos y sollozos, decirles del niño con fiebre. Unos segundos con el termómetro y un paracetamol bastan en ese momento.

–Vete, yo te lo cuido, primero lo primero, Lucha –le dice una vecina acomedida al ver que ya levantan el cadáver del Tostadas.

–Lo primero era mi chiquillo pero ya le dieron medicina. Ora sí, ahi se lo encargo y, cualquier cosa, me habla.

Al día siguiente, el señor que vende el periodiquito moronguero a bordo de un vocho piensa que hará su agosto en aquel barrio. “¡Infórmese aquí!, ¡trágica muerte de un vecino de esta colonia en aparatoso accidente!”. “¿Pa’ qué lo compro si ya me la corrieron cómo estuvo?”, responden todos. Es inútil, sólo vende dos ejemplares y mejor se va a ofrecer la nota roja a otras colonias de la ciudad o algún rancho cercano.

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