El saldo después de la primera ronda de 16 partidos de la Copa del Mundo de Qatar es la aparición de unas ligeras ojeras. Aprovechando mi periodo vacacional, me he dedicado a ver absolutamente todos los encuentros, pero para lograrlo, me he sujetado a una estricta dieta futbolera: despierto a las cuatro de la mañana y a partir de ahí, dormito durante la hora de tregua que hay entre cada uno de los juegos y posteriormente dedico la tarde a recuperarme para al día siguiente repetir la disciplinada rutina.
El esfuerzo que, siendo sinceros, en muchas ocasiones no hago ni siquiera dentro del ámbito laboral, ha valido totalmente la pena. No coincido con aquellos que aseguran que en los Mundiales se registran partidos aburridos, pues por la magnitud de la competencia y el formato en el que se juega, simplemente esto no puede ser posible.
Desde la aparición de las selecciones, las ceremonias de los himnos y el mosaico de naciones en las gradas, la intensidad es una particularidad que está presente en todos partidos. A diferencia de las ligas locales, en un Mundial de Futbol no hay espacio para la especulación y eso lo saben los equipos.
Por ello, pese a que nos hemos encontrado con partidos que terminan sin goles, de repente da la impresión de que los 90 minutos en realidad no lo fueron. El sistema nervioso está en jaque en todo momento y salvo limitadas excepciones, ningún jugador da por perdida una pelota, pues hacerlo, implicaría poner en riesgo el resultado y con ella una latente eliminación.
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Tomando en cuenta lo anterior, Qatar nos ha comenzado a ofrecer nuevas hazañas dignas para reservar en un nuestro acervo mundialista individual. Pasarán los años y no dejaremos de hablar de cómo Arabia Saudita sorprendió al mundo viniendo de atrás para derrotar a la Argentina que sumaba 36 partidos sin bajar la mirada.
Recordaremos el método ordenado con el que Japón superó a Alemania y le dejó en claro que nunca más volverán a ser tres puntos seguros. En tanto, de Corea del Sur aplaudiremos el cómo le montó batalla a Uruguay imitando su estilo de “garra charrúa”. Bienvenida Asia al radar del futbol.
La pelota rueda y con ella las historias paralelas. No hay nada más confuso que ser héroe y villano al mismo tiempo, pero en la persona del arquero de Arabia, Mohammed Al-Oawis, se encuentra esta trágica dualidad. Por un lado fue el prócer en la victoria ante Argentina, pero por su alma debe pesar el haberle destrozado el rostro a su compañero Yaser Al-Shahrani.
También la globalización y los efectos de la migración entre África y Europa se hicieron presentes en la figura del delantero suizo Breel Embolo, quien se negó a festejar su gol ante Camerún por tratarse del país natal de sus padres.
Alemania perdió en su presentación, pero dio un ejemplo de dignidad cuando sus jugadores decidieron cubrirse la boca como una acción de protesta ante las medidas dictatoriales que ha emitido la FIFA en contra del brazalete “One Love”.
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La irreverencia también tiene cabida y es que, aunque Ghana perdía contra Portugal, Osman Bukari aprovechó su anotación para festejar como lo hace Cristiano Ronaldo. Las gradas en Qatar respondieron al gesto y en el estadio 974 retumbó el “¡Siuuu!”.
El haber elegido a Qatar sigue siendo cuestionable por todo lo que ya se ha mencionado en la prensa y en los colectivos que defienden los derechos humanos. Pero con todo eso y como cada cuatro años, las predicciones que apuestan a la extinción de este deporte de la cultura popular terminan fallando.
La esencia se sigue imponiendo. No importa cuántos claroscuros y actos de corrupción se tengan durante el proceso previo a llegar a la cancha, pues el futbol sigue manteniendo ese as bajo la manga que termina por ser mágico e inexplicable. Por supuesto, que lo místico de la pelota termina sustentándole el negocio a la FIFA, pero en honor a la verdad y por fortuna, también nos salva a todos los que amamos este deporte.
Foto superior: Flickr