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Recuerdos de familia

 A mis padres

Por Héctor Andrés Echevarría Cázares

 I

Hace algunos años conocí a un hombre que había perdido a su madre. Según me confesó, su madre había muerto una semana atrás. Era, francamente, un hombre arruinado. Me lo encontré en las afueras de Catedral cuando tenía diecinueve años y mi porvenir se avizoraba pletórico. Recuerdo que quería ser poeta, así que me identifiqué con el hombre, le pregunté sobre su vida y me dispuse a escucharlo. Me confesó que llevaba varias semanas bebiendo, mitigando la culpa de no pedirle perdón a su madre antes de morir. “Ahora amigo, la vida ya no tiene ningún sentido. Dame veinte pesos porque no voy a mentirte: ese dinero lo voy a utilizar para emborracharme”. Le di un poco de dinero, no recuerdo bien la cantidad. Caminamos por una callejuela del Centro Histórico, vimos el acto reiterado de la Catedral encendida y nos sentamos en la Plaza de Armas. “El único ser que se preocupaba por mí ha muerto. Ni mis hijos ni mi esposa me respetan. Sólo me queda el recuerdo de mi madre”. Hoy, a una década de distancia, evoco a ese hombre. ¡Cuánto dolor había en su corazón!

II

Ahora que la vida se torna una línea alargada, aparentemente interminable, se me posa en el corazón un recuerdo.

Era niño. Sus manos rasgaban las cuerdas milagrosas de la guitarra. Unas manos jóvenes que también tecleaban la máquina de escribir Olivetti. Era mi padre, quien nos tocaba la guitarra en noches de pan y luna, mientras mi madre preparaba las cosas para el día siguiente.

Yo quisiera tocarles la guitarra a los hijos que no tengo, edificarles una casa en las estrellas para que no se olviden de su infancia, heredarles un recuerdo, uno tan sólo, al que puedan aferrarse cuando la vida (la misma sangre, al fin y al cabo) se convierta en una línea alargada, aparentemente interminable… Un recuerdo que sea un faro luminoso en el camino.

III

Cuenta mi madre que su abuelo -es decir mi bisabuelo- era un perezoso, un auténtico “bueno para nada”, mientras que mi bisabuela trabajaba de sol a sol vendiendo fruta en las calles, remendando ropa ajena, preparando la comida para sus hijos y su esposo. Cuenta mi madre, con cierto aire nostálgico, que mi bisabuelo salía todas las mañanas supuestamente a trabajar, bien vestido y desayunado, con la bendición de mi bisabuela, y al rato los vecinos lo veían bajo un árbol gigantesco, dormitando, quizá imaginando cómo sería su vida si fuera como los otros, seres nacidos para cumplir su meta en la existencia.

Por la tarde regresaba a la casa, fingiendo que había trabajado todo el día, sin ningún remordimiento ni peso alguno en el bolsillo. Mi bisabuela -una mujer fuerte y serena- no le reprochaba nada; al contrario, de sus ganancias le daba algo para que se comprara unas “chucherías” al día siguiente -el viejo irresponsable, a escondidas como un criminal, se hacía de una cajetilla de cigarros-; definitivamente mi bisabuela amaba a ese perezoso, le perdonaba sus errores y ella sola, hasta el final de sus días, cargó con la responsabilidad de criar a una decena de hijos. Todo esto me lo cuenta mi madre con un dejo de liviandad, como quien cuenta una historia que le resulta ajena.

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