Por Francisco Negrete Mendoza
Madrid. 27 de abril. 23:00 hrs. Café Berlín.
En febrero de este año 2012 falleció el músico Luis Alberto Spinetta en la misma ciudad donde nació, Bueno Aires, luego de que un cáncer de pulmón le quitara la vida a sus 62 años. Su legado es inmenso e inabarcable, y seguramente tardaremos años y generaciones enteras en descubrir y apreciar por completo el tesoro que nos ha dejado. Esforzándome para no exagerar en mis reflexiones, considero que su obra bien podría ser considerada Patrimonio de la Humanidad algún día, como la de Mozart o la de Los Beatles, por ejemplo.
Las reacciones luego de su muerte han sido diversas, emotivas y magnánimas. Músicos y figuras importantes de la cultura, no sólo de Argentina y de Latinoamérica sino de todo el mundo, se deshicieron en elogios, respeto y admiración por la figura de El Flaco. No es para menos. Sobra decir que al día siguiente al de su muerte en todos los noticiarios se hablaba de su vida y obra y los programas de radio abrían sus sesiones con alguna de sus piezas. En Argentina se lloró tanto su pérdida que el Río de la Plata (donde fueron arrojadas sus cenizas) pudo haberse desbordado. Desde entonces toda clase de tributos y homenajes en distintos formatos han empezado a consolidarse.
En España, donde vivo desde hace ya cuatro años, muy lejos físicamente de la Argentina pero cerca de ella por la afinidad cultural histórica que nos enlaza entre latinoamericanos y españoles, se programaron conciertos tributo en distintas ciudades del país, en el que han intervenido varios conjuntos y grupos de músicos. Yo asistí al que se organizó a finales de abril en el Café Berlín de Madrid, un pequeño y acogedor bar de conciertos en el centro de la ciudad que se inclina (en general) por un perfil jazzístico.
Cuando llegué al lugar ya todos estaban listos para rockear. La asistencia fue positiva y predominaban, evidentemente, los argentinos.
José Gómez (voz y guitarra), Gus Aguilar (voz), Guille Arróm (guitarra), Abel Calzetta (guitarra), Fer Lupano (bajo), Juan Cruz Peñaloza (teclados), Luis Fernández (teclados), Marcelo Novati (batería) y Martín Bruhn (batería) fueron algunos de los tantos músicos que subían y bajaban del escenario exhibiendo en sus interpretaciones un inmenso y profundo amor por aquella música que seguramente llevaban tatuadas en el espíritu.
Abrieron con Dale gracias del álbum Alma de diamante (“Es inútil que pretendas brillar con tu historia personal, recuerda que un guerrero no detiene jamás su marcha“). Las voces eran parecidas a las de Luis Alberto (salvando las abismales distancias, claro), las interpretaciones precisas y el sonido era bueno aunque quizá no del todo depurado. El bajista incluso se parecía físicamente un poco a Spinetta.
Le siguió Alfil, ella no cambia nada (“La reina negra está ante su propio silencio, los peones desvanecidos rondan como espectros pasaportes hasta un mundo oscuro, negociados en las torres”), La montaña (“Trepen a los techos ya llega la aurora”), Resumen porteño de su etapa con Spinetta Jade (“Sólo está feliz en los conciertos, y siempre se la llevan detenida como a un ángel”) y Cementerio Club del álbum Artaud, de 1973, considerado el mejor disco de rock en Argentina, una canción que además destaca por ese solo de guitarra que luego Soda Stereo versionaría en su Unplugged en Té para tres.
Los músicos se miraban cómplices entre ellos, como si recordaran las primeras veces que escucharon aquella música o como si no pudiesen apartar toda una serie de recuerdos que se evocaban al tocar esos acordes y les sobrepasara el entusiasmo. Cada nota significaba algo para ellos.
Fina ropa blanca, de 1989 (“Todos los espejos de su corazón se quebraron en mí”) y Asilo en tu corazón, del álbum La la la, que coescribió con Fito Páez (“Soy un barco que se hace a la mar, y en todo retorno un cambio nacerá”) indicaban que en la noche sonarían no sólo los hits más evidentes, sino también piezas menos conocidas del repertorio del compositor argentino.
De corrido, a modo de popurrí (para que algunas canciones clave no quedaran fuera, según dijo uno de los músicos), tocaron Plegaria para un niño dormido (“Se ríe el niño dormido, quizás se sienta gorrión esta vez, jugueteando inquieto en los jardines de un lugar que jamás despierto encontrará”), Alma de diamante, que logra estremecer a cualquiera que la escuche con atención (“Y aunque el sol se nuble después, sos alma de diamante”), Quedándote o yéndote del álbum Kamikaze, del 82 (“Deberás amar, amar, amar hasta morir”), la emotiva y confesional Canción para los días de la vida (“Tengo que aprender a volar entre tanta gente de pie”), un pequeño fragmento de A Starosta, el idiota (“Bocas del aire del mar levan la sal de esta luz”) y No te busques ya en el umbral, de 1981 (“Ya dejaste tu día buscando las moras hablando de los niños que escriben en el cielo”).
Ascendiendo poco a poco en decibelios y ritmo pero conservando la tristeza y la nostalgia como eje, Mi elemento, de uno de los últimos discos de Luis Alberto (Una mañana, del 2008), nos restableció de la bruma melancólica del set cuasi acústico en la que noté que algunos asistentes se secaban una lagrimilla traicionera, de esas que vienen directamente del alma. Emociona comprobar cómo una persona, una sola, ha tocado la vida de tanta gente de una manera tan bella y poética.
Barro tal vez, una de sus canciones más versionadas, fue una de las ejecuciones más pobres de la noche, una lástima (“He de fusionar mi resto con el despertar aunque se pudra mi boca por callar”). Mientras remontaban con Los libros de la buena memoria de la etapa de Spinetta con Invisible, me percaté que ya para entonces el espíritu de Luis Alberto estaba poseyendo a los músicos porque éstos hasta comenzaron a imitar, seguramente sin darse mucha cuenta, el lenguaje gestual de El Flaco. Del periodo con Los Socios del Desierto llegó Donde no se lee (“Hay una oración que no podré escribir, dice mil veces que tus manos yo así perdí”).
Durante Durazno Sangrando (“Dicen que en este valle los duraznos son de los duendes”), la buenísima versión que se marcaron de Díganle (“Es tan temprano que no tengo más sueño, ya las melodías se han ido y yo me voy de tus manos como viento”), si uno cerraba los ojos, y si se había ingerido ya una razonable cantidad de alcohol, uno podía imaginar lo que pudo haber sido un verdadero concierto de Spinetta, algo distante y platónico ya.
En la recta final, para dejar definitivamente los temas reposados y entrar en la zona caliente, Contra todos los males de este mundo (“Vamos a buscar aquel vejo tiburón a las profundidades del mar de la sangre”), Lejísimo (“Violenta ecuación de vivir sin un por qué”) y Yo quiero ver un tren (“La mañana me encuentra sospechando en el aire, ¡híper-ultra contaminado!”) revolucionaron el pulso de los asistentes. De un triste funeral que nos devoraba el interior, pasamos a una desmadrosa celebración en todo lo alto, que nos recordaba que la vida debe de continuar a pesar de todo. Pero antes de rematar la noche con más brío aún, Muchacha ojos de papel (“Corazón de tiza, cuando todo duerma te robaré un color”), que no podía faltar, vino a hacer un paréntesis en la euforia, pero poco duró porque ya para cuando sonaba el riff inicial de Seguir viviendo sin tu amor un grupo de gente enloqueció cantándola como si su vida dependiese de ello (“Y si acaso no brillara el sol y quedara yo atrapado aquí, no vería la razón de seguir viviendo sin tu amor”). Las chicas bailaban, los chicos se quitaban la remera y la agitaban con el puño en alto como si estuviesen en un River-Boca.
No te alejes tanto de mí fue ideal para cerrar la noche, ya que la gente coreó emocionada su estribillo, sabiendo ya que a quien le dirigíamos esas líneas una y otra vez eran dedicadas sólo y exclusivamente al El Flaco Luis Alberto Spinetta.
Como quien lleva flores a la tumba de un ser querido, nosotros fuimos al Café Berlín para satisfacer nuestros sentimientos. Eterno.