Por David Miklos
Destapó una cerveza, la sirvió en un vaso y se sentó a escribir estas líneas, primero en el celular, ya luego en la computadora, que siempre se tardaba mucho en estar lista después de encenderla.
Hoy es un buen día para valer madres, escribió por fin, luego de todo lo anterior.
Era domingo, 10 de mayo, su mujer dormía a su hijo, su hija jugaba con el iPad, él bebía su cerveza y escribía estas líneas, afuera ya no se veía nada, apenas el cielo gris y la buganvilla negra fundida con un negro tinaco de Rotoplas y varios tubos de respiración de cobre para que el agua fluyera mejor a las casas. Alcanzó a ver la antena en la que, por las mañanas y por las tardes, se posaban las águilas o aguiluchos, halcones de Harris según le había dicho un amigo.
¿Por qué se dirá valer madres?, se preguntó.
Hasta donde entendía, valer madres era explotar, llegar a un límite, alcanzar un punto de no retorno, tronar como una paloma o uno de esos cohetes blancos de mecha rosa con los que jugaba en su infancia, hacía muchos años, décadas incluso, que no veía uno.
Pero valer madres también apelaba a la insignificancia, a ser nada, a ser, pues, una madre en esa versión machista del español de su país, en donde el 10 de mayo se veneraba a la vez el todo absoluto y la nada relativa que, a los hombres, les significaba la maternidad, supuso.
La línea que pensó antes de escribirla, mientras se destapaba una cerveza y la servía en un vaso, llegó a su cabeza en estado puro, sin mayor reflexión, es decir, sin los tres párrafos anteriores.
El gallinero de junto estaba apagado, las luces de neón aún no activaban al par de gallos que cacareaban todo el tiempo, a deshoras, sus vecinos no parecían tener piedad de los que habitaban en su misma cuadra, la cuadra de un viejo barrio absorbido por un viejo pueblo a su vez reclamado por una vieja ciudad que, pese a todos sus intentos, jamás llegaría a ser moderna o de vanguardia, una ciudad demasiado atada a su pasado y a una serie de usos y costumbres que burlaban tanto al sentido común como a la posibilidad de ser civilizadas, domeñadas por la razón y el civismo, algo así.
Iban ya para dos meses de encierro y nadie había tronado cohetes en todo ese tiempo, quizá los santos patronos eran los únicos que respetaban las leyes no del todo explícitas de la pandemia, la sana distancia y demás gracias que el gobierno había pergeñado y soltado al pueblo sin mucho pensarlo.
El cielo estaba quieto.
Y oscuro.
Cada vez menos gris.
Cada vez más valiendo madre.
Algunos decían madres en plural, lo mismo que en su país otros decían no vales verga en vez de vales verga para decir que eras nada, una madre.
Nunca había sentido que su país fuera del todo su país, pero su idioma, el idioma de su país, sí era su país, la lengua no materna pero sí huérfana que, dada su propia historia, había aprendido y adoptado y asumido como propio y su patria, el idioma en el que hablaba, en el que pensaba la mayor parte del tiempo y en el que siempre, aunque intentara neutralizarlo, escribía.
Su idioma no era el castellano ni el español en sí, pero tampoco el mexicano o el mejicano, porque tal cosa no existía.
Tampoco podía decir que el suyo fuera un español latinoamericano, ese Frankenstein de la lengua inventado por los que subtitulaban películas para la región 4, es decir, el perenne tercer mundo, aunque su escritura y su habla estaba afectada por, valga la redundancia y aliteración, sus afinidades culturales, algo de argentino por acá, un poco de colombiano por acá, ideas de uruguayo por allá y así.
(Y tanto argentino como colombiano y uruguayo tenían sus propias variaciones, no es lo mismo un cordobés que un porteño ni un bogotano que un caleño, aunque quizás en Uruguay si haya cierta uniformidad de habla, casi todos allí viven en Montevideo, pero los habrá del campo y de la frontera con Brasil que hablen distinto, tendré que preguntarle a mi familia de allá si esto es cierto).
Lo único que podía pensar, y lo pensó en el momento que cambiaba de párrafo, es que el español como tal no existía, aunque el castellano quisiera reclamarlo como suyo y ponerle reglas a través de su anquilosada Real Academia Española de la lengua, cuyos diccionarios reales —redundancia, redundancia—, y virtuales apestaban a naftalina y sabían a rancio (¿era rancio un sustantivo o sólo podía utilizarse como adjetivo, de acuerdo con la ley legítima del idioma?).
El único pájaro al que realmente había visto de cerca en su casa, además de a tórtolas y gorriones, era un canario silvestre, de trino inconfundible, el ave que nunca había estado en una jaula ni había sido obligada a elegir la suerte de los humanos, pardo y no colorido, moteado y no de plumaje uniforme, una criatura hermosa que aparecía pasada la madrugada, junto con la plena luz del día.
Afuera llovía, de pronto.
La noche valía madre.
Su hija se preparaba para dormir.
Su hijo ya se habría dormido.
Su mujer tal vez también, aún no llevaba al niño a su cuna, a su propio cuarto.
Él dormiría en otra parte, aunque en la misma casa.
Había valido madre.
Su sueño también, probablemente, aunque aún era muy temprano como para declarar el insomnio.
Le quedaba un trago a su vaso de cerveza.
Vació el vaso.
La cerveza valió madre.
Se rasco una costra del antebrazo y comenzó a salirle sangre.
Lamió la piel, la gota roja, casi marrón.
Se probó a sí mismo, su yo más metálico. Era hora de apagar la computadora, de abandonar el manuscrito, de que su escritura valiera madre aunque sólo fuera temporalmente.
Le dolían los hombros.
El cuello.
La puta vida.
La puta vida que había valido madre.
Era domingo.
Diez de mayo. 2020.
El año del encierro y de la pandemia.
Aún podía ver la antena en la que se posaban las águilas, más allá de la buganvilla ennegrecida, absorbida por la noche, una mera silueta de su ser diurno.
Como él mismo, supuso.
Y puso un punto final, aunque tal vez no definitivo, a las líneas que escribía.
Ciudad de México. Mayo del 2020
Imagen superior: Crusty Da Klown