Por Gustavo Ogarrio
23 de marzo de 2020. Es lunes. No me doy cuenta que este día comienza la carrera inmóvil hacia el vacío…un comienzo tan desprovisto de conciencia y de misterio. Todo empezó como un día cualquiera, con pensamientos cualquieras, en nuestros lugares de todos los días, que eran cualquier lugar. Quizás porque estábamos tan distraídos en la costumbre de andar a la deriva en una ciudad de hielo derretido en los primeros días de la primavera, en un país de techos sin palomas, en unos cuerpos de respiraciones diligentes que dormían boca abajo o a veces de lado, y que también roncaban con estruendo sin adivinar que ya venía la peste avanzando como un paquidermo amargo y siniestro porque su andar anónimo arribaba ya desde China o Madrid o Lombardía… haciendo escalas mortíferas en lugares que cuando tomábamos el metro dejaban de interesarnos…
Quizás fue este día cuando escuchamos en el alta voz de la patria o de la república o de la televisión en cadena nacional o del aviso telefónico de la hermana o del padre o del primo cercano: “Quédense en casa”. Y algunos nos empezamos a quedar…No fueron todas y todos. No fueron ese par de bocas que vendían plátanos y fresas en una camioneta con la parte trasera al descubierto, tampoco fueron los policías del metrobús Sonora y mucho menos las enfermeras y los doctores del Hospital General. No fueron los diableros de la Central de Abasto, los que mueven carne y verduras y queso para derretir y calabazas y aguacates y jabones y escobas y papel aluminio en sus veloces y trepidantes fierros con pequeñas ruedas. No fueron las mujeres que sobre Calzada de Tlalpan “venden” sus cuerpos desde la antigüedad y que ni siquiera en esta era que comienza pueden detener la caída sobre ellas de esas panzas atómicas y de esas respiraciones horrendas en sus hombros…
1 de abril de 2020. Era una ciudad desnuda de gente, como si le hubieran arrancado del abdomen, de las piernas y del torso esa armadura trenzada durante siglos, la de millones de rostros cayendo en el abismo lacustre del absurdo, ese ir y venir que se multiplica a su vez en otros tantos millones de partículas hambrientas de sodio, quesadillas, bicarbonato y refrescos. Era una ciudad monstruosamente bella en la tragedia silenciosa de despojarse de sí misma, con su diabetes y su hipertensión en peligro de muerte; con su canto gregoriano del mediodía en sinfonía esperpéntica con los sonidos ahora apagados de los mercados, de las avenidas, de las plazas con pantallas gigantes, de los vendedores ambulantes que se han quedado sin voz y sin vacunas contra el lento transcurrir del tiempo.
No tengo memoria alguna de un infarto de esta naturaleza: yo corrí por el interior del Mercado de Coyoacán cuando era niño sin que jamás se detuviera el torrente sanguíneo de las máscaras y las piñatas y las carnitas y los atoles a punto de entrar a la era del plástico; en los hospitales todavía alcanzaba para morir en la resignación absurda del “se hizo todo lo posible”.
Ahora me entrometo en la vida íntima de la avenida Circunvalación que me lleva al pie de la Merced mientras veo su triste aletear de pájaro moribundo, con su cambio de velocidad en la venta de flores y sartenes, con su tendido de puestos en el que las risas sin tapabocas no son suficientes para animar la circulación de los pesos, de los billetes devaluados en el anochecer de los tiempos. Los años me van liberando de ciertos olores, pero también huelo que la muerte se aproxima y se viene haciendo publicidad desde otros países: China, España, Italia, Irán…todos ellos en la vibración del cíclope herido, en la tragedia pulmonar de los abuelos, envueltos en la ola negra del contagio masivo que se aproxima como un gigante sin entrañas…
Huelo el miedo en su raíz de tormenta, empezando por el mío, que se refugia en esta inmovilidad sin pedestal que tampoco culminará en la metamorfosis de los lagartos. He visto lo que vendrá en la sonrisa chimuela del hambre… en esta desolación de cuerpos encerrados que se enfrentan a los cuerpos que, viviendo y respirando a la intemperie, sobreviven. Era una ciudad lavada a mano por la pandemia, en su granizada de temores, envuelta en este purgatorio global que todo lo convierte en fantasmas.
Ciudad de México, 2020
MÁS TEXTOS AISLADOS